– De nada -contestó ella, que parecía sorprendida por la pregunta-. Salvo de que me molesten. Me gusta estar sola.
– ¿Aquí?
– ¿Conoces un lugar mejor donde estar sola?
Tras pensarlo él negó con la cabeza. Se bebieron el té en silencio. Luca quería decir más cosas, pero estaba nervioso y no sabía cómo hablarle. Aquella mujer, que llevaba una existencia precaria en una casucha en ruinas, se había impuesto de algún modo. Luca no sabía cómo, pero parecía haber descubierto una paz que lo excluía.
– ¿Te importa que mire? -preguntó.
– Claro que no. Es tu propiedad.
– No es una excusa para cotillear; sólo me interesa lo que has hecho.
No había mucho que ver. Salvo la cocina sólo el dormitorio era habitable, y sólo porque el tiempo era seco. Había retirado la cama del agujero en el techo y había colgado una manta con una cuerda para hacer una especie de pared entre ella y la parte expuesta. Una esquina de la cama se había quemado y había tenido que sustituir la pata con una caja de madera. La cama estaba cubierta por una colcha que él recordaba de su infancia.
– Espero que no te importe. La encontré en un armario y cuando la lavé parecía estar bien.
– No, no me importa. La hizo mi madre, pero parece ser todo lo que tienes en la cama.
– Uso un cojín de almohada y me acurruco. Es cómoda y calentita.
– Calentita ahora, pero el tiempo está cambiado.
– Me gusta -repitió ella con cabezonería.
Luca abrió la boca para protestar, pero se dio cuenta de que tenía razón. El lugar era acogedor y, aunque no era caliente, daba una sensación de calor. Pensó en el Allingham con su perfecto climatizador y todo cuanto pudo recordar fue desolación.
– Bueno, si te gusta, es lo que cuenta -dijo, y volvió a la cocina, donde abrió un armario-. ¿Esto es toda la comida que tienes, café instantáneo?
– Sí -dijo ella, sonriendo levemente por el tono escandalizado de su voz-, me temo que es instantáneo. Me doy cuenta de que para un italiano es como una blasfemia.
– Tú eres mitad italiana. El espíritu de tu abuela debería levantarse y regañarte.
– No te preocupes, tengo más comida. La verdura está fuera, que hace más fresco.
Luca recordó que fuera, junto a la pared, había un armarito de ladrillo y puerta de madera, que también había sido limpiado y cuyos estantes tenían papel de periódico nuevo y en el que había verduras.
– ¿No tienes carne?
– Debería seguir yendo a la ciudad a comprar la carne.
Él masculló algo y regresó dentro de la casa. Ella le sirvió más té.
– Está muy bueno -apreció él-, y no sabe a quemado. Siempre que he hecho té aquí he acabado lamentándolo.
– ¿Has vuelto muy a menudo?
– De vez en cuando vuelvo y corto las malas hierbas, pero siempre han vuelto a crecer para la siguiente vez que vengo.
– Me pregunto por qué no lo has reconstruido.
– Siempre he pensado en hacerlo.
– ¿Por qué has venido hoy?
– Estaba cerca. No sabía que estuvieras aquí, si es a lo que te refieres.
Habría sido normal preguntarle entonces a ella por qué había escogido aquel lugar como refugio, pero estaba demasiado confuso, y concentrado en el té.
– Has hecho maravillas aquí -dijo al fin-, pero aún es muy duro. Si te pasa algo ¿quién va a ayudarte?
– Estoy bien -respondió ella encogiéndose de hombros.
– Es igual. No me gusta que estés aquí sola. Sería mejor que te… -Se detuvo. Ella lo estaba mirando y tuvo la extraña sensación de que se había cerrado contra él; era como una pesadilla en la que ya había estado-. Sólo me preocupo por ti.
– Gracias, pero no hace falta -contestó ella con amabilidad-. Luca, ¿quieres que me vaya? Entiendo que es tu casa.
– Sabes que no tienes que preguntarme eso. Es tuya todo el tiempo que quieras.
– Gracias.
Luca salió y anduvo a zancadas alrededor de la bici.
