Preguntada por las personas que hablaron con el reo en el palo, o si se le encomendó algún encargo para cuando el mismo falleciera, o si vio u oyó alguna cosa tocante a la herejía de la que debe dar cuenta al Santo Oficio, la atestante juró en forma de derecho que el día de autos no advirtió ni vio nada en el quemadero fuera de lo que a continuación iba a decir. O sea el gran número de religiosos y colegiales de la Santa Cruz que rodeaban al penitente más grueso, un fraile de mejillas sonrosadas al que decían fray Domingo, que al decir de ellos iba pertinaz. Pero que fue solamente el llamado padre Tablares el que le exhortó y convenció. Y que una vez terminada la asistencia, el mismo padre Tablares acudió al palo de “su niño” y le dijo: Hermano Cipriano, aún es tiempo. Reducíos y afirmad vuestra fe en la Iglesia Romana , pero que “su niño” abrió un poco los ojos enfermos y le dijo: Creo en la Santa Iglesia de Cristo y de los Apóstoles. Asegura esta declarante que el llamado padre Tablares porfió para que el penitente pronunciara la palabra “romana” a lo que el penitente respondió que si la Romana era la de los Apóstoles, como debía ser, creía en ella. Dijo asimismo que algo más debió de decirle el fraile a “su niño” puesto que estuvieron un rato con los rostros juntos pero que no guardaba memoria de lo que le dijo o tal vez no alcanzó a oírlo porque era mucho el jolgorio y la confusión que había en el quemadero.
Preguntada finalmente la atestante si vio u oyó alguna otra cosa que, por una razón o por otra, considerase que debe declarar al Santo Oficio, la atestante manifestó que, en todo caso, de lo que vio aquella tarde, lo que más la conmovió fue el coraje con que murió “su niño”, que aguantó las llamas tan tieso y determinado, que no movió un pelo, ni dio una queja, ni derramó una lágrima, que a la vista de sus arrestos, ella diría que Nuestro Señor le quiso hacer un favor ese día. Preguntada la atestante si ella creía de buena fe que Dios Nuestro Señor podía hacer favor a un hereje, respondió que el ojo de Nuestro Señor no era de la misma condición que el de los humanos, que el ojo de Nuestro Señor no reparaba en las apariencias sino que iba directamente al corazón de los hombres, razón por la que nunca se equivocaba. Por lo demás, terminó la declarante, no advirtió ni vio, ni oyó nada que su memoria guarde, aparte de lo transcrito.
Fuela encargado el secreto so pena de excomunión.
Fui presente yo, Julián Acebes, escribano.
(Declaración de Minervina Capa, de Santovenia de Pisuerga, en el informe de las personas que asistieron a las ejecuciones del día 21 de mayo de 1559.)
Biografia
Siguiendo a cierra ojos el currículo, copiamos la fecha de su nacimiento -17 de octubre de 1920- y ésta nos sirve para discutir, sin extendernos en exceso, el marco generacional que más le conviene. A caballo entre la generación de 1936 y la de 1950, dice Edgar Pauk que «Miguel Delibes equidista de [Camilo José] Cela y [Juan] Goytisolo, y participa de algunas características de ambos, pero se mantiene independiente de los grupos que ambos representan, de tal modo que no es reconocido ni por el uno ni por el otro»
Analizado en los elementos que lo componen, hay en el itinerario vital del escritor un curioso cruce de casualidades que lo conducen al quehacer literario. Tras cursar estudios en el colegio de La Salle y sufrir en su ánimo juvenil los estragos de la guerra civil, el joven Delibes toma los manuales de Derecho y Comercio con el propósito de labrarse un futuro gracias a tales conocimientos. Por un cauce inesperado, ingresa en 1941 como caricaturista en El Norte de Castilla, pero, como él mismo repetirá más adelante, la mano del destino es imprevisible, y su afición a las letras cobra impulso
En 1946 se casa con Ángeles, y animado en todo momento por ella, hilvana su primera entrega novelesca, La sombra del ciprés es alargada, con la cual ganará el premio Nadal e iniciará su trayecto profesional en este campo, gracias asimismo al decidido apoyo del editor Vergés. Al tiempo, gana las oposiciones para las cuales había estado preparándose, y para mayor tranquilidad de los suyos, consigue plaza como catedrático de Derecho Mercantil en la vallisoletana Escuela de Comercio. En paralelo, sube en el escalafón periodístico, y de redactor pasa a ocupar el puesto de subdirector de El Norte de Castilla. Eso ocurre en 1952. Seis años después, ya es director. Ni que decir tiene que su labor, aunque fructuosa, es complicada, sobre todo a la hora de sortear los interdictos de la censura. Su posición a favor de los sectores sociales más desfavorecidos no le facilita las cosas.
Forzosamente alejado de la vanguardia periodística, su trayectoria como novelista le permite difundir su filosofía vital por otros medios. No en vano, es ya un autor reconocido gracias a títulos como El camino (1950), Mi idolatrado hijo Sisí (1953), Diario de un cazador (1955) y La hoja roja (1959). Con esa trayectoria a sus espaldas, se propone denunciar en Las ratas (1962) la penosa situación en que viven muchos de sus paisanos…
Por otro lado, tras diversos viajes por Europa e Iberoamérica y una estancia como profesor visitante en la Universidad de Maryland, el escritor publica varios libros de viajes, muy celebrados por el público lector.
Un sustancioso capítulo de la literatura de Miguel Delibes lo componen aquellas obras cuya trama enmarca una profunda caracterización de los rasgos que prevalecen en la España de la primera mitad del siglo XX. Por esta vía, un vivo sentido del drama hispánico es la fuerza vinculatoria que une, más allá de sus particularidades y aun sin mezclar sus temas, entregas como Cinco horas con Mario (1966), Las guerras de nuestros antepasados (1975), El disputado voto del señor Cayo (1978) y Los santos inocentes (1981).
Delibes proclama su gusto por un antiquísimo deporte, la caza, a través del cual se ha ido formando un claro concepto de la fragilidad que caracteriza nuestro entorno.
Elegido miembro de la Real Academia el 1 de febrero de 1973, lee su discurso de ingreso el 25 de mayo de 1975
Aun sin paliar el dolor que le causa la desaparición de su esposa Ángeles, el público y la crítica salen al encuentro de Delibes, festejan sus virtudes literarias, y lo que es más importante, premian la sostenida coherencia de su ideario personaclass="underline" humanista, libre de pensamiento y ejemplo de virtudes ciudadanas, gracias sin duda a cierta fermentación del mejor liberalismo.
Dentro de estas consideraciones, el elogio generalizado se aprecia bien a la hora de llegar a manos de Delibes los galardones de mayor enjundia: el Príncipe de Asturias (1982), el Premio de las Letras Españolas (1991) y el Cervantes (1993). Menudean los tratados y monografías en torno a su obra, los cineastas codician los derechos de adaptación de sus novelas y las ventas de todas ellas exigen nuevas reimpresiones. No extraña, por todo ello, que la última entrega novelesca del escritor, El hereje (1998), sobrepase las perspectivas de sus editores. De hecho, esta magnífica expresión del conflicto religioso del siglo XVI, meditada profundamente, rica en ingredientes morales y plasmada con una riqueza de estilo que reúne lo mejor del temperamento del autor, da a entender que los límites de su obra completa aún no se han cerrado y admiten una gozosa dilatación.