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Marion Lennox

El hijo de la doctora

CAPÍTULO 1

LA DOCTORA Emily Mainwaring había pasado la noche en vela asistiendo un parto de gemelos. Quizás estuviera dormida y sólo fuera un sueño, pero en su sala de espera estaba… Su hombre ideal.

Pero aquello era Bay Beach. Estaba en el turno de cirugía de la mañana y quedarse mirando fijamente a alguien no era muy profesional. Debía pensar como una doctora de provincias de veintinueve años y no como una adolescente enamoradiza.

– ¿Señora Robin?

La anciana señora Robin se levantó aliviada. Llevaba esperando mucho tiempo. Los otros pacientes la miraron con envidia y el desconocido también alzó la vista.

¡Caramba! Al verle los ojos, resultaba aún más atractivo, y cuando sus miradas se encontraron…

Em se permitió mantener la mirada unos instantes, como si estuviera evaluando a un posible paciente. Pero la manera de mirar a aquel hombre no era la de un médico.

Se trataba de un hombre corpulento y musculoso, de huesos fuertes. Metro ochenta de masa corporal exhalando virilidad. Su pelo, de color rojizo tostado, era precioso, con rizos desordenados que apetecía peinar con los dedos.

«Ya basta. Concéntrate en tu trabajo», se dijo. Esa mañana no podía permitirse ninguna distracción, y si el brillo de un par de ojos verdes había conseguido alterarla, era porque estaba más cansada de lo que creía.

– Lo siento mucho -le dijo a los pacientes que esperaban-. He tenido que atender un par de urgencias y llevo casi una hora de retraso. Si alguno de ustedes prefiere esperar en la playa y volver dentro de un rato…

No era probable que aceptaran. Se trataba de campesinos o pescadores para los que la visita al médico era una ocasión social y, mientras fingían leer una revista, aprovechaban para enterarse de los últimos chismes y rumores. Por ejemplo, quién podría ser el hombre pelirrojo.

– Es el hermano mayor de Anna Lunn -le dijo la señora Robin antes de empezar con su letanía de dolores-. Es tres años mayor que Anna y se llama Jonas. ¿Verdad que es atractivo? Cuando entró con Anna, pensé que era su nuevo novio, lo que me pareció muy bien, ya que el inútil de Kevin se largó. Pero ya que no puede ser su novio, está bien que tenga un hermano tan amable como para acompañarla al médico, ¿no crees?

Era cierto. Anna Lunn, con apenas treinta años, estaba agobiada por la pobreza y los hijos. Pero ¿por qué…? Em miró la lista de citas y no pudo evitar suspicacias.

Anna había pedido una cita especial y había acudido con su hermano para que la apoyara. Em estaba segura de que no iba a ser una consulta de cinco minutos para una prueba ginecológica.

Así que tendría que resignarse a añadir media hora a su jornada laboral de ese día y a prestar atención a la tensión sanguínea de la señora Robin.

Antes de que terminara de hacerlo, Charlie Henderson sufrió un infarto. Estaba allí para su reconocimiento cardiológico de rutina y era tan viejo que parecía que estuviera apergaminado. Se había sentado en un rincón de la sala de espera y se entretenía mirando a los niños.

Mientras Em estaba escribiendo la receta para la señora Robin, él se quedó con los ojos en blanco, se acurrucó y resbaló hasta el suelo sin hacer ruido.

– ¡Em! -gritó la recepcionista mientras golpeaba la puerta de la consulta y, al instante, Em estaba junto a él.

El anciano estaba lívido y frío. Em comprobó que no tuviera obstruida la tráquea y le tomó el pulso. No tenía.

– Trae el carro del equipo de urgencias -ordenó a Amy. Comenzó a hacerle el boca a boca al anciano y le rasgó la camisa para descubrirle el pecho. Parecía que había sufrido un infarto fulminante.

Además, Amy no era la recepcionista habitual. Sólo tenía dieciocho años y, aunque no tenía preparación sanitaria, estaba sustituyendo a Lou, que estaba enferma.

Em tenía que actuar sola.

Debía intentar resucitarlo enseguida. No era tarea fácil, con toda esa gente mirando, pero no había tiempo para otra cosa.

