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Pero no había azúcar. Ni café molido. Cualquiera de ellas habría significado que Luca tenía intención de regresar, pero su ausencia la dejó sin saber qué pensar.

Aquella misma noche se hizo uno de los filetes, que comió con pan y mantequilla y lo mojó con un tazón de té. Al hacerse la cama no lamentó cambiar las sábanas ásperas por las nuevas suaves, aunque volvió a colocar la colcha encima.

Antes de retirarse se premió con otro té con pastas y se deslizó con gran alegría entre las sábanas. Esperaba quedarse en vela mucho tiempo, intrigada por la repentina aparición de Luca, pero se quedó dormida casi enseguida y durmió a pierna suelta ocho horas.

Por la mañana se sentía como nueva. Llevaba tiempo planeando ir a la ciudad para aprovisionarse, pero Luca se lo había ahorrado, de modo que podía mantener su intimidad más tiempo y pasar el día con su pasatiempo favorito: leer uno de los libros que había llevado consigo. Se preguntó si debía limpiar la casa a fondo antes por si él regresaba, pues no quería que pensara que le estaba descuidando su propiedad. Así que se puso a recogerlo todo, barrió y limpió el polvo. Pero siguió sin oír el coche y la casa le empezó a resultar demasiado silenciosa.

En el jardín había una zona de hierba a la que le daba bien el sol y donde podía leer a gusto en una silla. Otra ventaja era que desde allí no veía el camino por el que él debía llegar, en caso de que volviera.

Estuvo leyendo un rato y después se fue. Cuando por fin vio un vehículo no era el lujoso coche de Luca, sino una furgoneta vieja que traqueteaba por el camino hasta llegar al agujero en la valla que servía de puerta. Luca sacó la cabeza por la ventanilla.

– ¿Tengo espacio? -le gritó.

– Creo que no -respondió ella tras observar el hueco. Entonces él se bajó para asegurarse.

– No, le faltan unos quince centímetros -comentó-. Está bien, lo arreglaré.

Fue a la parte de atrás de la furgoneta y regresó con un enorme martillo con el que golpeó la madera hasta que cedió. Vestía vaqueros y una camiseta y era un hombre muy distinto del que ella había conocido recientemente. Un último golpe terminó por demoler la madera y le permitió acercar más la furgoneta a la puerta principal. Se bajó de un salto y miró al cielo y después a su reloj.

– Bueno, tengo tiempo para empezar.

– ¿Para empezar qué?

Pero ya estaba en la parte de atrás de la furgoneta abriendo las puertas. Dentro había un montón de tablones y una escalera, que sacó y colocó contra la pared de la casa justo debajo del agujero del tejado. Mientras Rebecca lo observaba subió a inspeccionar los daños. Pareció satisfacerle lo que vio, pues volvió a bajar tras mover un par de vigas.

– Estaría bien un poco de té -dijo.

Lo dijo con esperanza pero sin mirarla, y ella supo que lo que dijera sería crucial. Sólo le costaría una palabra debilitarlo con el desaire que notaba que él temía, o colocar su relación en una nueva base sin tensiones. El futuro se iba a decidir en aquel momento.

– ¿Ya quieres té? -preguntó con una ligera sonrisa-. Si acabas de llegar.

– Pero los ingleses siempre dan té a sus trabajadores. Si no, no se termina ningún trabajo.

– En ese caso pondré la tetera a calentar.

Ya estaba hecho. Para bien o para mal le había hecho posible quedarse. Mientras hacía té lo escuchó trastear en el tejado hasta que bajó, fue a la furgoneta y regresó con una escalera más pequeña que metió en el dormitorio. Rebecca sabía que revisaría si había usado las sábanas y mantas que le había llevado, y se alegró de haberlo hecho. Un momento después lo encontró en la habitación inspeccionando el techo por dentro.

– Esas vigas no aguantan nada de peso. Las voy a tener que quitar así que durante un tiempo tendrás aún menos tejado.

– Apenas notaré la diferencia -apuntó ella alegremente-. Un agujero grande o un agujero muy grande, el efecto es el mismo.

– Cierto. Me alegra ver que tienes el espíritu emprendedor adecuado.

– ¿Quieres decir que lo voy a necesitar? De acuerdo, estoy preparada para lo peor.

– Tienes suerte de que aún no se te haya caído nada. Mira ahí -dijo, señalando arriba.

– Déjame mirar más de cerca.

Él le sujetó la escalera para que subiera a ver de lo que estaba hablando. Las vigas eran menos robustas de lo que parecían desde abajo y no habrían aguantado mucho más.

– Baja, que las quito -le dijo Luca.

– ¿Van a caer sobre la cama?

– Algunas sí.

– Entonces deja que la cubra -le pidió, y él la ayudó a protegerla con las mantas viejas.

– Vale. Deja espacio libre.

De nuevo estaba dando órdenes, pero no la irritó como anteriormente, pues en aquello tenía experiencia. Tampoco le apeteció mucho acercarse cuando él empezó a martillar y a lanzar trozos de madera, algunos de los cuales cayeron fuera pero otros dentro. Después de hacer un gran ruido, Luca observó satisfecho el resultado y empezó a retirar la madera. Trabajaba con eficiencia sin parecer darse cuenta de que estaban en el dormitorio de Rebecca. Sólo habló cuando esta intentó levantar un tablón.

– Si tú haces eso, ¿para qué estoy yo?

Ella se retiró y esperó a que él recogiera toda la madera. Luego insistió en ayudarle a recoger las mantas con toda la carga de astillas. Juntos las llevaron fuera para sacudirlas.

– Ahora estamos los dos hechos un asco -dijo él, sacudiéndose la suciedad del pelo y la ropa-. Tengo que ir al pueblo, así que lo haré antes de mancharme más. ¿Quieres algo?

– Sí, por favor -contestó ella tras pensarlo un poco-. Azúcar y algo de café del bueno.

– Bien -respondió él-. ¿Nada más?

– No, gracias. Nada más.

Luca subió a la furgoneta y se marchó con gran estruendo. Estuvo fuera una hora y regresó con más provisiones. Llevaba comida, leche, carne y pasta, y la parte de atrás estaba llena de leños de treinta centímetros cada uno.

– Para la cocina. No te quedarás sin leña en un tiempo.

Rebecca había planeado ir al pueblo por más leña. Pero era una tarea dura para sus constantes mareos y náuseas. Se preguntó si él sospecharía, pero era demasiado pronto para que se le notara y Luca no era suficientemente perceptivo. Sin embargo, cuando intentó levantar unos leños él la detuvo enseguida.

– ¿Por qué no te llevas eso? -sugirió, indicándole la caja de la comida-. Yo me conformo con algo de pasta. Encontrarás verdura, salsa de tomate y queso rallado.

Aquello no significaba nada, pensó ella. Estaba claro que quería hacer el trabajo pesado por orgullo. Además recordó que él siempre había sido muy caballeroso; recordó cómo le había gustado esperarla y mimarla, como si fuera demasiado valiosa como para ser tocada; la dulzura con la que le hablaba sin levantar nunca la voz e intentando ponerse de forma protectora entre ella y el mundo. Estaba claramente chapado a la antigua. Pero ella era una mujer moderna e independiente que no necesitaba tantos mimos, aunque se le suavizó la mirada al recordar lo maravilloso que había sido.

– ¡Oye! -gritó Luca, sacándola de su ensueño.

– Perdona, ¿me decías algo?

– Sí. Te preguntaba si vas a hacer la pasta o te vas a quedar ahí soñando todo el día. Aquí tienes un hombre hambriento; muévete.

Para su desconcierto, ella se echó a reír. Intentó parar pero no lo podía controlar.

– Becky.

– Lo siento. Intento, intento…

– ¿Qué te hace tanta gracia? -preguntó él, agraviado.

– Es sólo el contraste; no importa. No es nada importante.

– Si no es importante ¿qué te retiene de alimentarme antes de que me muera de hambre?

– Nada. Ya voy.

Agarró la caja y corrió dentro sin dejar de reírse. Le costó controlarse pero al poco se sintió mejor. En cierto modo el incidente le había devuelto el sentido de la proporción, que necesitaba recuperar. Había tenido muy poca mano para la pasta la primera vez que llegó a aquel lugar, pero había mejorado y ahora no se le daba mal.