– No llores.
– No lo hago, de verdad. Me alegro de que haya pasado. Nunca, nunca sentiré que nos hayamos vuelto a ver y haber aclarado las cosas. Pero no puedo seguir.
– No te rindas tan pronto. Estoy aquí; puedes aferrarte a mí. Becky, toma lo que tenemos; yo no creo en «demasiado tarde».
– Ojalá yo tampoco lo hiciera. Por favor, deja que me vaya.
– Volverás a mí, Becky -dijo él, mientras la observaba todo el camino hacia la puerta.
– No. Por favor, créeme.
Desapareció antes de que él pudiera decir nada más, consciente de que estaba huyendo. Llegó a su apartamento y cerró la puerta, apoyándose en ella como si la persiguieran. Intentó sobreponerse; le esperaba un día duro y sabía que debía ser sensata y acostarse. Pero su cuerpo sentía demasiadas emociones y excitación para relajarse. Cerró los ojos mientras intentaba no imaginarse contra el cuerpo robusto de Luca, pero cuanto más lo intentaba, más lo sentía. Había empezado algo que no había terminado.
Todo cuanto tenía que hacer era ir con él en aquel momento. Pensó que podía estar dormido, pero sabía que no lo estaba. Su corazón le decía que estaba esperando, esperando el ruido del teléfono o de la puerta. Porque él sabía tan bien como ella que no habían llegado al final. Descolgó el teléfono y llamó al ático. Él respondió enseguida, con una voz tensa y de ansia.
– ¿Sí? -sabía quién llamaba.
Colgó; estaba temblando. Media hora más tarde estaba saliendo de su apartamento para dirigirse al ático. Se detuvo un momento ante la puerta y llamó. Él la abrió enseguida; la había estado esperando. Se la quedó mirando antes de abrazarla con fuerza, levantándola del suelo. Rebecca sintió su alivio cuando ella le correspondió el abrazo y lo besó en los labios. Aquello había sido inevitable desde el momento en que la había tocado, porque después ella necesitaba tocarlo una y otra vez. Necesitaba saber si su cuerpo era tan fuerte y excitante como lo recordaba.
– ¿Qué quieres? -le preguntó Luca.
– A ti -respondió ella sin despegar los labios, mientras le desabrochaba los botones.
Continuó él, desnudándose antes de desnudarla a ella. Cayeron juntos sobre la cama, perdidos por igual en un deseo que necesitaban saciar con el cuerpo del otro.
Por fin Rebecca se había despertado; cada centímetro de su piel vibraba con pasión y ansia, y le daba todo cuanto tenía o era, mientras reclamaba al único hombre que podía llenarla del todo. Luca siempre había tenido vigor, pero el tiempo y la experiencia lo habían aumentado. Se preguntaba cómo podían desvanecerse tantos años sin dejar rastro, cómo podían conocerse aún tan íntimamente. Cuando él se puso encima, ella tuvo un último momento de duda, pues aquel hombre era en esencia un extraño. Pero no le pareció un extraño cuando la penetró despacio y con esa fuerza que la había excitado entonces y que ahora lo hacía multiplicado por mil. Había tenido la carne dormida demasiado tiempo, y el despertar fue fiero y devastador.
Enseguida llevaron el mismo ritmo, y ella le pedía más, hasta que el placer fue tan fuerte que pareció explotar en su interior. Ahora veía luz por todas partes, una luz cegadora y mareante que llenó el mundo, el universo, y se dio cuenta de que era lo que había estado esperando durante todos aquellos años muertos y sin sentido.
Capítulo Seis
Bajó de las alturas para encontrarse abrazada con fuerza a Luca. Entendió entonces lo que siempre había sospechado, que el motivo por el que nunca había estado receptiva con ningún otro hombre era porque siempre había habido un único hombre para ella. Luca, directo, duro, vengativo, implacable, todo lo que ella odiaba. Pero aun así era él, porque siempre lo había sido, y una parte de ella nunca había cambiado. Entonces él dijo las palabras equivocadas.
– Ha estado bien -dijo, lo cual le heló la sangre-. ¿No lo ha estado?
– Sí -contestó ella siendo amable, pero se retiró.
