Quizá tanta felicidad no podía durar. A veces le parecía que ya había gastado los buenos momentos de su vida en aquellos meses gloriosos.
La casa de Philip Steyne era una mansión a las afueras de Londres, con más habitaciones de las que necesitaba. La cena era para veinte, un número suficientemente grande para permitir las relaciones, y pequeño para permitir un contacto más cercano entre las personas adecuadas. Rebecca sabía exactamente lo que se esperaba de ella y se vistió para la ocasión con un vestido de terciopelo color burdeos que envolvía su esbelta figura, medias negras de seda y unas delicadas sandalias negras. Se había dejado el pelo suelto, en un estilo «natural» que le había llevado tres horas de peluquería. El collar y pendientes de oro eran un regalo de Danvers «para remarcar la ocasión».
– Aún no sabemos quién va a venir -señaló este al llegar en coche a la casa-. Raditore se ha mostrado tímida y no ha dicho si será el presidente, el ejecutivo jefe o el director general.
– ¿Importa? -preguntó ella-. Conozco mi trabajo, y lo haré igual venga quien venga.
– Eso es, haz que le dé vueltas la cabeza. Debo decir que estás vestida para ello. Nunca te he visto tan guapa.
– Gracias.
– Siempre estoy orgulloso de ti.
– Gracias -repitió de forma mecánica. Le costaba responder pues los cumplidos de Danvers parecían sacados de una lista.
Al cruzar la puerta de coches y aproximarse a la casa Rebecca tuvo un momento de extraña conciencia molesta. De repente el lujoso coche se convirtió en todos los coches lujosos en los que había viajado, y la enorme y adinerada casa era el final de una larga lista de casas adineradas; la cena para conocer a hombres ricos, y embelesarlos, no se distinguía de tantas otras.
– Danvers, Rebecca, qué encantador veros, entrad. Rebeca, estás tan maravillosa como siempre, qué vestido tan divino.
Las mismas palabras pronunciadas cientos de veces por cientos de personas. Y su propia respuesta, indistinta de las demás. Las mismas sonrisas, las mismas risas, el mismo vacío. Philip le susurró en el oído.
– Bien hecho. Lo vas a derretir.
– ¿Ya ha llegado?
– Hace diez minutos. Por aquí.
Fue entonces cuando pasó a la otra habitación y vio a Luca Montese por primera vez desde hacía quince años.
Ahora que estaban asentados ya podían casarse.
– Carissima, ¿no te importa una ceremonia sencilla sin un traje de novia impresionante?
– Estaría graciosa con un traje de novia impresionante y un bombo de siete meses -rió ella-. Y no quiero nada escandaloso; sólo te quiero a ti.
Iban a acostarse y él la arropó y se arrodilló a su lado, le tomó las manos y le habló en una voz baja y reverencial que ella no había escuchado nunca.
– Pasado mañana estaremos casados. Nos pondremos ante Dios y haremos las sagradas promesas, pero te aseguro que ninguna será tan sagrada como las que te hago ahora. Te prometo que mi corazón, mi amor y toda mi vida te pertenecen, y siempre será así. ¿Lo entiendes? Sea corta o larga mi vida, cada segundo de ella estará dedicada a ti -y le puso la mano en la tripa-. Y a ti, pequeño, a ti también te querré y protegeré en todas las formas. Estarás feliz y a salvo, porque tu mama y tu papa te quieren.
– Oh, Luca -logró decir al fin Becky entre lágrimas-, si sólo pudiera decirte…
– Shh, carissima. No hace falta que me digas lo que veo en tus ojos -le dijo, y le tomó el rostro entre las manos-. Siempre serás para mí como ahora -le susurró antes de besarla.
Aquella noche Becky durmió entre sus brazos y se despertó con un beso. Luca se fue a trabajar más pronto para poder regresar temprano y ayudar con los preparativos de última hora. Becky pasó el día arreglando la casa y asegurándose de tener suficiente comida y vino para sus amigos. Estaba poniendo una tetera a calentar cuando sonó el timbre. Casi fue un alivio ver allí a Frank. Se sintió más segura, pues estaba segura de que su tripa le haría aceptar lo inevitable.
