– ¿Sabías que iba a estar?
– Estaba bastante seguro. Sabía que iba a estar Jordan y como tú salías con él, me lo imaginé. También sabía que trabajabas en el Allingham, así que te iba a encontrar más tarde o más temprano.
– ¿Sabías que trabajaba en el Allingham? ¿Por eso compraste acciones?
– Sí.
– ¿Todo eso sólo para encontrarme? -se rió ella, sin poder creer lo que oía.
– ¿Importa cómo fue, cuando nos hemos vuelto a encontrar?
– Pero no nos hemos encontrado, ¿no lo ves? No, no puedes, ¿o sí? Y eso significa que estamos más alejados que nunca. Hubo una época en la que nunca me habrías mentido.
– Te habría contado la verdad al final -gruñó él-. Pero era importante y no podía arriesgarme. Tienes que ser tú; no puede ser nadie más.
– No me digas que has estado guardando tu amor por mí todos estos años. Te has casado, ¿recuerdas?
– Sí, y no fue bueno.
– Debió ser bueno durante un tiempo.
– Tuvo un hijo con un maldito peluquero -soltó él.
– Bueno, te fue infiel; pero eso no significa…
– Seis años y ni rastro de un bebé. Estéril para mí y fértil para él, ¡maldita sea!
Dijo esto último de forma violenta, con la cara desencajada. Rebecca lo miró asustada. Aunque ya se lo había dicho Nigel Haleworth, le empezó a asaltar una sospecha, aunque le parecía imposible, le parecía que se imaginaba cosas raras, que Luca diría algo que probara que no era cierto. Este seguía hablando, más para sí mismo que para ella.
– Tuve una hija una vez, pero murió. Ahora tendría quince años.
– Ya lo sé.
– ¡Quince años! Piénsalo.
– Pienso en ello todo el tiempo, cada año en lo que habría sido su cumpleaños. Pero no podemos devolverle la vida.
– Pero podemos crear otra vida; tú y yo. Lo que hemos hecho una vez podemos repetirlo.
– Luca, ¿qué estás diciendo?
– Quiero un hijo, Becky -le dijo, mirándola con brillo en los ojos-. Tu hijo.
– ¿Era eso lo que pensabas cuando mandaste a buscarme?
– Sí, es importante.
– Ya me imagino. Ahora está claro por qué no me lo dijiste.
– No podía.
– Por supuesto. No sería fácil, ¿verdad? Decirme: «Buenas tardes, Rebecca, me alegra verte después de quince años, ¿quieres ser mi yegua de cría?».
– No es eso.
– Es exactamente eso, maldita mente calculadora fría e insensible. Luca, nunca te perdonaré por esto, y si no entiendes por qué entonces has caído mucho más bajo que cualquier hombre que haya conocido.
– Está bien, está bien, no lo he manejado bien, pero…
– ¡Escúchate, «manejado»! ¿Sabes la cantidad de veces que usas esa palabra? Eso es lo que es para ti la vida, algo que hay que «manejar». Haz esto y todo saldrá acorde al libro de artimañas de Luca Montese. Haz lo otro y saldrá mal porque no habrás sido lo bastante despiadado. Pues nadie podrá acusarte de no haber sido lo bastante despiadado, pero puedo asegurarte que ha salido mal. Y nunca más volverá a estar bien.
– Estás empeñada en malinterpretar todo lo que digo.
– Al contrario. Lo he entendido muy bien. Quieres un hijo…
– Quiero «tu» hijo, tuyo, de nadie más. El hijo de cualquier otra no significaría lo mismo.
– ¿Quieres decir que como yo ya me he probado soy una apuesta más segura que una extraña?
– Es una forma muy dura de ponerlo -contestó él, pálido.
– Dime otra forma que se acerque a la realidad -dijo ella, y comenzó a andar por la habitación-. No puedo creerme a mí misma; pensar que he dejado que me tocaras después de lo que me dijo Danvers.
– Pero lo has hecho. ¿No es una prueba de lo fuerte que es lo que nos une?
– No, sólo prueba que juntos en la cama somos buenos; no hay nada más que nos una, Luca, sólo sexo, sexo y más sexo. Eres el hombre que más me ha excitado en toda mi vida, y admito que eso nos une bastante. De hecho nos une tanto que he estado contándome cuentos de hadas desde que te he vuelto a ver. He intentado con todas mis fuerzas creer que era suficiente, y supongo que para tu propósito es suficiente.
