– ¿Estás bien?
– Sí, gracias a ti.
Ella desmontó y enseguida se dio cuenta de lo alto que era. La pequeña multitud había sido temible porque eran tres, pero aquel hombre era peligroso por sí mismo, y de repente Becky se preguntó si estaría más a salvo que antes.
– Ya se han ido -dijo él-, y no volverán.
– Gracias -repitió ella hablando en inglés como él, pero más lento-. Nunca me había alegrado tanto de ver a alguien. Creí que no había nadie para ayudarme.
– No hace falta que me hables despacio -dijo él con orgullo-. Sé inglés.
– Lo siento, no pretendía ser grosera. ¿De dónde has salido?
– Vivo pasados estos árboles. Será mejor que vengas conmigo y te haré un té.
– Gracias.
– Conozco a todo el mundo por aquí -le comentó él mientras andaban-, pero nunca los había visto.
– Venían de Inglaterra. Buscaban a mi padre, pero está fuera y eso los ha enfadado.
– A lo mejor no deberías cabalgar sola.
– No sabía que estaban ahí, y ¿por qué no puedo montar en la tierra de mi padre?
– Ah, sí, tu padre es el inglés del que todo el mundo habla. Pero esta no es su tierra, me pertenece a mí. Es sólo una franja estrecha, pero tiene mi casa, que no pienso vender.
– Pero papá me ha dicho…
– Te ha dicho que había comprado toda la tierra. Debe de haberse pasado esta parte; es muy normal.
– Oh, es preciosa -le salió del alma.
Al doblar una esquina habían llegado a una casita de piedra contra la falda de una colina y rodeada de pinos.
– Es mi casa. Te advierto que por dentro no es tan pintoresca.
Era cierto. El interior era muy básico, viejo y anticuado. A Becky le resultó evidente que había trabajado por mejorarlo, pues había herramientas y maderos por el suelo.
– Siéntate -le ofreció él señalándole una silla.
– No sé cómo te llamas -advirtió ella mientras él hacía té.
– Luca Montese.
– Yo soy Rebecca Solway, Becky.
Él le miró la manita elegante que le ofrecía y por primera vez pareció dudar. Entonces le dio la mano, áspera y fuerte, marcada por el trabajo duro. Todo su aspecto era rudo. Era alto, de un metro ochenta y el pelo moreno necesitaba un corte. Llevaba vaqueros negros y una camiseta negra sin mangas. A ella le recordó a Hércules. La furia de su rostro había desaparecido y en aquel momento la miraba de forma amable, aunque sin sonreír.
– Rebecca -repitió.
– No, Becky para los amigos. Tú eres mi amigo, ¿no? Debes serlo, después de haberme salvado.
Durante toda su corta vida, el encanto y belleza de Becky le habían hecho ganarse a la gente, pero sintió la duda del joven.
– Sí -dijo al fin-. Soy tu amigo.
– Entonces, ¿me llamarás Becky?
– Becky.
– ¿Vives aquí solo o con tu familia?
– No tengo familia. Esta era la casa de mis padres y ahora es mía -recalcó, con tono firme.
– Oye, que no lo pongo en duda. Si es tuya es tuya.
– Ojalá tu padre pensara lo mismo. ¿Dónde está?
– En España. Vuelve la semana que viene.
– Hasta entonces creo que será mejor que no cabalgues sola.
– ¿Perdona? -le preguntó ella, que había estado pensando lo mismo, pero le había molestado el tono.
– No hace falta que te perdone.
– No quería decir eso -se explicó ella, dándose cuenta de que su inglés no era tan bueno-. Es una expresión que significa «¿Quién diablos te crees que eres para darme órdenes?».
– ¿Y por qué no lo dices directamente?
– Porque… -empezó, pero le resultaba demasiado largo explicarlo, así que cambió al iscina-. No me des órdenes. Cabalgaré cuando quiera.
– Y ¿qué pasará la próxima vez, cuando quizá yo no esté para ayudarte?
– Se habrán ido.
– ¿Y si te equivocas?
– Eso no tiene nada que ver -saltó ella, incapaz de contrarrestar su razonamiento.
