– Bueno, hablabas de las ciudades que parecen iguales. ¿No echas de menos las montañas toscanas?
– Cualquier terreno verde -asintió él-. En Nueva York siempre digo que voy a ir a Central Park, pero aún no he ido. Una vez en Londres vi árboles y le dije al chófer que parara; pero sonó el teléfono y como llegaba tarde a una reunión le dije que arrancara otra vez.
– ¿Dónde estabas?
– Acabábamos de pasar un edificio redondo rojo. Creo que el chófer me dijo que daban conciertos en él.
– El Albert Hall. Los árboles que viste son de Hyde Park. Vamos allí entonces.
– Bien -aceptó él, y fue por el teléfono.
– ¿Qué haces?
– Llamar a mi chófer.
– No vamos a llamar a tu chófer, ni al mío -le dijo ella, poniéndole la mano encima.
– ¿No?
– No, vamos a salir a buscar un taxi, y así nadie sabrá dónde hemos ido.
Aquello sonó a conspiración, y de repente fue muy divertido. Bajaron por el ascensor, del que Luca salió un piso antes del último, de forma que si alguien lo reconocía en el vestíbulo lo vería salir solo. Nadie lo vería encontrarse en la esquina con Rebecca, que había ido por la escalera de servicio y ya estaba parando un taxi.
Hyde Park estaba a poco más de un kilómetro, pero la congestión de tráfico era tal que les costó tres cuartos de hora llegar.
– Verde -exclamó Luca, que miraba a todos lados con alegría-. Hierba, árboles.
Agarró a Rebecca de la mano y comenzaron a caminar por la hierba. A ella le llegó al alma que Luca, que había crecido en un paisaje de una belleza silvestre, pudiera aún sentir placer en aquel lugar con el césped recortado. Decía mucho de cómo se había desprendido de sus raíces.
– ¿Qué es eso? -preguntó, parándose en seco ante una franja de agua-. ¿Un río?
– No, es un lago muy largo y estrecho -rió ella-. Se llama Serpentina.
– Y alquilan barcas; las veo allí.
– Venga, hace años que no voy en barca por el Serpentina.
Alquilaron un bote y Luca remó con fuerza mientras ella lo observaba reclinada, disfrutando de la oportunidad de relajarse y mirarlo. Tras el tormento de los días anteriores le parecía que era bueno no pensar en nada más que en el precioso día y el placer de estar en el agua. Clavó la mirada en él y se dejó llevar por sus pensamientos.
Lo cual luego le pareció un error porque en medio de la satisfacción se vio observando las manos que la habían tocado con tanta pasión y al mismo tiempo tanta ternura la noche anterior. Y recordó también cómo ella había respondido, cómo había disfrutado de él y había pedido más. Los recuerdos la llevaron hasta su ex marido, al que ella llamaba «pobre Saul». Se merecía su lástima porque ella no había tenido ni medio corazón que entregarle, y casi ninguna pasión. Él se había encaprichado con ella y ella había sucumbido a su entusiasmo en la esperanza de encontrarle algún propósito a su vida. Pero lo había desilusionado, y en su resentimiento él la llamaba «el iceberg». Lo más amable que había hecho por él había sido dejarlo. Volvió de su ensueño para encontrar a Luca observándola con una gran sonrisa.
– ¿Qué? ¿Por qué me miras así?
– Intento comportarme como un caballero, pero no lo logro. Lo cierto es que en lo único que puedo pensar es en lo mucho que deseo hacerte el amor.
Aquellas palabras fueron como una señal que encendieron una mecha lenta en su interior. Hacía sólo unas horas que se había levantado, saciada, de su cama, y con tan solo tres palabras estaba lista para él otra vez.
– Entonces será mejor que remes de vuelta -le advirtió-. ¡Con cuidado! No volquemos.
Volvieron con tanta urgencia que casi cayeron al agua al bajarse del bote.
– ¿Dónde está la salida más cercana? -preguntó él.
– Por aquí -contestó ella, y corrieron hasta ella, pero se encontraron con otro obstáculo: el tráfico-. Oh, no. ¿Aún no ha terminado la hora punta? Tardaremos una hora en llegar al Allingham.