– ¡Despejen la sala, por favor! -pidió entre soplido y soplido sin dejar el boca a boca y sin confiar en que le hicieran caso. No importaba. Estaba respirando para su anciano amigo, golpeándole el pecho para intentar resucitarlo mientras esperaba el equipo de urgencias.

Y entonces oyó una voz.

– Salgan de la sala. ¡Ahora mismo!

Era una voz masculina que reiteraba, en tono autoritario, la orden que ella había dado.

Em parpadeó, preguntándose de quién era esa voz grave y densa que parecía acostumbrada a' dar órdenes. Pero estaba arrodillada junto al anciano y le dedicaba toda su atención.

– Respira, Charlie. Respira, por favor…

– Como se habrán dado cuenta, esto es una emergencia, y necesitamos que la sala esté vacía para poder trabajar -continuó la voz-. Si lo suyo no es urgente pidan otra cita más tarde, o si no, esperen fuera. ¡Ahora!

De pronto, el carro del equipo de urgencias estaba allí, el pelirrojo estaba arrodillado al otro lado de Charlie, untando de gel los electrodos y ayudando a Em a ajustarlos como si supiera muy bien lo que hacía.

¿Quién diablos sería?

No había tiempo para preguntar. Todo lo que Em podía hacer era aceptar su ayuda y colocarle a Charlie la boquilla adecuada. Como norma, no habría hecho el boca a boca a nadie sin una boquilla, pero Charlie era especial. Charlie era un amigo.

Charlie…

Debía actuar con profesionalidad. No había lugar para los sentimientos si querían salvar la vida del anciano. Respiró cuatro veces más en la boquilla y la voz grave la interrumpió.

– Apártese. Ya.

Ella se apartó y las manos del desconocido fueron las que colocaron los electrodos sobre el pecho desnudo de Charlie. Él sabía perfectamente lo que hacía, y ella sólo podía estarle agradecida.

La descarga hizo que el cuerpo de Charlie se sacudiera. Nada. El electro no mostraba ninguna respuesta.

Pero debían seguir intentándolo. Em le insufló otras cuatro veces y las manos del desconocido cambiaron los electrodos de sitio. Otra sacudida, pero aún sin resultado.

Ella volvió a soplar. Una y otra vez. Y nada.

Em se sentó sobre los talones y cerró los ojos.

– Ya basta -susurró-. Se ha ido.

El silencio era absoluto.

Amy, horrorizada, estaba pálida. Respiró hondo y comenzó a llorar. «Es demasiado joven para esto», pensó Em. A sus veintinueve años, Em se sintió vieja, muy vieja. Se puso en pie y se acercó a abrazar a la recepcionista.

– Vamos, Amy. No pasa nada. Charlie no lo habría querido de otra manera.

Esa era la pura verdad. Charlie vivía para los cotilleos de Bay Beach. Tenía ochenta y nueve años y, desde hacía tiempo, sabía que su corazón estaba mal. Morirse de forma dramática en la consulta del médico y no solo en casa, era el tipo de final que le habría gustado

– Amy, llama a Sarah Bond, la sobrina de Charlie -dijo Em con voz cansada, mientras Amy trataba de recomponerse-. Dile lo que ha pasado. No creo que se sorprenda mucho. Y luego llama a la funeraria -respiró hondo y se dirigió al hombre que la había ayudado Muchas gracias -dijo tan solo.

Su cara expresaba tal cansancio y dolor, que el hombre se acercó a ella y le puso sus manos fuertes y masculinas sobre los hombros.

– Diablos, pareces hundida.

– No del todo.

– ¿Le tenías mucho cariño a Charlie?

– Sí -contestó Em-. Todo el mundo quería a Charlie. Ha sido pescador en Bay Beach toda la vida -miró hacia el cuerpo de Charlie. Le habían cerrado los ojos y parecía increíblemente tranquilo. Dormido. No debía lamentarse, pero Lo conocía de toda la vida. Me enseñó mucho sobre la vida… -Em perdió el control y comenzó a llorar.

– Necesitas un poco de tiempo para recuperarte -dijo él para consolarla, y miró hacia afuera, dónde aún quedaba media docena de pacientes que habían decidido que lo suyo era suficientemente urgente para esperar. Después de hablar con la sobrina de Charlie y de que los de la funeraria se llevaran el cuerpo de Charlie, a esa doctora exhausta aún le quedaba mucho trabajo por hacer-. ¿Tienes a alguien que pueda suplirte?