Cipriano, atado a la argolla del palo, los ojos cobardes posados en Minervina, sentía el empuje de la muchedumbre, la actividad de verdugos y alguaciles, sus evoluciones, sus voces. ¿Dónde estaba el suyo, su verdugo? ¿Por qué no comparecía? Le sobrecogió el alarido de la multitud, el golpe sordo del cuerpo agarrotado de fray Domingo al caer sin vida a su lado, la rápida acción del gigantesco verdugo empujándole a las llamas, el chisporroteo inicial. El gentío, defraudado al ver quemar un cuerpo sin vida, trataba ahora de desplazarse a la izquierda, frente a los cuatro reos que esperaban aún la ejecución, pero los ya instalados, al darse cuenta de sus pretensiones, forcejeaban con ellos y armaban pequeñas algaradas. El verdugo, ajeno a sus problemas, acababa de prender la hoguera de Juan Sánchez que ardía furiosamente y desprendía un acre hedor a carne quemada. Mas las llamas consumieron antes sus ligaduras que su cuerpo y Juan Sánchez, al sentirse libre, se agarró al palo y trepó por él, con agilidad de mono, gritando a voz en cuello y pidiendo misericordia. La muchedumbre aplaudía y reía ante su actitud simiesca. Juan Sánchez tenía achicharrado el costado izquierdo, la piel arrugada y gris, y, agarrado al extremo del palo, escuchaba las exhortaciones de un dominico, que por un momento le hicieron vacilar, mas, al volver la cabeza y reparar en la gallardía con que don Carlos de Seso aceptaba el suplicio, se dejaba quemar sin un gesto de protesta, dio un gran salto y se arrojó de nuevo a las llamas donde murió, dando brincos hasta que perdió el conocimiento.
La multitud apostada ante los palos rugía de entusiasmo. Los niños y algunas mujeres lloraban, pero muchos hombres, encendidos por el alcohol, reían de las batudas y torsiones de Juan Sánchez, le llamaban leproso y malnacido y remedaban ante los espectadores sus gestos y piruetas. Asimismo despertaron la hilaridad y las lágrimas de los presentes los contoneos y muecas del bachiller Herrezuelo, amordazado, las llamas reptando por su entrepierna, estirándose hasta abrasarlo, el alarido inhumano que escapó de su garganta una vez que el fuego devoró su mordaza y liberó su boca. Muchas mujeres cerraban los ojos horrorizadas, otras rezaban, las manos juntas, la mirada recogida, pero algunos hombres seguían voceando e insultándole. Cipriano apenas tenía una vaga idea de que había visto morir a Seso, a Juan Sánchez y al bachiller a su lado. Las llamas habían dado rápida cuenta de sus vidas y el pesado hedor de carne quemada se asentaba sobre el campo. Divisó al verdugo encaminándose al palo, la tea humeante en su mano derecha, y, entonces, volvió a cerrar sus ojos encarnizados y a encarecer de Nuestro Señor una señal. Un cura corría ahora hacia el verdugo, la sotana arremangada, suplicándole con violentos ademanes que demorara la ejecución. Era el padre Tablares. Llegó a la escala jadeando, se llevó una mano al pecho y se detuvo en el primer peldaño. Al cabo, subió de un tirón y juntó su rostro compasivo al del falleciente Salcedo. Jadeaba. Todavía aguardó unos minutos para hablar:
– Hermano Cipriano, aún es tiempo -dijo al fin-. Reducíos y afirmad vuestra fe en la Iglesia.
Los hombres silbaban. Cipriano entreabrió sus párpados hinchados y esbozó una tímida sonrisa.
Tenía la boca seca y la mente borrosa. Levantó la cabeza y miró a lo alto:
– C… creo -dijo- en la Santa Iglesia de Cristo y de los Apóstoles.
El padre Tablares aproximó los labios a su mejilla y le dio la paz en el rostro:
– Hermano -suplicó-, decid Romana, solamente eso, os lo pido por la bendita Pasión de Nuestro Señor.
La gente se impacientaba. Sonaban silbidos e imprecaciones.
