– Parece que has conocido al rey Midas. Llega hoy. La suite del ático, por supuesto.
– ¿El rey Midas?
– Luca Montese. ¿Recuerdas la historia del rey Midas?
– Sí, se quedó sin nadie al olvidarse de su hija cuando deseó convertir en oro todo lo que tocaba.
– Exacto, eso es lo que dicen de Montese, salvo lo de la hija, claro. No hay nada en su vida más allá del dinero.
– Tengo entendido que está divorciado.
– Hace unos meses. Un asunto delicado. A los reyes les gusta tener un heredero, pero él nunca logró dejarla embarazada en seis años de matrimonio. Y luego ella tuvo un niño de otro hombre. Puedes imaginarte lo que eso significa. Por lo que se ve es una persona aterradora si no estás de su lado. Tiene un montón de enemigos y todos se burlan de él a sus espaldas, cosas como que no es capaz de hacer lo que cualquier hombre.
– Eso es una tontería; simplemente pueden ser incompatibles.
– O a lo mejor no puede tener hijos. Es lo que se comenta.
– Si son sus enemigos creerán lo que quieran.
– ¿Qué te pareció?
– Dejémoslo en que entiendo que tenga enemigos -contestó, tras pensárselo.
– ¿Por qué no buscas algo sobre él antes de que llegue?
Una vez en su habitación, Rebecca se conectó a Internet, y casi no encontró nada en las páginas inglesas, pero las italianas le informaron mucho. Raditore había crecido rápidamente de un negocio pequeño a un enorme conglomerado, a una velocidad que decía mucho de la habilidad y falta de escrúpulos de su dueño. Pero no había nada de su vida personal; quizá nunca la había tenido. Entonces se dio cuenta. El hombre al que había visto la pasada noche parecía no tener vida anterior más allá de su fijación por Rebecca, como si hubiera dado carpetazo a toda su vida salvo una parte. Ahora pudo sentir algo por él, y era pena. Ella se había congelado para protegerse de un dolor insoportable, y se preguntó si él habría hecho lo mismo.
Encontró multitud de tareas que hacer para no estar en el hotel cuando él llegara. Al regresar estaba de mejor humor, e incluso dispuesta a aceptar que necesitaban hablar. Estaba segura de que la llamaría para una cena tranquila. Entonces se pondrían al día y se libraría de todos sus fantasmas. Sintiéndose más tranquila y segura, se preparó para que sonara el timbre. Pero en lugar de ello llamaron a la puerta.
– Esto es para usted, señora -dijo un hombre que llevaba un paquete-. Firme aquí, por favor.
Cuando el hombre se hubo ido, abrió el paquete y encontró una caja de joyería. Dentro, vio el más fabuloso juego de diamantes que hubiera visto. Un collar de tres vueltas, pendientes, un brazalete y un broche. Su ojo experto le dijo que aquello valía casi cien mil libras. La tarjeta tan solo tenía escritas dos palabras: Per adesso. «Por ahora». Rebecca se sentó, alarmada al notar que estaba temblando.
Al fin hizo acopio de fuerzas y fue a la puerta. Tardó cinco minutos en llegar al ático, en los que le fue aumentando la ira, que soltó en cuanto él abrió la puerta.
– ¿Cómo te atreves? Quédatelo, y no vuelvas a hacer algo así nunca más -le advirtió. Él se echó hacia atrás para dejarla entrar a dejar la caja-. Te lo digo en serio; no quiero estas cosas. Luca, ¿en qué estabas pensando? No puedes enviarle algo así a un extraño.
– Tú no eres una extraña; no puedes serlo.
– Tengo que serlo después de todos estos años. Han pasado demasiadas cosas, somos distintos; y no acepto este tipo de regalos.
– ¿Quieres decir que no los aceptas de mí, porque no soy suficientemente bueno?
– No seas absurdo. Claro que eres bueno. ¿Cómo puedes decir eso después de nuestro pasado? Creo que merezco algo más de ti.
– De acuerdo, lo siento. A lo mejor no soy tan distinto de lo que era. A lo mejor sigo siendo el campesino al que tu padre miraba por encima del hombro. Puedo cambiar por fuera pero no en el interior. Oigo los desprecios, incluso cuando los susurran.
