– ¿Así que no la has guardado a propósito? -preguntó ella mirando la foto.
– ¡Por Dios, no!
– Bien, entonces deshagámonos de ella -y la partió en cuatro partes-. Ahora me voy. Los diamantes están ahí. Adiós.
Luca no se movió hasta que ella salió, pero entonces fue corriendo a recoger los pedazos e intentó volver a juntarlos con manos temblorosas.
Nada le estaba saliendo bien. La mirada que ella había descubierto en su rostro había sido su perdición. Sin pretenderlo, había roto sus defensas, y él las había reparado por instinto de la forma más cruel. Negándolo todo, la foto, lo que significaba para él. Lo había hecho sin darse cuenta, y en aquel momento habría dado cualquier cosa por retirar sus palabras.
Se había creído preparado para todo, pero la mujer sofisticada y glamorosa en que se había convertido lo había tomado desprevenido la noche anterior, haciéndole tambalearse. Tras aquello había dado un mal paso tras otro. Pero razonó que no era culpa suya, pues la cabezonería de ella no formaba parte del plan. Ahora quería golpearse la cabeza contra la pared y gritar.
Capítulo Cinco
A primera hora de la mañana del día siguiente Rebecca oyó que metían algo por debajo de la puerta. Miró el sobre sin tocarlo. Luego lo levantó y lo observó más rato, mientras pensaba que no debería abrirlo si no se quería meter en terreno peligroso.
Al final abrió la carta y percibió que no le había cambiado la letra, grande y confiada. Pero lo que decía daba indicios de algo más, casi como si estuviera confuso.
Tenías razón sobre casi todo. Pero el día que llegó tu padre no fue el último que nos vimos. Si quieres saber sobre el otro, te lo contaré. De otro modo dejaré de molestarte.
Luca.
Lo primero que se le vino a la cabeza fue que se trataba de un juego de palabras, pero lo desechó, pues la sutileza era algo de lo que él carecía. Decidió volver a la cama y pensar en ello. Una hora más tarde estaba llamando a la puerta de Luca, que abrió enseguida.
Vestía camisa blanca con muchos bordados por delante. Daba la impresión de que se había quitado la chaqueta tras una reunión y ahora llevaba el cuello de la camisa abierto.
– Me alegro de que hayas venido -gruñó.
– Quiero oír lo que tengas que decir, Luca, pero después me iré.
– Por Dios, no das tu brazo a torcer, ¿eh?, ni siquiera ahora.
– No, porque sea lo que sea lo que me tengas que decir, no va a cambiar nada. ¿Cómo has creído que lo haría, después de lo que hiciste?
– ¿Después de lo que hice? -repitió él-. ¿Qué es lo que hice?
– Por favor, no me hagas creer que no lo sabes. Hablamos de ello la otra noche, te quedaste el dinero que te dio mi padre.
– Claro. Tenía todo el derecho.
– Claro que sí -dijo ella con ironía-. Después de todo, me habías dado varios meses de tu valioso tiempo, y yo ni siquiera te recompensé con un hijo vivo; tenías que llevarte algo. Pero, ¿cómo crees que me sentí al oír a mi padre pavonearse porque habías cumplido sus peores expectativas?
– ¿Qué yo…? -preguntó, y frunció el ceño-. ¿Qué te contó?
– Que aceptaste su dinero para marcharte y no volverme a ver. Es otra razón para no tocar tus diamantes. ¿Crees que aceptaría algo de ti después de que me vendieras a él? Además, has pagado de más. Sé lo que valen esos diamantes, y debe de ser el doble de lo que él pagó por mí. ¿O son los intereses?
Durante un momento Luca se quedó tan callado que ella pensó que no volvería a hablar. Entonces juró con violencia, se dio la vuelta y se golpeó la mano con el puño.
– ¿Y has creído eso durante todos estos años?
– ¿Y qué querías que creyera? Me enseñó el cheque cobrado. Era tu cuenta, no disimules.
– Claro que era mía. Me pagó ese dinero; no lo niego.
– Entonces, ¿qué más tienes que decir?