– Becky, no…
– ¿Por qué no? Es la verdad. Si quieres preñar a una mujer para poder alardear de tu fertilidad no necesitas amor o ninguna unión emocional. La lujuria fría y sin corazón sirve igual de bien, ¿no, Luca?
– Para, Becky.
– Claro que paro. Ya he dicho lo que tenía que decir. El sexo no es suficiente, aunque sea tan bueno, pero es todo cuanto tenemos. A lo mejor es todo cuanto hemos tenido nunca.
– ¡No! -fue un grito de agonía-. Eso no es verdad, no vuelvas a decirlo, ¿me oyes?
– Sigues dándome órdenes, sigues queriendo manejar a todo el mundo como si fueran peones de tu ajedrez. Pero no te preocupes, no tendrás que volver a oírme decir nada nunca. Vete, Luca, deja el Allingham, vende tus acciones, vuelve a Italia y alégrate de haberte librado de una mujer que no estaba dispuesta a meterse en cintura. Encuentra una mujer con la que ser sincero, si es que puedes correr el riesgo.
El portazo fue un gesto deliberado de desprecio. Se marchó antes de que él pudiera recuperar el habla. Entonces sonó el teléfono. Era Sonia con una montaña de problemas que habían surgido nada más marcharse él de Italia. La llamada reprimió el impulso de tirar el teléfono y salir detrás de Rebecca, de lo que luego se alegró, pues del humor en que estaba pensó que habría sido lo peor que podría haber hecho. A pesar de sus palabras seguía empeñado en que lo había manejado mal, y que lo mejor sería darle tiempo para calmarse, y entonces podrían hablar y ella vería las cosas como él; era sólo cuestión de manejarlo bien.
Trabajó hasta tarde, hablando con Sonia y enviando e-mails. Cuando se desconectó de la red era medio millón más rico que antes.
Se estaba preguntando si habría pasado el tiempo suficiente cuando llamaron a la puerta. La abrió sin creerse del todo que pudiera ser ella. Pero lo era, y lo saludó con media sonrisa, como si dudara sobre si contarle un secreto.
– ¿Puedo pasar?
– Claro -replicó él, y se echó hacia atrás intentando descifrar el humor en el que estaba-. ¿Significa esto que vas a dejar que me explique?
– No, para qué molestarse -contestó ella, riéndose, y entonces sonó el teléfono.
– Ahora no, Sonia.
– Termina lo que tengas que hacer -dijo ella tranquilamente-. No hay prisa.
Se dio prisa, porque había un tono en su voz que no conocía y quería saber más. Despachó enseguida la llamada y al girarse vio que Rebecca había cerrado todas las cortinas y estaba de pie con los brazos cruzados y con una sonrisa que sólo podía tener un significado. La tomó entre los brazos y ella se apoyó en él. Cuando lo abrazó él empezó a desabrocharle la chaqueta del traje y vio que no llevaba nada debajo. Nunca la había visto tan lanzada, así que aceptó la invitación con ansia. Una vez desnuda, Rebecca lo agarró del brazo y lo llevó a la cama, tumbándose sobre él. Entonces lo sujetó con un movimiento tan depredador como los suyos.
Las veces que habían estado juntos le habían proporcionado una nueva confianza y ahora lo guiaba y lo dirigía para que hiciera lo que a ella le gustaba. Sus caricias eran arrogantes por la seguridad de que tenía el poder, y le dio placer a su antojo. Su éxito llegó más allá de las fantasías más salvajes de Luca.
Rebecca tenía una extraña sensación de ser dos personas, y una de ellas flotaba sobre todo lo que estaba sucediendo y observaba a la mujer que parecía tan inmersa en hacer el amor de manera apasionada con aquel hombre, pero que al mismo tiempo estaba tan distante de él, de lo que ocurría y, espantosamente, de ella misma. Era fría, tan fría que parecía extraño que el hombre no se volviera de hielo en sus brazos.
Luca alcanzó a ver en sus ojos lo que creyó una mirada de desesperación, pero esta desapareció y todo cuanto supo fue que Rebecca se movía cada vez más deprisa mientras daba gritos incoherentes de placer. Adivinó que no estaba haciendo el amor, sino practicando sexo, lo cual lo dejó sin aliento.