¿Cómo podía ser que no se hubiera escurrido por el agujero? Ya estaba muy hundido y al menor movimiento…
Veía su cabeza con el pelo rizado y rojizo, aún brillante. Pero se había arañado al caer y tenía la cara sucia de sangre y lágrimas, y blanca como la cera.
– Sam… -el niño no podía mirar hacia arriba, pero Em, sentada sobre su arnés, le acariciaba_ la cabeza-. Sam, aunque yo esté aquí contigo -su tono era apremiante-, no tienes que moverte ni un poquito, para que no te caigas más abajo. ¿Me entiendes, Sam?
– Yo… -balbuceó-. Sí, lo entiendo.
– Estoy aquí contigo y no voy a dejarte.
– Mamá… tío Jonas… Quiero que vengan.
– Yo también -fingió que reía-, pero están muy gordos para bajar -era una experiencia terrible. Trataba de moverse lo mínimo mientras le hablaba en la oscuridad y lo examinaba con -la linterna que tenía en la mano-. Te has metido en un buen lío, ¿verdad?
– Tengo… tengo miedo.
– Y yo también -aseveró Em. No servía de nada fingir, porque Sam era un niño inteligente y se habría dado cuenta-. Pero estamos juntos en este lío, así que hagámoslo lo mejor posible.
Entre todas las posibilidades, la mejor que habían barajado antes de descolgarla, era que ella pudiera colocarle un arnés a Sam para así poder izarlo.
Pero eso no era ni remotamente posible.
Un brazo no estaba a la vista. La otra mano estaba encajada en un ángulo difícil entre su hombro y la pared. Em solamente podía verle la mano y la muñeca. El grueso de su brazo al estar doblado era lo que lo sostenía. Si movía la mano…
Pero no podía. Em tenía miedo de tocarlo, y mucho menos de intentar sujetarlo. Podía ser desastroso.
Tendrían que esperar.
Pensó que si veía que empezaba a escurrirse, lo agarraría por el cuello y la mano y tiraría de él. Corría el riesgo de partirle el cuello, pero si iba a caerse, era la única oportunidad que tenía.
– ¿Es este el brazo que te duele? -preguntó tocándole ligeramente los dedos.
– Sí, me duele mucho. Me da pinchazos -no era necesario examinarlo para saberlo. Su voz era de pura agonía.
– Eso lo podemos arreglar. Sam, voy a ponerte una inyección en el cuello. Un pinchazo. Eso es todo. Te hará sentir mucho sueño, pero no importa. Puedes dormirte si quieres. Los bomberos van a cavar otro agujero para llegar hasta nosotros y van a tardar mucho tiempo, así que si te duermes, mejor. La inyección te quitará el dolor muy rápido. ¿Crees que puedes quedarte muy, muy quieto y no moverte nada cuando sientas el pinchazo?
– Lo intentaré.
– Buen chico.
Era un gran chico.
«Por favor, que no se caiga…».
Em deseó poder dormir también.
Esperaron hora tras hora. Sam dormía y se despertaba y ella lo consolaba. Una y otra vez.
Cuando supo que podía alcanzarle la muñeca, llamó a Jonas y él' le envió lo necesario para ponerle un gota a gota de suero salino. Le insertó la aguja en la muñeca y se colgó la bolsa en la cintura.
«Ojalá no tenga ninguna herida interna», pensó. Tenía el pulso débil, pero eso podía ser por el shock.
Colgada en la oscuridad, se habría vuelto loca si Jonas no hubiera estado allí arriba. Él le hablaba y la animaba y la iba informando de los progresos del túnel paralelo. Lo estaban excavando a mano porque el terreno era inestable y querían evitar las vibraciones.
Parecía como si todo Bay Beach estuviera allí reunido: los bomberos, sus amigos, Lori, Shanni, Erin, Wendy. Y hasta Bernard que, según Lori, estaba desesperado.
– ¿Bernard desesperado?
– Bueno, se está mordiendo la cola, que para él, es la máxima expresión de desesperación -aclaró Lori.
Y por encima de todas las voces, siempre la de Jonas, suave y alentadora.
– Em, aquí está Lori con tu perro. Y Nick. Nick ha estado cavando. ¿Has visto alguna vez a un magistrado con la cara llena de barro? También estuvo Ray, dispuesto a cavar, a pesar de su reciente bypass. Me parece que está aún más loco que tú. Le he dicho que no puede cavar porque si le pasa algo necesitaría otro médico y tú no estás disponible.