– Pero yo nunca te he despreciado.
– Entonces, ¿qué tiene de malo que te regale algo?
– Esto no es «algo», es una fortuna.
– ¿A él le aceptas diamantes?
– Luca, déjalo. No te voy a contestar.
– Es una pregunta sencilla -protestó él, frunciendo el ceño.
Rebecca lo observó mientras se preguntaba cuánto tiempo hacía que nadie se le plantaba, y decidió que mucho.
– Pues te daré una respuesta sencilla. Métete en tus malditos asuntos. ¿Quién te crees que eres para aparecer en mi vida después de quince años y creer que te va salir todo?
– Está bien, lo he manejado mal. Empecemos de nuevo.
– No, dejémoslo aquí. Nos hemos vuelto a ver y nos hemos dado cuenta de que somos unos extraños; no han saltado chispas. El amor se muere, y una vez muerto no se le puede revivir.
– ¿Amor? ¿Te he pedido yo amor? No te sientas tan halagada.
– Está claro que algo quieres a cambio de los diamantes. Y no me siento halagada porque no me halaga que me persiga un hombre que se acerca a una mujer como si estuviera comprando acciones. No soy una propiedad.
– ¿Ah, no? Anoche desde luego lo parecía.
– ¿Qué quieres decir con eso?
– Te exhibieron delante de mí, ¿o no? Primero te sentaron a mi lado, luego me llevaste al jardín. ¿Te crees que no me di cuenta de lo que pasaba? «Engatúsalo», te dijeron. «Haz que le dé vueltas la cabeza para que podamos exprimirle todo su dinero». ¿No fue algo así?
– Fue exactamente así -le dijo ella, desafiante-. ¿Por qué si no iba a haber salido contigo al jardín?
Fue cruel, pero estaba desesperada por hacerlo retroceder, pues le amenazaba la estabilidad que tanto le había costado alcanzar. Pero se arrepintió al verlo palidecer.
– Escucha, lo siento -se disculpó-. Ha sido una tontería injusta. No quería hacerte daño…
– No puedes -la cortó él-, no te preocupes.
Entonces llamaron a la puerta; era el servicio de habitaciones. Luca fue a abrir y Rebecca aprovechó para buscar un lugar donde dejar los diamantes. La puerta del dormitorio estaba abierta y vio una cómoda junto a la cama, con una gran lámpara encima. Luca aún estaba en la puerta principal y ella aún tuvo tiempo de meterse en el dormitorio y abrir el primer cajón para dejar los diamantes. Tuvo que mover unos papeles para hacerle sitio, y algunos se salieron del sobre en el que estaban guardados. Lo que vio la dejó paralizada. Se había caído una fotografía de una chica con la melena al viento y un rostro joven y expectante. Estaba sentada en lo alto de una verja, sonriendo al fotógrafo con una mirada llena de amor y alegría. La había tomado Luca cuando le había contado lo del bebé.
Y se la había guardado. Era como si alguien se lo hubiera devuelto. Entonces la rabia que sentía hacia él se desvaneció y quiso encontrarlo para compartir el momento.
– Luca…
Se volvió ansiosa y lo halló de pie en la puerta, observándola con un rostro que revelaba sus mismos sentimientos. Estaba allí de nuevo, el chico al que había amado, y que aún residía en algún lugar de aquel hombre agresivo y despiadado.
– Luca -repitió, y todo desapareció; el brillo en sus ojos quedó de nuevo cubierto por la máscara.
– ¿Qué estás haciendo aquí?
– No estaba husmeando.
– Entonces, ¿por qué estás aquí? -repitió, realmente enfadado.
– Estaba guardando los diamantes, por seguridad, pero no importa. Has guardado esta foto, todos estos años.
– ¿En serio? No me había dado cuenta.
– No puedes haberla guardado por accidente, o haberla traído contigo todos estos kilómetros por casualidad.
– Hay muchos papeles en ese cajón.
– Luca, por favor, olvida lo que ha pasado hace un momento. Los dos estábamos enfadados y hemos dicho cosas que no pensábamos.
– Tú a lo mejor. Yo no digo cosas que no pienso. No soy un sentimental; no más que tú.