– Te mintió sobre las razones. Me fui porque, cuando Frank se fue, yo estaba convencido de que todo era culpa mía, el estado en el que estabas, la muerte del bebé. Me sentía culpable por todo. Entonces te mandó de vuelta a Inglaterra, y yo no sabía a dónde. Volví a la cabaña y lo vi allí prendiéndole fuego.
– ¿Mi padre quemó nuestra casa? -preguntó ella sin poder creerlo.
– Nuestra casa. Sí, así fue. Me alegro de que te acuerdes. La quemó con sus propias manos. Por suerte hubo testigos y lo arrestaron. Se habría enfrentado a una temporada larga en prisión si yo no le hubiera dicho a la policía que había sido un malentendido y que no presentaría cargos.
– ¿Y por qué hiciste eso?
– ¿Por qué? -repitió con sonrisa cínica-. Por cincuenta mil libras, está claro. Ese fue mi precio por dejarlo salir. Le vendí su libertad, nada más.
– No lo creo -susurró ella, como había hecho hacía tanto tiempo.
– Lo atrapó el fuego y se quemó un brazo, ¿nunca te diste cuenta?
Entonces recordó un día en que su padre había llegado con el brazo en cabestrillo y le había contado que se lo había roto, pero meses después le había visto la marca y le había parecido una quemadura. Al preguntarle sobre ello, él se había enfadado y le había contestado con evasivas.
– Todos estos años me dijo que tú…
– Ya le habías oído ofrecerme dinero -le recordó él-, y habías visto mi reacción.
– Sí, ya me acuerdo. Me dijo que te habías vuelto en mi contra cuando perdí al niño y todo mi atractivo.
– Nunca lo perdiste, nunca. ¿Y de verdad creíste eso de mí? -preguntó, a lo que ella asintió-. Debiste haber tenido más fe en mí, Becky.
– Oh, Dios -susurró-. Todos estos años he creído que… Oh, Dios mío.
Creía que había tocado fondo hacía mucho, pero aquello era peor. Fue a la ventana y miró hacia la oscuridad, demasiado confusa para pensar.
– Debí haberlo sabido -dijo al fin-, pero no era yo.
– No, no volviste a ser tú desde el día que apareció tu padre. Te vi una vez después. ¿De verdad no recuerdas cuando fui al hospital?
– Siempre me pregunté por qué no volviste -contestó ella mientras negaba con la cabeza.
– ¿Crees que me habría dejado? Él era tu padre, tu familiar, y yo no era nadie. Si hubiera llegado un día más tarde habría sido tu marido, pero no lo era, y no tenía derechos.
– Sí -dijo ella, paralizada-. Recuerdo que dijo «entonces he llegado a tiempo». Quiso decir a tiempo para impedir que nos casáramos. Pero tú eras el padre del bebé.
– Antes de llamar a nuestra puerta, tu padre había untado al jefe de policía. Estuve entre rejas una semana.
– ¡Dios santo! ¿Con qué cargos?
– Cualquier cosa que se les ocurriera -contestó él encogiéndose de hombros-. No importaba, porque tampoco querían que estuviese mucho tiempo, sólo el necesario para su propósito. Creía que te estabas muriendo. Rogué que me permitieran verte, pero nadie me escuchó. Y por fin un día vino tu padre y me contó que el «pequeño bastardo», como lo llamaba, había muerto. Dijo que había sido culpa mía, que yo había provocado que perdieras el bebé por mi «comportamiento rudo»…
– Pero eso no es cierto -saltó ella-. Era él el que era rudo. No te peleaste con él, te quedaste como una estatua. De eso sí me acuerdo.
– Claro que fue así, porque tenía miedo de herirte.
– Entonces ¿cómo pudiste sentirte culpable sabiendo que no era culpa tuya?
– ¿Por qué se confiesa un hombre inocente? Porque le torturan la mente hasta que cree que lo que es verdad es mentira y viceversa. Estaba atormentado, con nuestra hija muriendo, deseando verte y sin poder acercarme; no le costó hacerme sentir que todo era culpa mía. Y luego me llevó a verte. Pensé que era mi oportunidad de abrazarte y decirte que te quería. Pero tú no estabas bien.
– Tenía una depresión post-parto muy grave, y creo que me dieron una medicación muy fuerte.