– No puedo encontrarle defectos a esta dama. Su toscano es perfecto.
Todo el mundo aplaudió, y Rebecca vio a Danvers y Philip intercambiar una mirada triunfante. Consiguió sobrevivir a la cena y después todos los invitados salieron al jardín de invierno. La doble puerta estaba abierta de par en par y muchos comensales salieron a ver los árboles adornados con luces de colores.
– Sal y enséñame el jardín -le dijo Luca.
Deseosa de terminar de una vez con la reunión, lo siguió por el camino iluminado de forma tenue por las luces, donde le habló de los árboles y las plantas. Por fin él la detuvo bajo los árboles y le habló en toscano.
– Podemos dejar ya las formalidades.
– Debería volver dentro.
– Aún no -dijo él, que intentó sujetarla pero ella evitó el contacto-. ¿Creías que nos volveríamos a encontrar?
– No, nunca.
– Por supuesto. ¿Cómo íbamos a encontrarnos? Todo estaba en contra.
– Todo ha estado siempre en nuestra contra. Nunca tuvimos una verdadera oportunidad.
– Has cambiado -le dijo él, que se acercó para observarle el rostro bajo la luz de la luna-. Y no lo has hecho. No del todo.
– Tú has cambiado en todos los sentidos.
– ¿Te refieres a esto? -preguntó él frotándose la cicatriz.
– No, me refiero a todo.
– Tengo quince años más. Me han pasado muchas cosas. Y a ti también.
– Sí -contestó ella, que estaba siendo monosilábica adrede, pues de algún modo la alarmaba como no lo había hecho nunca.
– Has cambiado el apellido, así que te has casado. Pero el hombre que va contigo no se llama Hanley.
– Sí; estoy divorciada de Saul Hanley.
– ¿Estuviste casada mucho tiempo?
– Seis años.
– ¿Tu padre lo aprobó?
– Ya había muerto. La verdad es que apenas lo vi en sus últimos años; no teníamos nada que decirnos, y él no podía mirarme a los ojos.
– No me sorprende.
Estaban entrando en terreno peligroso y ella prefirió evitarlo.
– ¿Y tú? Estoy segura de que tienes una mujer en casa.
– ¿Por qué estás tan segura?
– Porque todo hombre de éxito necesita una mujer que haga de anfitriona en las cenas.
– Yo no doy cenas. A Drusilla le gustaban, así que hicimos alguna, pero estamos divorciados.
– ¿Por que quería cenas?
– No. Otros motivos.
– Lo siento, no quería entrometerme.
– No importa. Cuéntame qué más has hecho.
– Vendí la finca y me dediqué a viajar. Al volver me dediqué a traducir libros del italiano, y así es como conocí a Saul; era editor.
– ¿Por qué te divorciaste?
– Fue de mutuo acuerdo. No estábamos hechos el uno para el otro -explicó. Habían estado caminando hasta que la casa se puso a la vista-. Quizá deberíamos entrar.
– Tengo que decirte algo antes.
– ¿Sí?
– Quiero volver a verte. A solas -logró decir tras un rato en que parecía no poder hablar.
– No, Luca -contestó ella enseguida-. No serviría de nada.
– Eso no tiene sentido. Claro que serviría. Quiero hablar contigo. Todo pasó tan deprisa; ni siquiera pudimos despedirnos. Hemos pasado los años sin saber qué había sido del otro, y hay muchas cosas que me gustaría explicarte. Tengo derecho a una oportunidad.
– No me hables así -dijo ella, ofendida.
– ¿Cómo? -preguntó él, confuso.
– Con exigencias, diciendo que tienes derecho. No estás ante una reunión de junta.
– Sólo quiero que comprendas.
– Luca -le dijo ella, que se preguntaba si creería que cualquier explicación iría a mejorar las cosas-, si es por el dinero, no tienes que explicarme nada. Estoy segura de que a la larga ha sido lo mejor y debería felicitarte. Desde luego lo has usado hábilmente.
– Ah, tu padre te contó lo del dinero -preguntó él, mirándola de forma extraña-. Tenía mis dudas.