Otras veces, sólo estaba Jonas.
– Em, sigo aquí. Todos seguimos aquí. No te dejaremos sola.
Y cuando la noche se alargaba y se hacía más oscura, un mensaje aún más corto pero muy elocuente. -No te dejaré.
Y, más tarde…
– Em, No te dejaré nunca.
La incomodidad era increíble. Em colgaba de su arnés y se mantenía despierta. Acariciaba la cabeza del pequeño una y otra vez. Ese era el único contacto que se atrevía a tener con el niño.
Había sido casi imposible ponerle el gota a gota. Al ponerle la vía, Sam se había movido y ella se había asustado mucho. Pero se la había colocado y podía administrarle el suero y los analgésicos según los necesitaba. Y mantenía contacto con él acariciándole los rizos.
Em empezaba a necesitar ese contacto tanto como él.
Cuando cayó la noche y la luz desapareció de la boca del pozo, le pareció que las paredes se le caían encima.
– Jonas… -susurró, y él estaba allí. Claro que estaba allí. Lo había prometido.
– Ya estamos a cinco metros -le dijo-. Estamos perforando más deprisa de lo que creíamos. Al paso que vamos, os sacaremos hacia el amanecer.
Em respiró hondo.
– Necesito luz.
– ¿Se te han terminado las pilas de la linterna?
– No. Quiero decir allí arriba, para poder ver… Para poder verte.
La voz de Em se debilitaba, pero Jonas intuyó lo que pasaba. Era imposible predecir la claustrofobia, pero si ocurría, era muy difícil controlarla.
– ¿Necesitas subir? -el tono de Jonas era de ansiedad.
– De ninguna manera -no podía dejar a Sam. Entre otras cosas, porque pasar de nuevo por el estrechamiento podía hacer que se desprendieran tierra y piedras y, entonces, volver a bajar sería imposible.
Tenía que controlar la claustrofobia que empezaba a sentir.
– Sólo necesito ver la boca del agujero…
– Eso tiene arreglo -la tranquilizó Jonas, y comenzó a dar órdenes. Enseguida pusieron focos encima del pozo y ella pudo mirar y ver la luz. Y el rostro y la sonrisa de Jonas-. No tardaremos mucho, Em -dijo para tranquilizarla-. Estamos recubriendo las paredes con tablones a medida que avanzamos, y eso es lo que nos está demorando. No podemos movernos demasiado deprisa, o nos arriesgamos a tener una tragedia, pero estamos avanzando lo más rápido posible.
– Seis metros… -le dijo Jonas.
Aunque lejano y muy amortiguado, Em podía oír el rumor de las voces de los hombres trabajando.
Nueve metros.
Luego oyó ruidos que atravesaban las paredes de tierra más o menos al mismo nivel en que ella estaba. Estaban perforando a tres metros de distancia, pero aún tenían que perforar a más profundidad y luego hacer el túnel.
– Tardaremos alrededor de dos horas más -dijo Jonas. El tono de su voz estaba lleno de optimismo y exigía una contestación optimista-. ¿Podrás aguantar tanto?
– Claro que puedo -afirmó Em.
Al fin se oyó el ruido de tierra y piedras que caían y un rayo de luz se filtró por debajo de la barbilla de Sam. Alguien estaba por debajo de él.
Em ya no podía más. Tenía calambres en todos los músculos, y estaba tan cansada que ya no sentía su cuerpo. Además, necesitaba urgentemente ir al baño. Pero Sam se estaba moviendo y no debía hacerlo todavía.
– No -dijo bruscamente, y lo acarició-. Los hombres han llegado abajo de nosotros, pero aún no han terminado de colocar los tablones para que no puedas caerte. Aún es peligroso que nos movamos. Sam, cariño, ¿Puedes aguantar un poquito más? -el pequeño estaba consciente sólo a ratos y Em no sabía si era por el shock, los daños internos o por los analgésicos que le había dado-. Ya están muy cerca -le dijo al niño, y pensó, «apresuraos»-. Pronto estarás con tu mamá.
En cuanto a Em, ella sabía qué era lo que ansiaba. Pronto estaría con Jonas.