– No tenemos tanto tiempo -repuso él, apretándole la mano-. ¿Dónde hay un hotel?
– Luca -empezó a reírse ella-, no podemos…
– Becky, te juro que si no me llevas a un hotel te voy a hacer el amor aquí y ahora.
– ¡Quieto! -gritó ella cuando él empezó a tocarla-. Compórtate.
– Entonces encuentra un hotel. Rápido.
– Si cruzamos y giramos por aquella esquina hay varios hoteles en esa calle.
Así lo hicieron y Luca se paró en el primer hotelito que vio. Era un mundo completamente distinto del Allingham, con un pequeño vestíbulo y un cubículo para el recepcionista, que no estaba. Luca tuvo que llamar dos veces a la campanilla, y la segunda lo hizo con tanta fuerza que apareció una mujer agobiada que parecía enfadada.
– Quería una habitación, por favor -dijo Luca-. Ya.
– Aún no es mediodía -repuso la mujer, mirando al reloj que daba las once y media.
– ¿Importa?
– Si se la queda antes de las doce me temo que tendré que cobrarle dos días.
– ¿Cuánto cuesta la habitación por noche?
– Setenta libras por persona y noche. Supongo que querrán una habitación doble, ¿no?
– Sí -contestó Luca ya casi fuera de sí-. Queremos una habitación doble.
– Entonces son ciento cuarenta libras por una noche, así que a lo mejor prefieren esperar media hora y pagar solo una, que será mucho más barato.
– No es buena idea -saltó Rebecca-. Nos la quedamos ahora, gracias.
– Muy bien. ¿Nombre?
– Señor y señora Smith -contestó Rebecca.
– Ya veo -masculló la recepcionista, mostrando lo que pensaba al arquear una ceja-. Bueno, aquí llevamos un régimen liberal, pero me pareció que el caballero es extranjero.
– Es un extranjero que se apellida Smith -replicó Rebecca, impasible.
– Bien, si uno de los dos me firma aquí.
Rebecca se apresuró a tomar el bolígrafo, pues Luca estaba de tal humor que no era capaz de recordar con qué nombre tenía que firmar.
La habitación era básica pero aceptable. Luca cerró con llave y se giró hacia Rebecca, que ya se estaba quitando la ropa y lo miraba con ojos brillantes.
– Vamos, tortuga.
Aquello bastó para que él la alcanzara y ambos cayeron sobre la cama, buscándose con una intensidad febril. Sin sutilezas, sin fingir que aquello era algo más que lujuria frenética y desesperada, sin ataduras. Lo quería dentro de ella, y cuando tuvo lo que quería lo abrazó con fuerza mientras se arqueaba de forma insistente y lo miraba con una sonrisa que él le devolvió. Fue ella quien decidió que había llegado el momento, moviéndose cada vez más deprisa.
– Espera -le dijo él.
– No.
Intentó pararla, pero su propio deseo era incontrolable, y terminaron triunfantes y riendo. Cuando tuvo fuerza para moverse, Luca se sentó.
– Llevo pensando en esto desde esta mañana.
– Yo también. Luca, ya no sé quién soy. Nunca había sido así en toda mi vida.
– ¿Quieres que te diga quién eres? -le preguntó él, observando su desnudez y acariciándole de nuevo los senos.
– ¿Implica algo de ejercicio físico?
– Podría ser. A menos que estés cansada.
– ¿Quién está cansada? Todavía es pronto -contestó ella, y le hizo saber con gestos lo que quería de él, que él le ofreció una y otra vez.
– Debe de ser más de mediodía ya -dijo ella cuando permanecieron tumbados después.
– Son las tres. ¿Por qué has dicho que éramos el señor y la señora Smith?
– Tenía que decir algo.
– ¿Pero qué quería decir con lo del régimen liberal?
– Antiguamente cuando dos personas querían estar juntas se registraban como señor y señora Smith. Así que cuando en un hotel decías que te apellidabas Smith, bueno…
– Sabían que eran amantes extramatrimoniales -terminó él.
– Algo así.
– ¿Y por eso nos ha mirado así?