El pueblo fue abandonando las gradas alborotadamente, los rostros congestionados y sudorosos, comentando a gritos las incidencias del auto, cabizbajas las mujeres, los ojos enrojecidos, los hombres, con pañuelo al cuello, la bota en alto, bebiendo según el rito de las eras.
En el momento de mayor confusión se produjo un altercado en la tribuna de reos, que congregó en torno a numerosos espectadores. El bachiller Herrezuelo, liberado ya de su mordaza, se volvió hacia las gradas superiores, donde se hallaba su esposa, Leonor de Cisneros, con el sambenito de reconciliada, y la increpó con palabras gruesas, llamándola felona, puta e hija de puta, y como nadie reaccionara, subió de tres trancos las gradas que les separaban y la abofeteó por dos veces. Guardas, familiares y alguaciles se interpusieron, al fin, le redujeron, le echaron otra vez la mordaza, en tanto el Doctor Cazalla, ganado de nuevo por la fiebre oratoria, le llamaba a la razón, que reflexionase y le escuchara pues más letras que vos he estudiado -le dijo- y engañado estuve en el mismo error. En estos términos prosiguió aleccionando al irritado bachiller, con voz henchida, que imposible parecía que saliera con tanta fuerza de un cuerpo tan lábil, hasta que Herrezuelo, que aún no había sido maniatado, se arrancó nuevamente la mordaza y le replicó con acento de burla entre el entusiasmo del auditorio:
– Doctor, Doctor, para ahora quisiera yo el ánimo que mostrasteis en otras ocasiones.
Amordazado y esposado el bachiller, los penitentes, divididos en dos grupos, se separaron al pie del tablado, los indultados, formados y flanqueados por familiares de la Inquisición, iniciaron el camino de regreso a la cárcel, entre las vallas, con sambenitos aspados y velas verdes encendidas, mientras los condenados a muerte, con cordeles infamantes al cuello, en señal de menosprecio, iban encaramándose, uno a uno, en borricos preparados al efecto, desde el último descansillo de la escalera para dirigirse al cadalso, por el angosto camino que abrían los soldados entre la multitud, colocando horizontalmente sus alabardas. El primero en subir al asno fue el Doctor, detrás fray Domingo de Rojas y cuando Cipriano Salcedo se disponía a hacerlo divisó a su tío Ignacio enlutado, nervioso, departiendo con familiares y alguaciles al pie de la escalera. Cipriano vaciló al verle tan próximo. Con la cabeza alta, sonriente, quiso darle la paz pero su tío se dirigió al familiar que conducía la borriquilla sin reparar en él, le apartó de la procesión y colocó en su lugar a una mujer de cierta edad, con gracioso tocadillo alemán en la cabeza, sencilla y fina de cuerpo, de agraciado rostro. La mujer se aproximó a Salcedo con los ojos llenos de lágrimas y le acarició la barbada mejilla con ternura:
– Niño mío -dijo-. ¿Qué han hecho contigo?
Cipriano alzó la cabeza, buscó el eje visual y, a pesar del tiempo transcurrido, la reconoció enseguida. No pudo hablar pero trató de cogerle una mano, de mostrarle de alguna manera su cariño, pero una oleada de la multitud los separó.
Dos forzudos auxiliares le subieron a lomos de un borriquillo roano mientras el Doctor y fray Domingo iniciaban la marcha por el angosto pasillo entre los soldados. Un guardia palmeó la grupa del borrico que conducía a Cipriano y éste apretó las rodillas contra su montura, vacilante, y desde su posición preeminente miró con ternura a la dulce figura que le precedía.
Dócilmente, Minervina tiraba del ronzal y lloraba en silencio, tratando de alcanzar a los asnos de fray Domingo y el Doctor. La plaza hervía, era un mar descontrolado. A ambos lados de Cipriano se extendía la multitud, fluctuante e indecisa, hombres acalorados discutiendo con otros que les obstaculizaban el paso, mujeres compasivas y llorosas, niños traveseando entre los puestos de golosinas que se alzaban aquí y allá. El bochorno era tan húmedo, tan agobiante el vaho que despedía la plaza, que hombres y mujeres acalorados, con las axilas húmedas, se despojaban de sus ropas de fiesta, se quedaban en jubón o en camisa incapaces de soportar el sol de la tarde.