Cipriano, con la nuca apoyada en el palo, miraba reconocido al padre Tablares. Por nada del mundo quería pecar de engreimiento. El verdugo les miraba impaciente, la tea en la mano derecha, mientras el escribano, pluma en ristre, esperaba al pie del palo la confesión del reo. Cipriano volvió a cerrar los ojos, a pedir una seña a Nuestro Señor. Sintió el latido doloroso en el párpado y murmuró humildemente, como excusándose por su obstinación:
– Si la Romana es la Apostólica, creo en ella con toda mi alma, padre -musitó.
La cólera del pueblo exigiendo la hoguera, la buena disposición del verdugo para complacerle, apremiaban al padre Tablares que, en un impulso paternal, levantó la mano derecha y acarició la mejilla del reo:
– Hijo, hijo, ¿por qué has de poner condiciones en esta hora? -dijo.
La angustia crecía en el pecho de Cipriano. Buscó una nueva fórmula que no le traicionara, que expresara sus sentimientos y, al propio tiempo, diera satisfacción al jesuita; unas tiernas palabras ambiguas:
– Creo en Nuestro Señor Jesucristo y en la Iglesia que lo representa -dijo con un hilo de voz.
El padre Tablares bajó la cabeza desalentado. No había más tiempo. Los espectadores pedían a gritos el sacrificio: voceaban, brincaban, alzaban los brazos. Los silbatos de los niños aturdían. El humo hacía llorar los ojos. Una mujer gruesa comía buñuelos tranquilamente junto a Minervina. El padre Tablares, consciente de su fracaso, descendió lentamente la escalerilla, vio a Minervina sollozando junto al verdugo y a éste mirándole a él atentamente. Entonces hizo la seña, un leve ademán con la mano derecha señalando la carga de leña, sobre el burrajo.
El verdugo arrimó la tea a la incendaja y el fuego floreció de pronto como una amapola, despabiló, humeó, rodeó a Cipriano rugiendo, lo desbordó. La multitud prorrumpió en gritos de júbilo cuando se produjo la deflagración y enormes llamas envolvieron al reo. Señor, acógeme -murmuró éste. Sintió un dolor intensísimo, como si le arrancaran la piel a tiras, en las caras internas de los muslos, en todo su cuerpo, con una intensidad especial en las yemas de los dedos.
Apretó los párpados en silencio, sin mover un músculo, resignadamente. El pueblo, sobrecogido por su entereza, pero en el fondo decepcionado, había enmudecido. Entonces rompió el silencio el desgarrado sollozo de Minervina. La cabeza de Cipriano había caído de lado y las puntas de las llamas se cebaban en sus ojos enfermos.
Declaración de Minervina Capa
En la villa de Valladolid, a veintiocho días del mes de mayo de mil quinientos cincuenta y nueve, estando los señores inquisidores don Teodoro Romo y don Mauricio Labrador en su audiencia de la tarde, ordenaron comparecer ante sí a Minervina Capa, de cincuenta y seis años, natural de Santovenia de Pisuerga y vecina de Tudela, que juró en forma debida decir la verdad.
Preguntada por la razón de su presencia en el quemadero en la tarde del 21 de mayo de 1559 y su relación con el relajado Cipriano Salcedo, la atestante manifestó que el interfecto había sido “su niño”, desde la muerte de su madre en 1517, que le había criado a sus pechos y le había atendido en sus necesidades. Manifestó asimismo que, terminada la crianza, esta testigo quedó al servicio de don Bernardo Salcedo, viudo y padre de la criatura, hasta que decidió internar al niño en el Hospital de Niños Expósitos para su formación, determinación que dolió mucho a la declarante.
Preguntada por el hecho de haber conducido la borriquilla hasta el palo, la atestante declaró que el reo iba muy enfermo de los ojos y las piernas, y que la idea de que ella le condujera partió del tío y tutor del interfecto don Ignacio Salcedo, presidente de la Real Chancillería, que había ordenado buscarla por todos los pueblos del alfoz mediante PREGONES, y hallóla, al fin, en Tudela de Duero donde residía desde su matrimonio con el labrantín Isabelino Ortega, al cual había dado dos hijos, ya mozos. Y que el dicho don Ignacio Salcedo al pedirle que acompañara a la hoguera a su sobrino, le hizo saber que de otro modo éste se iba a encontrar muy solo en esa tarde tan triste, momento en que esta declarante aceptó acompañarle como hubiera accedido -dijo- a morir en su lugar si así se lo hubiesen pedido.