– ¿Ni siquiera tu padre?
– Quería hacer como que nunca había existido, y quería que yo también la olvidara, así que intentó borrarla y borrarte a ti. Hasta le dijo al cura que se apellidaba Solway.
– ¿Quieres decir…?
– Es el nombre que hay en su tumba -siguió ella con creciente ira-. Rebecca Solway. Pero está allí, Luca, no se ha esfumado en el vacío. No lo logró del todo.
Luca se levantó enfadado y anduvo por la habitación como si de repente no pudiera seguir sentado. Empezó a sacudir la cabeza como una bestia dolorida y Rebecca pensó que nunca había visto tanta desolación en un rostro. Por fin se detuvo y, sin avisar, dio un fuerte puñetazo a la pared, seguido por varios más.
– ¡Dios! -repetía-. ¡Dios mío!
Rota de pena, Becky lo rodeó con sus brazos y, aunque él no dejó de dar puñetazos, la agarró con tanta fuerza que por poco la aplastó.
– Luca, Luca, por favor.
No estaba segura de que la escuchara, pues parecía perdido en el dolor. Al fin se cansó y apoyó la cabeza contra la piedra, sin dejar de temblar. Rebecca apoyó la cabeza contra su espalda, llorando por él. Podía con su propia pena, pero no con la de él. Luca se volvió y la agarró con fuerza.
– Abrázame fuerte -le pidió- o me volveré loco. Abrázame, Becky, abrázame.
Estuvo a punto de caer sobre ella, pues parecía haber perdido toda su fuerza. Ella hizo lo que le pedía; tenía muy reciente el camino que él recorría ahora y decidió que no lo recorrería solo como había hecho ella.
Apoyándose en ella, Luca volvió a su silla, donde se desplomó. Tenía la mirada vacía y la mano derecha roja y arañada. Rebecca se la sujetó, notando que le dolía al más ligero roce, y se la mojó en agua, con los ojos llenos de lágrimas. Se arrodilló delante de él para limpiarle la herida, que él miraba como si no supiera cómo se la había hecho.
– ¿Cómo era?
– ¿Qué, querido?
– Su tumba. ¿Cómo era?
– Una tumba pequeña, muy sencilla, con el nombre y la fecha de cuando nació y murió.
– Y no tuvo a ninguno de los suyos en el funeral. Pobre criatura, sola en la oscuridad.
– Me alegré cuando lo averigüé -dijo Rebecca-. Es mejor que si no hubiera tenido un bautismo y un entierro adecuado. Pensé que te gustaría saberlo.
– Me alegra eso, pero deberían habérnoslo dicho. Si lo hubiera sabido habría ido a verla a menudo; no habría estado sola.
– Todavía está ahí, esperando que sus padres la visiten juntos -dijo ella, y él no pudo contestar, sólo asintió-. Pero antes te tiene que ver la mano un médico.
– No es nada -contestó él retirándola enseguida.
– No tengo más que agua para limpiarla y me da miedo que se te infecte. O que te hayas roto algo.
– Eso es una tontería, yo nunca me hago daño.
– Claro que sí. Ahora ven a tumbarte.
Él asintió y dejó que lo llevara a la cama. Le dolía mucho la mano y tuvo que aceptar que lo ayudara a desvestirse, pero cuando ella insistió en llevarle al médico, protestó.
– Estaré bien mañana -refunfuñó.
Al día siguiente estaba hinchada y aún le dolía, pero él no quería «perder tiempo» con un médico; parecía que lo único que importara fuera llegar a Carenna lo antes posible.
– No podemos ir en esa furgoneta -apuntó Rebecca-. ¿Dónde tienes el coche?
– En el garaje del hombre al que le alquilé la furgoneta.
– Entonces me tendrás que enseñar cómo se lleva.
– Yo la llevaré.
Pero tuvo que desistir al primer kilómetro y ella condujo el resto del camino.
– Gira a la izquierda por aquí -dijo él en cuanto llegaron al pueblo-. Becky, te he dicho que por aquí.
– Luego -contestó ella deteniendo la furgoneta en la clínica-. Primero iremos aquí.
– Te he dicho que estoy bien -gruñó él.
– Y yo te digo que no lo estás.
