– Me estás tomando el pelo.
– No, de verdad. Excepto tú, dejo que todo el mundo crea que fue una pelea.
– ¿Cómo pasaste de constructor a lo que eres ahora?
– Compré un terreno para construir. Su valor creció y de repente me había convertido en especulador. Da más beneficios comprar y vender casas que construirlas, así que me concentré en eso. Una vez que empecé a hacer dinero no pude parar. De hecho no es difícil hacer más dinero del que necesitas si te dedicas a ello en cuerpo y alma las veinticuatro horas del día y no piensas en otra cosa.
– Pensarías en otra cosa. ¿Y tu mujer?
– Drusilla se casó por mi dinero.
– ¿Y tú por que te casaste?
– Era un símbolo de estatus -contestó él tras pensarlo un rato-. Su familia tiene un título muy antiguo y pocos años antes ni me habría mirado. Eso me hacía sentir bien -contó él, e hizo una mueca-. No es agradable, ¿verdad? Pero yo no soy un hombre agradable, Becky, nunca lo he sido. Tú me hacías ser mejor, pero sin ti volví a ser lo que soy.
– ¡No! -gritó ella violentamente-. Eso es demasiado fácil, demasiado simple.
– Es la verdad sobre mí. Y no hace tanto tú eras la primera en decirlo. Si yo puedo aceptarlo, ¿por qué tú no?
– Porque yo no creo que sea la verdad. Nadie puede explicarse de forma tan simple. Luca, ¿intentas hacerme sentir que es culpa mía, que en cierto modo te dejé tirado?
– No, sólo digo que no puedes luchar contra el carácter natural de la gente.
– ¿Qué naturaleza? ¿Quién sabe cómo es el carácter natural de nadie? No está fijado; se desarrolla según lo que te pase.
– Es muy dulce por tu parte que me defiendas.
– No te defiendo. Te estoy llamando idiota descerebrado.
– Yo sólo digo que me conozco.
– Tonterías. Nadie se conoce tan bien.
– En aquella época en Carenna, cuando lo único en que podía pensar era en cuidar de ti… Nunca había sido sumiso y suave con nadie antes, y nunca lo volví a ser.
– Nunca tuviste un niño con nadie más.
– Eso es verdad -respondió él en voz baja.
Tan concentrada en sus razonamientos, no se dio cuenta de la fosa que acababa de abrir a sus pies hasta que cayó en ella. Había olvidado la causa de su pelea y al recordarla se quedó en silencio.
– ¿Quieres hablar de ello? -le preguntó él.
– La verdad es que no -se apresuró a contestar ella-. No hay nada de qué hablar.
– No, supongo que no.
Capítulo Diez
Estaba recogiendo las sobras del aperitivo y preparándose para entrar cuando oyó una voz detrás de ella.
– Lo siento, Becky, por todo.
– ¿Qué? -se volvió a toda prisa, sin estar segura de haber oído aquellas palabras, pero Luca ya se estaba levantando.
– Es hora de que vuelva al trabajo -dijo este, estirando las piernas-. Veamos hasta dónde podemos llegar hoy con el tejado.
Fijó unas cuantas vigas hasta que la luz fue demasiado débil y entonces sacó una techumbre de fieltro de la furgoneta.
– Lo clavaré al agujero esta noche para que te tape. Mañana con suerte estará terminado.
Cuando lo hubo fijado en su sitio comió tan rápido como pudo lo que Becky le había preparado. Esta había esperado que pudieran hablar más, pero él se despidió y se fue.
Había hecho los arreglos justo a tiempo, pues aquella misma noche el cielo se abrió. Ya había terminado el verano y la primera tormenta de otoño fue impresionante, sobre todo para la mujer que miraba hacia el techo, preguntándose cuánto aguantaría. Pero no caló ni una gota. Como constructor Luca no tenía precio.
Justo cuando se estaba empezando a relajar Rebecca oyó un ruido en el exterior y se sentó de golpe para escuchar, pero el sonido de la lluvia solapaba todo lo demás.