Cipriano, mecido por el vaivén del borrico, no sentía el calor.
Viendo a Minervina tirando del ronzal se sentía inusitadamente tranquilo, protegido, como cuando niño. Avanzaba tan gentil y confiada que nadie pensaría que le llevaba al encuentro con la muerte.
Entre los conductores era la única mujer y, a pesar de su edad, era tal la gracia de su figura que rústicos medio bebidos, llegados a la villa para la fiesta, la requebraban, la acosaban con frases soeces.
Pero “la procesión de las borriquillas”, aunque lentamente, discurría sin pausa entre la muchedumbre. Veintiocho asnillos en fila, montados por otros tantos seres estrambóticos, con sambenitos de diablos al pecho y corozas en la cabeza, componían una comitiva grotesca que desfilaba por el estrecho pasillo que abrían los alabarderos.
Pero una vez que Cipriano alcanzó a fray Domingo, entró en la onda de las prédicas del Doctor, que iba delante, de sus voces de arrepentimiento, de sus apelaciones a la compasión. Cipriano miraba su figura vencida y cargada de espaldas, la coroza ladeada, balanceándose en lo alto del pollino y se preguntaba qué tenía en común aquel hombre con aquel otro que pocos meses antes le instruía enfervorizado con motivo de su viaje a Alemania. Oía sus exhortos y súplicas con desconfianza, seco, sin emoción:
– Entended y creed que en la tierra no hay Iglesia invisible sino visible -decía-. Y ésta es la Iglesia Católica, Romana y Universal. Cristo la fundó con su sangre y pasión y su vicario no es otro que el Sumo Pontífice. Y tened por seguro que aunque en aquella Roma se registraron todos los pecados y abominaciones del mundo, residiendo en ella el Vicario de Cristo, allí estaba el Espíritu Santo.
Le llamaban hereje, pelele, viejo loco, mas él lloraba y, en ocasiones, sonreía al referirse a su destino como a una liberación.
Las mujeres se santiguaban e hipaban y sollozaban con él, pero algunos hombres le escupían y comentaban: ahora tiene miedo, se ha ensuciado los calzones el muy cabrón.
Unos pasos más atrás, Cipriano iba recogiendo los insultos e improperios que las palabras del Doctor despertaban en el pueblo.
De esta manera entraron en la calle de Santiago, donde la masa de gente era más densa aún, casi impenetrable, y los borricos avanzaban al paso, entre los alabarderos.
Grupos de mujeres endomingadas, con vistosos atavíos, se asomaban a las ventanas y balcones para ver pasar la procesión y comentaban los incidentes a voz en grito, de lado a lado de la calle. Los chiquillos lo invadían todo, retozaban, dificultaban la ya difícil circulación, aturdían soplando sus silbatos o los pitos huecos de los albaricoques. Y, en medio de aquella barahúnda, todavía llegaban a oídos de Cipriano frases truncadas del Doctor, palabras sueltas de su interminable soliloquio. Pero su atención, sin apenas advertirlo, iba en otra dirección, su débil cerebro se desplazaba hacia Minervina, hacia su airosa figura, decidida, la soga del ronzal en su mano derecha, abriéndose paso entre la multitud. Se recreaba en su gentileza y, al contemplarla, sus ojos cegatosos se llenaban de agua. Sin duda era Minervina la única persona que le quiso en vida, la única que él había querido, cumpliendo el mandato divino de amaos los unos a los otros. Cerró los ojos acunado por el bamboleo del borrico y evocó los momentos cruciales de su convivencia con ella: su calor ante la helada mirada del padre, sus paseos por el Espolón, la galera de Santovenia, la ternura con que velaba sus sueños, su espontánea entrega a su regreso, en la casa de sus tíos.