– Creo que sí tiene que ver -dijo él con una leve sonrisa.
– Oh, deja de ser tan razonable.
– Muy bien -dijo él, con una sonrisa completa-. Lo que te parezca bien.
– Puedes estar seguro -contestó ella con otra sonrisa, y dio un trago al té-. Haces un té muy bueno, estoy impresionada.
– Y a mí me impresiona lo bien que hablas iscina.
– Me lo enseñó mi abuela. Era de aquí, la dueña de la casa en la que vivo ahora.
– ¿Emilia Talese?
– Era su nombre de soltera, sí.
– En mi familia siempre han sido carpinteros, y solían trabajar para su familia.
Aquel fue su primer encuentro. La acompañó a casa y dio instrucciones a los sirvientes para que cuidaran de ella como si lo hubiera hecho toda su vida.
– ¿Vas a estar bien? -le preguntó ella, al pensar en que debía volver solo en la oscuridad.
La sonrisa fue suficiente respuesta. Una sonrisa que decía que tales temores eran para otros hombres. Entonces se fue, dejando atrás tan solo el recuerdo de su autoconfianza.
Capítulo Dos
Al día siguiente Becky salió pronto de casa para buscarlo. Se había acostado pensando en él, se había quedado tumbada despierta pensando en él, se había dormido al fin, soñado con él y había despertado pensando en él.
Sus labios la habían embaucado. Deseaba besarlos y sentir su beso. También sus brazos, tan poderosos como el acero. Estaba tan segura de que lo deseaba como lo había estado siempre de todo, con la convicción de una niña a la que nunca le habían negado nada.
Nunca había besado a un hombre, pero ahora que había conocido a Luca, lo deseaba como si su cuerpo se hubiera despertado de repente, enviándole un mensaje al cerebro de que aquel era su hombre. La única pregunta era cuándo y dónde, pues era imposible que el mundo, o el mismo Luca, se lo negaran.
Cuando estaba llegando, él oyó el trote del caballo y miró. Ella desmontó y lo miró, y entonces se dio cuenta de que él había pasado la noche igual que ella.
– No deberías estar aquí -le dijo él-. Te dije que no montaras sola.
– Entonces, ¿por qué no has venido a buscarme?
– Porque la signorina no me dio órdenes de hacerlo -contestó él con orgullo.
– Pero yo no te doy órdenes. Somos amigos.
Se quedó de pie mirándolo, deseando que obedeciera sus deseos. Él le sonrió con aquella sonrisa que le aceleraba el pulso.
– ¿Por qué no entras y haces té? -sugirió él.
Ella entró y pasó el resto del día ayudándolo en la casa. Él hizo unos rollos de salami que a ella le parecieron la mejor comida que hubiera probado, pero no se había echado atrás en su determinación de que la besara.
Le costó tres días acabar con su resistencia. En ese tiempo llegó a conocer algo al joven. Este tenía un orgullo que la hacía arder, aunque siempre la calmaba para su propio bien. El primer día él le había dicho «lo que te parezca bien» y aquello se convirtió en su mantra. Lo que a ella le pareciera a él también le parecía bien. El hombre grande, tan feroz con los demás, era como un niño en sus manos, lo cual le proporcionaba una deliciosa sensación de poder.
Pero no logró que hiciera lo que quería por encima de todo. Ella creaba una oportunidad tras otra, que él rechazaba, hasta que un día le dijo:
– Creo que debes irte a casa ahora -y añadió en un inglés horrible-. Me ha encantado conocerte.
La respuesta de ella fue tirarle un panecillo, a lo que él se agachó, pero no pareció desconcertado.
– ¿Por qué ya no te gusto? -gritó ella.
– Sí que me gustas, Becky, me gustas más de lo que deberías. Por eso te tienes que ir, y no volver.
– Eso no tiene sentido.
– Creo que sabes a qué me refiero.
– ¡No! -chilló ella, que no quería entender lo que no le convenía.
– Creo que sí. Sabes lo que quiero contigo, y no puedo tenerlo. No debo, eres una niña.