– Becky, no quiero…
– ¿Te he preguntado lo que querías? Luca, es muy fácil; ahora mismo soy la única que puede conducir y no voy a ir a ningún sitio hasta que te vea un médico.
– Eso es chantaje.
– Sí, ¿y qué?
– Estás haciendo el tonto.
– Bien, pero eso que me lo diga el médico.
El médico no dijo tal cosa. Era un hombre mayor que enseguida diagnosticó que Luca tenía dos huesos rotos y un tercero astillado.
– Menos mal que han venido enseguida -le dijo mientras le escayolaba la mano-. Si no, se le habría quedado la mano dañada. Es usted inteligente. ¿O a lo mejor es sólo que ha tenido suerte con su mujer?
– Sí -contestó Luca.
– Tome estos analgésicos, y estas pastillas lo ayudarán a pasar la noche. Espero que no estuviera planeando hacer nada que requiera fuerza el resto del día.
– No -saltó enseguida Rebecca-; íbamos a hacer un viaje, pero lo hemos pospuesto para mañana.
Luca sencillamente asintió. Parecía derrotado y enfermo, y Rebecca adivinó que no era sólo por la mano. Incluso estuvo de acuerdo en esperar tranquilamente en la sala de espera mientras ella devolvía la furgoneta y regresaba con el coche. Anochecía cuando llegaron a la cabaña y Rebecca se encargó de calentarla y poner cómodo a Luca.
– Acuéstate ahora -le dijo ella amablemente-. Y creo que deberías quedarte tú la cama buena; yo dormiré en el colchón.
Él negó con la cabeza y ella no insistió. Luca aceptó que lo ayudara a desvestirse y lo metiera en la cama como una madre a un niño agotado.
– Gracias -le dijo de repente este, tocándole la mano-. Por todo.
Ella le apretó la mano, la besó y se fue.
Al día siguiente partieron muy temprano hacia Carenna. Habían dejado los vaqueros y habían vuelto a la ropa formal. Con un traje a medida, Luca parecía el hombre al que había conocido hacía unos meses, pero no lo era. Su rostro había cambiado; estaba demacrado, como si hubiera envejecido de golpe. Al comenzar el viaje ella le había tocado la mano y él había sonreído, pero después pareció imbuirse en algún lugar interior, del que ella sólo podía imaginar el sufrimiento.
Llegaron a Carenna por la tarde y fueron directos a la pequeña iglesia donde debían haberse casado. Mientras aparcaba, Rebecca lo miró preguntándose qué sentiría, pero el rostro de Luca no reflejaba nada, lo cual la decepcionó, pues hasta entonces había pensado que era algo que estaban haciendo juntos, y en aquel momento le parecía que Luca estaba más lejos que nunca, en algún lugar al que ella no estaba invitada.
– ¿Está aquí? -preguntó Luca cuando entraron en el campo santo-. ¿Me enseñas dónde?
– Sí, ven conmigo.
La pequeña tumba estaba alejada y anduvieron con cuidado porque el cementerio estaba lleno, hasta que llegaron a una pequeña sección donde yacían varios niños.
– ¿Por qué están aquí y no con sus familias? -quiso saber Luca, pero entonces fijó la vista en la señal, Gli Orfani, los huérfanos, y se estremeció.
Al final de la línea encontró la pequeña losa con «Rebecca Solway» inscrito, y la fecha de su nacimiento y de su muerte. Luca se arrodilló y posó una mano sobre la hierba.
– Debió de haber sido tan pequeña.
– Sí, lo era. Podrías haberla sujetado en una mano.
Luca cerró los ojos y ella lo sintió temblar, mientras esperaba que se volviera hacia ella. El momento se hizo esperar, pues él no se movió y mantuvo la mirada clavada en la tumba. Por fin Rebecca se fue y entró en la iglesia, que estaba vacía. Le decepcionó no ver al padre Valetti, así que salió y se encontró con Luca, que iba hacia ella.
– Gracias por dejarme solo con ella. ¿Quieres que espere aquí mientras vas tú?
– Sí, yo… -empezó a decir, y se paró al ver que alguien la llamaba desde la puerta.
– Es él, el padre Valetti.
– Siento no haber estado -la saludó el padre-; estaba en el banco. Me temo que no soy muy bueno con las finanzas. Me alegro de que haya vuelto.