– ¿Qué pasa? -preguntó él, que sabía que había metido la pata pero no sabía en qué.
– Nada. Me quiero levantar, por favor.
– Dímelo antes.
– Me quiero levantar.
– ¡Dímelo!
– Luca, si no me sueltas ahora mismo no volverás a verme.
La soltó, lo cual la sorprendió, pues no esperaba que aquella amenaza fuera a hacer efecto en un hombre tan duro.
– ¿Qué ha sido? -volvió a preguntar mientras ella se incorporaba y cubría su desnudez-. ¿Qué ha cambiado?
– Supongo que no debíamos esperar demasiado de una vez. Dejémoslo estar por ahora.
El tono de voz llevaba implícita una advertencia, a la que, sorprendiéndola de nuevo, él hizo caso. Al cabo de un rato el silencio fue tan tenso que lo miró y lo que vio la derritió. Su rostro mostraba la confusión dolida de un niño que no sabe qué ha hecho mal.
– Sí, ha estado bien -lo tranquilizó, mientras lo abrazaba.
– ¿Todavía sé cómo hacerte feliz?
– Sí. Como ningún otro.
– No quiero que me hables de nadie más -se enfadó él.
– No te lo voy a contar, pero mi marido existió. No he vivido en una burbuja todos estos años, igual que tú. He estado casada, igual que tú.
– ¡Ya basta! No quiero oírlo.
– Bien, no tienes por qué. No tienes que oír nada que no quieras -dijo, y se separó de él mientras buscaba su ropa. Al segundo él se puso a su lado.
– No te vayas, Becky. No quiero que te vayas.
– Creo que debo hacerlo -contestó ella, empezando a vestirse.
– No, no debes.
– No me digas lo que tengo o no tengo que hacer.
– No quería decir eso -se apresuró a decir él-. Mira, no te estoy tocando, pero por favor no te vayas. Por favor, Becky, lo haré bien. Sólo dime lo que tengo que hacer, pero por favor quédate. Te lo ruego.
Aquello la volvió a ablandar. De repente habían vuelto a los viejos tiempos, cuando aquel hombre fiero era masilla en sus manos, pero sólo en las suyas. Rebecca dejó lo que estaba haciendo y se inclinó para abrazarlo. Él la respondió, pero con cautela, como si tuviera miedo a enojarla de nuevo.
– Me da miedo que no vuelvas si te vas.
– Voy a volver; quiero volver a verte. Pero tómatelo con calma.
– No puedo. Lo quiero todo de ti ya. Quédate conmigo; vuelve a la cama.
– No, el hotel se va a poner en marcha pronto y no quiero arriesgarme a que me vean.
– Pasa el día conmigo.
– Está bien -contestó ella tras repasar mentalmente el día que había planeado-. Pero antes tengo que hacer un par de llamadas.
– Iremos a algún sitio donde no nos vea nadie que nos conozca. Pero tendrás que decir tú dónde; yo no conozco Londres.
– ¿No habías estado aquí nunca?
– Sí, en viajes cortos de negocios, habitaciones de hotel, viajando en la parte de atrás de los coches a conferencias y sin mirar nunca por el cristal porque estaba ocupado con el teléfono. No podría decir en qué se diferencia de Nueva York o Milán.
– Suena muy triste.
– También es tu mundo, Becky.
– Sí, pero yo me evado de vez en cuando.
– ¿En largos fines de semana en el campo con Jordan?
– Jordan es un tema prohibido.
– ¿Y si yo digo que no lo es?
– No hace ni un minuto has dicho que no querías oír hablar de nadie más.
– Haré una excepción con Danvers Jordan.
– Pero yo no.
– Tienen que ser tus reglas entonces, ¿no?
– Tú has dicho que no habláramos del pasado: son tus reglas y yo estoy de acuerdo. ¿Crees que puedes cambiarlas cuando te convenga? Piénsalo dos veces, porque no voy a bailarte el agua.
– Está bien, está bien, me rindo. Tus reglas.
– No tienes que rendirte, no es eso -le dijo ella, acariciándole la mejilla-. Pero no lo estropeemos.
– Lo que tú digas -contestó él, y le besó la palma de la mano.