– ¿Funciona de verdad eso?
– Sí, si insisto -sonrió ella-. Y no podría traer la leña para la cocina en el coche.
– Pronto vas a necesitar más. Bueno, me voy a ir. Adiós.
Sin más palabras se fue a su coche. Un ligero gesto de despedida y se había ido. Ella se quedó mirándolo hasta que el coche desapareció.
Capítulo Nueve
Rebecca intentó poner en orden sus sentimientos. Le había impactado ver a Luca, aunque los gritos de este desde fuera de la casa la habían preparado a medias. No estaba como ella había esperado. Estaba más delgado y no había enfado sino confusión en su mirada. En aquel momento le había costado recordar que eran enemigos. Después de todo, tampoco tenían mucho que decirse; eran personas civilizadas. No le podía haber dicho que la había utilizado y engañando para tener un hijo, y él no le podía haber dicho que se había reído de él con una pretensión de amor que en verdad era una demostración de poder. No lo podían haber dicho con palabras, pero lo habían hecho en silencio.
El encuentro había sido menos tenso de lo que hubiera cabido esperar. Él no le había hecho preguntas incómodas ni indiscretas y, salvo por un momento, no le había perturbado su tranquilidad.
Se dijo que se alegraba de haberlo visto marchar, pero ahora la casita le parecía demasiado solitaria sin él. Se estremeció un poco y se apretó la chaqueta. Había refrescado muy deprisa y el lugar no era tan acogedor como había pretendido. Las últimas noches se había quedado levantada hasta tarde porque la cocina de leña era el único sitio con calor de la casa. Había intentado dejar la puerta del dormitorio abierta, pero el calor se iba por el techo abierto.
Se puso a cocinar verdura para la cena y se dio cuenta de que le quedaba poca agua, así que salió con una jarra a la bomba de agua, cosa que odiaba porque estaba vieja y oxidada y necesitaba todas sus fuerzas. Estaba a punto de apretar la manivela cuando vio que se acercaba un coche. Era Luca, que regresaba. Dejó la jarra en el suelo y observó al coche recorrer el camino hasta la casa. Luca salió, la saludó con la cabeza y empezó a sacar de la parte de atrás algo que llevó directamente al dormitorio, donde dejó un montón de paquetes en la cama. Parecía haber asaltado toda la ciudad en busca de sábanas y mantas.
– Estaré sólo un momento y luego me voy -dijo con brusquedad antes de que ella pudiera hablar, y volvió al coche, del que sacó una caja de cartón que puso sobre la mesa y que contenía comida, verduras frescas y latas.
– Luca.
– Esto es todo -dijo él, y corrió a la puerta. Pero en lugar de volver al coche, fue a la bomba y empezó a manejarla con fuerza.
– Una jarra no te va a durar mucho. Tráeme cualquier otro recipiente.
Ella le llevó dos jarras más y cuando las hubo llenado, él las metió en la casa.
– Luca…
– No quiero tenerte en mi conciencia -la detuvo él a toda prisa, y cuando ella abrió la boca gritó en tono desesperado-. ¡Cállate!
Silencio.
– ¿Puedo darte las gracias? -preguntó Rebecca al fin.
– No hace falta -soltó él, y se fue antes de que pudiera decirle más.
Barruntó algo a través de la ventanilla que podía haber sido una despedida, y al momento ella vio alejarse las luces traseras hasta desaparecer.
En el dormitorio Rebecca se puso a mirar lo que le había llevado y vio que había ropa de cama suficiente para pasar las frías noches. Nada caro, nada para abrumarla, sino el regalo de un amigo que había pensado en ella, si quería tomárselo así. Entonces recordó la caja de comida y algo le hizo correr a la cocina para investigar el contenido. Al no encontrar lo que esperaba la búsqueda se tornó febril, aunque no podría decir si intentaba probar que Luca era peor o mejor de lo que sospechaba. Había varios cartones de leche, los cuales agradeció, té, una caja de pastas, pan, mantequilla, jamón, huevos, latas de fruta y dos filetes grandes y con muy buena pinta.