Pasaron dos horas y después paseó por la ciudad durante una hora, en la que intentó aceptar lo que acababa de aprender. Cambiaba todo. Nada parecía ya lo mismo con el descubrimiento que acababa de hacer. Pero no tenía nadie con quien compartirlo.
Cuando se hubo aclarado un poco se encontró de pie frente a la casita en la que había vivido durante una época corta y feliz, y que ahora estaba ocupada por una gran familia a la que podía ver por la puerta abierta. Se acercó un poco y vio que el papel de las paredes era el mismo que había puesto Luca hacía quince años, uno con hojas verdes y amarillas. De repente las hojas empezaron a moverse. Rebecca se apoyó en el muro mientras se decía que pasaría pronto. Pero sabía más que eso. Entonces salió una mujer oronda, que se apiadó de ella y la invitó, casi la obligó, a entrar.
– Yo he estado igual con cada uno de los míos -le dijo-. ¿Hace mucho que lo sabes?
– Lo sospechaba -contestó Rebecca-, pero no he estado segura hasta ahora.
– ¿Y tu hombre? ¿Qué quiere él?
– Un niño. Su mayor ilusión es tener un hijo.
– Será mejor que se lo digas pronto -le recomendó, y se empeñó en acompañarla a la parada de autobús hasta verla subida y a salvo-. Díselo rápido -le repitió mientras se despedía con la mano-. Hazlo feliz.
Rebecca pensó que efectivamente le haría muy feliz, pero entonces ella habría caído en la trampa y no pensaba dejar que fuera así. Pero no tenía ni idea de qué otra cosa podía hacer. Le parecía estar en el centro de una brújula con la aguja apuntando hacia todas direcciones y ninguna adonde ir porque todas eran igual de confusas. Por fin decidió que sólo había un lugar en el que hacer lo que debía. La ira podía matizar la desgracia, pero no podía negarla totalmente. Necesitaba un sitio donde llorar por su amor perdido y enterrarlo al fin. Así que partió en aquella dirección.
Luca decía que cuando se quiere encontrar a alguien había que ponerlo en manos de profesionales, pero en aquella ocasión los profesionales le fallaron. Cuatro empresas diferentes la habían buscado durante tres meses en los que tan solo habían averiguado que Rebecca Hanley había ido a Francia en ferry. Después se había desvanecido. Al final comprendió que si había logrado eludir a unos rastreadores tan hábiles significaba que su decisión de abandonarlo era irrevocable. Cuando le hizo frente al hecho, los despidió y volvió a Roma, donde se centró en maximizar el potencial de Raditore.
– ¿Quieres decir hacer más dinero? -le preguntó Sonia cuando él utilizó la frase.
– Sí, quiero decir hacer más dinero. Vamos a ello.
Pero no hablaba con su mordacidad de siempre y aquello la alarmaba. Llevaba bien que Luca se pusiera salvaje, furioso y despiadado, pero no un Luca contenido.
– Vete -le dijo al fin-. Vete ahora mismo, pero no como cuando te fuiste a Londres y hablábamos todos los días. No eres útil ni para ti ni para nadie mientras estés aquí.
Luca siguió su consejo y condujo el coche hacia el norte, por Asís, Siena, San Marino. El tiempo era cada vez más fresco y disfrutaba de la conducción, pero todos los sitios le parecían iguales.
Al llegar a la Toscana visitó la empresa de construcción que había erigido con el dinero de Frank Solway y que aún era próspera bajo el mando de un buen gerente al que había puesto al cargo hacía mucho tiempo. Examinó las cuentas, felicitó al gerente por el trabajo y se marchó al ver que allí nadie lo necesitaba. Después se dirigió al lugar donde adivinó que siempre había querido ir al final.
Siguió el largo camino que se estrechaba al subir la colina. Allí estaban los árboles tras los cuales había oído voces airadas y entre los que se había metido para encontrar a una chiquilla enfrentada a tres hombres. El suelo estaba bacheado y podía estropear la suspensión de su costoso coche, pero ni siquiera lo notó; tenía la cabeza llena de visiones que le nublaban y lo provocaban ante su repentina resistencia a seguir. Se obligó hasta ver la casita de piedra, a cuya puerta se detuvo, salió y se quedó parado un momento, observando los restos de lo que había sido un hogar habitable. Gran parte del tejado se había caído al quemarse y se veían algunas vigas. Una de las paredes estaba derruida casi por completo, y a través de ella se veía el interior de lo que había sido un dormitorio, aunque ya no quedaba nada que ver. Había estado peor; ahora la devastación estaba semioculta por las malas hierbas que cubrían las paredes y la puerta.
Entonces algo lo detuvo. Vio que alguien había retirado las hierbas y por los cortes recientes comprendió que había sido hacía poco. Entonces escuchó un leve ruido en el interior y se enfureció por que alguien hubiera osado invadir un lugar privado para él. Rodeó despacio la casita y en la parte de atrás vio un triciclo con un remolque improvisado que era poco más que una caja con ruedas. Regresó a la parte delantera.
– ¡Sal! -gritó-. ¿Qué estás haciendo aquí? Sal ahora mismo, ¿me oyes?
No ocurrió nada, pero dejó de escuchar ruido.
– ¡Sal! O tendré que entrar yo.
Entonces oyó pisadas y vio una sombra en la puerta, de la que emergió una silueta. Al principio se quedó mirando con los ojos muy abiertos, sin poder creer que estuviera allí. Había temido no volverla a ver, había soñado con ella y ella ya no estaba cuando se había despertado. Hacía tres meses de su último encuentro, cuando lo había encandilado con la mejor noche de su vida antes de abandonarlo con un gesto de satisfacción. Ahora le parecía estar viendo un fantasma.
Vestía vaqueros y una chaqueta de lana y tenía una mano en la garganta para protegerla del frío. Ya no tenía su glamorosa cabellera, que se había cortado como un chico y había recuperado su tono castaño. Tenía el rostro pálido, más delgado y bolsas bajo los ojos, pero estaba serena. Se quedó en la puerta como si tuviera miedo a salir a un mundo del que no se fiaba. Él se acercó lentamente, por una vez no estaba seguro de sí mismo.
– ¿Estás bien? -le preguntó, a lo que ella asintió-. ¿Qué estás haciendo aquí, en un lugar tan sórdido?
– Es tranquilo -repuso ella-. No viene nadie.
– ¿Cuánto llevas aquí?
– No estoy segura. Una semana o dos, a lo mejor.
– Pero ¿por qué?
– ¿Por qué has venido tú? -preguntó ella.
– Porque es tranquilo -repitió él-. Al menos cuando no hay intrusos.
– Sí -asintió ella con una leve sonrisa-. Sí.
– ¿Cómo te las arreglas para vivir aquí? No es habitable.
– Sí si tienes cuidado. La cocina todavía funciona.
La siguió dentro y observó la cocina sorprendido por cómo había hecho aquello habitable. Lo había limpiado todo a conciencia, lo cual no era fácil sin electricidad. Se preguntó cuánto habría tardado en limpiar todo el polvo y fregar el suelo y las paredes. Entonces sonó la tetera que había puesto a calentar y ella le indicó que se sentara.
– Sé que te gusta con azúcar, pero me temo que no tengo. No esperaba visita.
– ¿No ves nunca a nadie?
– Nadie sabe que estoy aquí. Voy en bici al pueblo, lleno el remolque con lo que necesite, vuelvo lo más deprisa que puedo y la aparco fuera de la vista. Nadie me molesta.
– Estás muy decidida a esconderte. ¿Por qué? ¿De qué tienes miedo?