Al final salió de la cama y se puso una bata para salir. El viento la empujó con tal fuerza que se tuvo que agarrar para que el viento no la metiera de nuevo en la casa. Tomó aire y miró la lluvia caer como una sábana. No vio ningún signo de problemas, pero oyó otro ruido en la esquina de la casa y se dirigió hacia ella. Llegó justo cuando un relámpago iluminó el cobertizo donde guardaba la leña y vio que se había desprendido el tejado.
– Fantástico -dijo, pues pensó que se le mojaría toda la leña y no sólo no ardería sino que llenaría la cocina de humo.
Sólo podía hacer una cosa. Recogió un montón de leños y se tambaleó hasta la puerta. Por el camino se pisó el cinturón de la bata y se cayó en el barro. Maldijo furiosa y se levantó sin quitarle el ojo a los leños empapados, ayudada por la luz de los rayos.
– Becky, ¿qué estás haciendo aquí? -sonó de repente la voz de Luca.
– ¿A ti qué te parece, que estoy bailando? Se ha caído el cobertizo y la madera se está mojando más aún que yo, lo cual ya es bastante.
– Vale; yo lo llevaré. Tú entra a secarte.
– No mientras quede madera.
– Lo haré yo.
– Una persona tardaría demasiado. Se va a empapar.
– He dicho que lo haré yo.
– Luca, te juro que si dices eso una vez más te rompo la crisma.
– Sólo intento cuidar de ti.
– ¡Pues no lo hagas! No te lo he pedido. Haré yo sola lo de la madera.
– No vas a hacerlo tú sola -contestó él, subiéndose por las paredes-. Mientras discutimos se está mojando.
– Entonces vamos -dijo ella, y fue por los leños antes de seguir discutiendo.
Cuando habían llevado la cuarta parte de la madera, él propuso.
– Eso es todo. Hay suficiente para unos días. Mientras podemos seguir metiendo el resto y secarlo.
– De acuerdo. Entra y sécate.
Fueron chapoteando a la puerta, y por el camino Luca cerró la furgoneta de un portazo que mostró lo que sentía. Una vez dentro, Rebecca encendió unas velas y rebuscó en un armario, agradeciendo que el único lujo que se había permitido habían sido unas toallas de la mejor calidad y dos enorme albornoces.
– ¿Por qué no me has llamado? -le preguntó Luca mientras se sentaba con el albornoz.
– Porque no soy una mujercita indefensa.
– Pero eres muy torpe -refunfuñó él.
– Oh, cállate -dijo ella mientras le tiraba una toalla a la cabeza y se secaba la suya.
– ¿A qué ha venido eso? Sólo digo que podías haber llamado a la puerta de la caravana y haberme despertado.
– Me sorprende que no oyeras caerse el cobertizo, con el ruido que ha hecho.
– Pues no lo he oído. Ha sido pura casualidad que me haya despertado. Si no, supongo que lo habrías metido todo dentro.
– No, habría sido sensata y habría parado, como hemos hecho -se defendió ella, a lo que él gruñó-. Y no gruñas como si no creyeras una palabra de lo que te digo.
– Te conozco. Dirías cualquier cosa para ganar una discusión.
– Sí -contestó ella con sonrisa maliciosa-, lo haría. Así que no me provoques.
– No, si ya tengo heridas de eso, ¿no? -preguntó él con ironía.
– Los dos tenemos heridas -le recordó ella-. Viejas y recientes.
– Pero todavía me hablas -dijo él con curiosidad.
– No, hablo con el hombre que me ha arreglado el tejado. Es difícil encontrar buenos obreros.
– Mi única habilidad honrada -rió él.
– No seas tan duro contigo.
Rebecca pensó que él diría algo, pero sólo agarró la toalla y siguió frotándose la cabeza. Ella hizo té y unos bocadillos y comieron en silencio. Luca parecía cansado y abstraído, y ella se preguntaba si estaría lamentando haber comenzado aquello.
– ¿Qué pasó contigo? -preguntó de repente el italiano.
– ¿A qué te refieres?
– ¿A dónde te evaporaste?
– ¿No te lo han contado tus detectives?
– Te siguieron el rastro hasta Suiza, pero se perdió. Supongo que es lo que pretendías.
– Claro. Sabía que contratarías a los mejores y que mirarían los aviones, los ferrys y cualquier sitio con control de pasaporte, así que crucé la frontera entre Suiza e Italia de forma «no oficial».