– Hola, papá.
– Hola, Becky. ¿Puedo pasar? -y entró sin fijarse en el cuerpo de su hija-. Estás sola por lo que veo. ¿Ya se ha cansado de ti?
– Papá, son las tres. Está trabajando, pero llegará en cualquier momento.
– Eso dices.
– Me alegro de verte.
– Sí, espero que ya te hayas hartado de todo esto.
– No. Esta es mi vida. Mira toda esta comida y vino; es para el banquete de boda de mañana.
– ¿Así que no te has casado? Bien, entonces he llegado a tiempo.
– Voy a tener al hijo de Luca y me voy a casar con él. ¿No vas a venir a nuestra boda y brindar a nuestra salud y ser nuestro amigo?
– Querida -la miró con condescendencia-, estás viviendo en un mundo de fantasía. Créeme, sé lo que es mejor para ti. Él te ha engañado con falsas promesas.
– Papá.
– Pero he venido a arreglarlo. Deja que cuide de ti. Todo va a salir bien en cuanto lleguemos a casa.
– Esta es mi casa.
– ¿Esto, esta casucha? ¿Crees que te voy a dejar aquí? Deja de discutir y vámonos.
– Suéltela -gruñó de repente Luca, que había corrido a la casa al oír los gritos.
– Quítate de mi camino.
– He dicho que la suelte -repitió Luca, taponando la puerta.
Sin hacerle caso, Frank intentó arrastrar a su hija hacia la puerta de atrás. Becky luchaba con todas sus fuerzas, pero su tamaño se lo ponía difícil. Con un juramento Luca fue a zancadas y agarró a Frank de un brazo.
– No se atreva a tocarla -le advirtió, con la misma mirada amenazante que ella había visto cuando se conocieron.
– Me la llevo a casa -repitió el padre.
– No sólo eres un matón sino también completamente estúpido. Sólo un cretino haría esto sabiendo que está amenazando el bienestar del bebé que lleva.
Como respuesta Frank intentó arrastrar a Becky. Luca no se movió, pero agarró al hombre con las dos manos.
– Luca, no dejes que me lleve -imploró ella.
Aquello enervó a Frank, que empezó a despotricar, mientras Luca no dijo nada y permaneció impasible y tranquilo. Quizá fue aquella tranquila dignidad lo que lo enfureció aún más, pues tiró a Becky a un lado para enfrentarse al joven.
Entonces comenzó la pesadilla. Moviéndose con esfuerzo y angustiada, de repente Becky vio que el mundo daba vueltas a su alrededor de forma alarmante. Gritó y se dobló mientras la agonía la envolvía como un horno. El sonido llegó a los dos hombres, que cesaron su lucha, aunque Frank tuvo que ser el centro. La última visión clara de su hija fue la de él interponiéndose delante de Luca para inclinarse sobre ella.
Pero era a Luca a quien ella quería. Se estiró y lo llamó, pero Frank estaba en medio, agarrándola con fuerza.
– Luca -chilló ella-. ¡Luca!
De repente desapareció, y no volvió a verlo. Fue a recogerla una ambulancia que la llevó al hospital, donde nació su hija enseguida, pero murió a las pocas horas.
Cuando cesó el dolor físico, otro dolor la esperaba en su mente. Lo único que sabía era que llamaba a Luca repetidas veces, pero él nunca estaba, y no comprendía por qué. Su hija había nacido y había muerto sin que siquiera la tuviera en brazos. Había prometido quererla y protegerla, pero no había estado allí cuando lo había necesitado.
– Era tan pequeñita e indefensa -susurraba ella a la oscuridad-. Necesitaba a su padre.
De algún modo sabía que estaba de vuelta en Inglaterra, en una casa grande y acogedora con gente en bata blanca que hablaba con voces amables.