– Claro que me lo contó -contestó ella, dolida por la indiferencia con la que hablaba de ello-. Así que podemos correr un tupido velo.
– ¿Es todo lo que tienes que decir? Por Dios, Becky, ¿no tienes nada que preguntarme?
– La niña que era entonces tenía un montón de preguntas, y el chico que eras tú a lo mejor las habría contestado.
– Lo habría intentado. Él siempre intentaba hacer lo que tú querías, porque no tenía más placer que tu felicidad. ¿Lo has olvidado?
– No -confesó ella al fin-, no lo había olvidado. Pero ahora ya es tarde; ya no somos aquellas personas. La última vez que nos vimos fue hace quince años, el día antes de nuestra boda cuando irrumpió mi padre. Y me alegra mucho que hayas tenido éxito.
– ¿Qué has dicho? -preguntó él, mirándola fijamente.
– Que me alegra que hayas tenido éxito en la vida…
– No, antes, lo de nuestro último encuentro.
– Fue el día antes de nuestra boda, o lo que debía haber sido nuestra boda.
– Entonces, ¿no te acuerdas? Bueno, supongo que es normal. Pero entonces es todavía más importante que nos veamos. Tenemos asuntos pendientes, y ya es hora de que los resolvamos.
Rebecca se estremeció. No quería tener nada que ver con aquel hombre que tenía el nombre de Luca pero nada más. Luca había sido amable y tierno, y aquel extraño ladraba las órdenes incluso cuando trataba de tomar contacto humano. Si aquello era en lo que se había convertido, habría preferido no saberlo.
– Lo siento -replicó intentando mantener la calma-, pero no le veo sentido.
– Pero yo sí.
– Por desgracia hace falta el consentimiento de ambas partes, y yo no estoy de acuerdo.
– A «ellos» no les va a hacer gracia que me rechaces -soltó, señalando la casa.
– «Ellos» pueden llevar sus negocios sin mi ayuda -contestó, y comenzó a andar a la casa.
– ¿Te vas a casar con Danvers Jordan?
– ¿Qué has dicho? -preguntó ella, tras volverse, en tono de advertencia.
– Quiero saberlo.
– Pero a mí no me viene bien decírtelo. Buenas noches, signor Montese.
Entró en el jardín de invierno seguida de Luca, aunque este no intentó seguir hablando. Cuando al fin se despidieron, él le sujetó la mano más tiempo del normal.
– Arrivederci per ora -le dijo en voz baja, «adiós por ahora».
– Mai piu -se apresuró a contestar ella, «nunca más», y él le soltó la mano y se fue.
– Bien hecho, cariño -la felicitó Danvers de camino a casa-, le has causado sensación a Montese. No podía dejar de hablar bien de ti.
– Lástima no poder decir lo mismo -repuso ella, intentando sonar aburrida-. Era un hombre imposible. Grosero, vulgar, sin gracia…
– Pues claro, ¿qué esperabas? Pero como hombre de dinero no tiene igual.
– Sólo espero no tener que volver a verlo.
– Pues me temo que lo verás. Por lo que he oído se va a alojar en el Allingham.
– ¿Por qué?
– No tiene casa en este país. Tiene sentido que viva en un hotel, y está claro que elige aquel del cuál posee acciones. Es totalmente razonable.
– ¿Cuándo te lo ha dicho?
– Justo antes de irnos. Por eso te decía que has hecho un trabajo brillante. Y Steyne estaba entusiasmado, no deja de soltar indirectas sobre «adquirir un valioso premio».
La respuesta correcta habría sido transformar aquello en una proposición, una esperada desde hacía mucho tiempo, pero ella tomó aire y dijo.
– Es muy amable de su parte -y bostezó-. No me había dado cuenta de lo cansada que estoy. Déjame en la puerta, ¿vale?, me voy a ir directa a la cama.
Él aceptó su rechazo sin protestar, aunque se despidió de manera un tanto fría.
Nigel Haleworth, el director ejecutivo del hotel, era un hombre cínico y genial. Rebecca se llevaba muy bien con él, y después de su reunión semanal de la mañana siguiente, le dijo con una sonrisa: