Al ser despedida, Mina desapareció de su vida, se esfumó. De nada valieron sus pesquisas para encontrarla. Y ahora, veinte años después, ella reaparecía misteriosamente para acompañarle en los últimos instantes como un ángel tutelar. ¿Sería Mina, en realidad, la única persona que había amado?
Pensó en Ana Enríquez, un proyecto apenas esbozado; su tío Ignacio, esclavo de las convenciones; su gran fracaso con Teo, el ejército de sombras que había cruzado por su vida y que fue desvaneciéndose conforme él creyó haber encontrado la fraternidad de la secta.
Pero ¿qué había quedado de aquella soñada hermandad? ¿Existía realmente la fraternidad en algún lugar del mundo? ¿Quién de entre tantos había seguido siendo su hermano en el momento de la tribulación? No, desde luego, el Doctor, ni Pedro Cazalla, ni Beatriz. ¿Quién?
¿Acaso don Carlos de Seso pese a sus contradicciones? ¿Por qué no Juan Sánchez, el más oscuro, humilde y deteriorado de los hermanos? La idea del perjurio y la fácil delación continuaba atormentándole. Una vida sin calor la mía, se dijo. Por sorprendente que pudiera parecer, la mortecina actividad de su cerebro evitaba la idea de la muerte para detenerse a reflexionar en el tremendo misterio de la limitación humana. Al aceptar el beneficio de Cristo no fue vanidoso ni soberbio, pero tampoco quería serlo a la hora de perseverar. Debería perseverar o volver a la fe de sus mayores, una de dos, pero, en cualquier caso, en la certidumbre de hallarse en la verdad.
Mas ¿dónde encontrar esa certidumbre? Mentalmente pedía a Nuestro Señor una pequeña ayuda: una palabra, un gesto, un ademán. Pero Nuestro Señor permanecía en silencio y, al mostrarse mudo, estaba respetando su libertad. Pero ¿era la inteligencia del hombre por sí sola suficiente para resolver el arduo problema? Él sintió el soplo divino leyendo “El beneficio de Cristo” pero, con el tiempo, todo, empezando por las palabras de los Cazalla, se había venido abajo.
Entonces ¿no valía nada de lo andado? Oh, Señor -se dijo acongojado-, dame una señal. Le atribulaba el prolongado silencio de Dios, la taxativa limitación de su cerebro, la terrible necesidad de tener que decidir por sí mismo, solo, la vital cuestión.
Los tumbos del asnillo en aquel mar ondulante le adormecían. Cuando abrió los ojos observó que docenas de sotanas revoloteaban como moscas alrededor de fray Domingo de Rojas, emparejaban su paso al de la borriquilla, se dirigían a él a voces, sorteando las picas de los alabarderos. También ellos trataban de arrancarle una palabra, tal vez sólo un gesto, le acosaban.
Pero ¿qué les movía en realidad?
¿La salvación de su alma o el prestigio de la orden dominicana?
¿Por qué esta alborotada compañía en contraste con la desolación del resto de los condenados? El dominico se mostraba íntegro, no, no, reiteraba la negativa y sus acompañantes, mezclados con los espectadores, se comunicaban la mala nueva: ha dicho que no, sigue pertinaz, pero hay que salvarlo. Y reanudaban sus acechanzas y uno se arrimó hasta tocarle y le instó a morir en la misma fe que “nuestro” glorioso Santo Tomás, pero fray Domingo mostraba una formidable entereza, no, no, repetía, hasta que fray Antonio de Carreras, que había pasado la noche a su lado, le había confesado y le había aupado para montar en el jumento, ahuyentó los moscones, se colocó a su lado y fue protegiéndole, conversando con él hasta el quemadero.
Fuera ya de la Puerta del Campo, la concurrencia era aún mayor pero la extensión del campo abierto permitía una circulación más fluida. Entremezclados con el pueblo se veían carruajes lujosos, mulas enjaezadas portando matrimonios artesanos y hasta una dama oronda, con sombrero de plumas y rebocinos de oro, que arreaba a su borrico para mantenerse a la altura de los reos y poder insultarlos.
Mas a medida que éstos iban llegando al Campo crecían la expectación y el alboroto. El gran broche final de la fiesta se aproximaba.
Damas y mujeres del pueblo, hombres con niños de pocos años al hombro, cabalgaduras y hasta carruajes tomaban posiciones, se desplazaban de palo a palo, preguntando quién era su titular, entretenían los minutos de espera en las casetas de baratijas, “el tiro al pimpampum” o “la pesca del barbo”.
Otros se habían estacionado hacía rato ante los postes y defendían sus puestos con uñas y dientes. En cualquier caso el humo de freír churros y buñuelos se difundía por el quemadero mientras los asnos iban llegando. El último número estaba a punto de comenzar: la quema de los herejes, sus contorsiones y visajes entre las llamas, sus alaridos al sentir el fuego sobre la piel, las patéticas expresiones de sus rostros en los que ya se entreveía el rastro del infierno.
Desde lo alto del borrico, Cipriano divisó las hileras de palos, las cargas de leña, a la vera, las escalerillas, las argollas para amarrar a los reos, las nerviosas idas y venidas de guardas y verdugos al pie. La multitud apiñada prorrumpió en gran vocerío al ver llegar los primeros borriquillos.
Y al oír sus gritos, los que entretenían la espera a alguna distancia echaron a correr desalados hacia los postes más próximos. Uno a uno, los asnillos con los reos se iban dispersando, buscando su sitio. Cipriano divisó inopinadamente a su lado el de Pedro Cazalla, que cabalgaba amordazado, descompuesto por unas bascas tan aparatosas que los alguaciles se apresuraron a bajarle del pollino para darle agua de un botijo. Había que recuperarlo. Por respeto a los espectadores había que evitar quemar a un muerto. Luego, alzó la cabeza y volvió la vista enloquecida hacia el quemadero. Los palos se levantaban cada veinte varas, los más próximos al barrio de Curtidores para los reconciliados, y, los del otro extremo, para ellos, para los quemados vivos, por un orden previamente establecido:
Carlos de Seso, Juan Sánchez, Cipriano Salcedo, fray Domingo de Rojas y Antonio Herrezuelo.
El de don Carlos era contiguo al del Doctor, que sería agarrotado previamente, y, antes de que el verdugo lo ejecutara, intentó hablar de nuevo al pueblo, pero el gentío, que adivinó su intención, prorrumpió en gritos y silbidos.
Les enojaban los arrepentimientos tardíos, que dilataban o escamoteaban lo más atractivo del espectáculo. En tanto al Doctor le ajustaban al cuello el tornillo del garrote, dos guardas desmontaron del borrico a Cipriano Salcedo y, una vez en el suelo, le sostuvieron por los brazos para evitar que cayera.
No podía tenerse en pie, pero vio a Minervina tan próxima que le dijo en un susurro: ¿Dónde te metiste, Mina, que no pude encontrarte?. Mas ya le habían cogido a peso dos guardas y le llevaban en volandas hasta el palo, donde le ataron. A su lado, en el de fray Domingo, proseguía el revuelo de sotanas, curas que subían y bajaban la escala, que se hablaban entre sí o corrían buscando clérigos más representativos para auxiliarle.
Entonces volvió a comparecer el padre Tablares, jesuita, que subió atropelladamente la escalera y tuvo un largo rato de plática con el penitente. El ajetreo de la muchedumbre no permitía oír sus voces, pero algo importante debió de decirle porque fray Domingo se ablandó, y el padre Tablares, desde lo alto de la escalerilla, encareció a voces a los curas que se encontraban al pie que buscaran sin demora al escribano, quien, al cabo de unos minutos, se presentó montado en una mula negra. Era hombre de media edad y barba corta, que familiarizado con su oficio, extrajo un papel blanco de la escribanía, mientras un fraile muy joven le sostenía el tintero. Fray Domingo miraba a un lado y otro como desorientado, ausente, pero cuando el padre Tablares le habló de nuevo al oído, él asintió y proclamó, con voz llena y bien timbrada, que creía en Cristo y la Iglesia y detestaba públicamente todos sus errores pasados. Los curas y frailecillos acogieron su declaración con gritos y muestras de entusiasmo y se decían unos a otros: ya no es pertinaz, se ha salvado, en tanto el escribano, firme al pie del palo, levantaba acta de todo ello y la multitud enfurecida protestaba de la intervención de aquéllos.