– ¿confirmando que puedo tener cáncer? -sus ojos echaban chispas. Em pensó que la pobre Anna estaba al límite-. Nadie está disipando mis temores ahora.
– Yo puedo hacerlo -dijo Em en tono amable, pero firme. Anna no necesitaba falsas esperanzas ni que la tranquilizaran. Lo que necesitaba eran datos objetivos siéntate, Anna.
Anna se sentó, pero su expresión era la de un animal acorralado. No temía por ella misma, sino por los tres niños pequeños que dependían de ella.
– Anna, tu hermano es cirujano. Él puede asegurarte todo lo que te digo, pero quiero que me escuches. Primero: has venido muy pronto y el bulto está muy bien definido. Eso quiere decir que puede ser un quistecito sin importancia, lo cual se puede confirmar con una biopsia, o, en el peor de los casos, un pequeño cáncer que podemos extirpar. No puedo prometerte nada sin hacerte unas pruebas. Si, como sospecho, está confinado a una pequeña zona, aunque fuera cáncer no tienes por qué temer perder tu pecho.
– Pero yo quiero… -Anna resopló antes de continuar-. Si es cáncer, quiero que me lo quiten. Todo el pecho.
– Los cirujanos no extirpamos el pecho si no hay muy buenos motivos -dijo Em-. Aunque fuera cáncer, con las técnicas quirúrgicas actuales no suele ser necesario. Sólo se quita la parte afectada. Eso quiere decir que tendrías una cicatriz en un pecho y que sería algo más pequeño que el otro.
– ¿Eso es todo? -Anna parecía no creer nada-. ¿Y qué hay de la quimioterapia?
– Si es tan pronto como parece, tendrías un tratamiento de seis semanas de radioterapia para eliminar las células que pudieran quedar. Luego, el oncólogo decidiría si necesitas quimioterapia o no.
– Pero…
– La tasa de supervivencia para un cáncer incipiente es muy buena -dijo Em con firmeza-. Después de la cirugía y la radioterapia es de más de un noventa por ciento. Y no es la horrible experiencia que solía ser antes. Sinceramente, Anna, los peores efectos secundarios de la quimioterapia son la pérdida de pelo y la fatiga que sientes mientras tu cuerpo recibe la medicación. Y eso no es gran cosa -sonrió-. Tú y tu hermano sois tan atractivos, que un cráneo brillante os haría parecerlo aún más.
– Y yo me raparía la cabeza para hacerte compañía -intervino Jonas, consiguiendo, al fin, que su hermana sonriera.
– No, no lo harías.
– Ya lo verás…
– Yo no quiero ser calva.
– Y no necesitas serlo -dijo Em-. El sistema sanitario de este país te dará una peluca si la necesitas, sea cual sea tu nivel económico. Y las pelucas son estupendas -añadió, sonriendo. La tensión iba disminuyendo-. ¿Conoces a June Mathews?
– Sí, claro -todo el mundo conocía a June, la administradora del pequeño centro comercial. Era una rubia despampanante. O, para decir verdad, era rubia hasta que se cansó de serlo.
– June no se tiñe el pelo -la sonrisa de Em se hizo más amplia-. Cuando se cansa de su peinado, se compra otro.
– ¡Bromeas!
– No bromeo. A ella no le importa que yo se lo cuente a la gente que necesita saberlo, siempre y cuando les pida que no se lo cuenten a nadie más. June tiene alopecia, es decir, pérdida del cabello, y lleva peluca desde hace veinte años.
– ¡No me lo puedo creer! -Anna estaba muy sorprendida y, por un instante, dejó de pensar en su problema.
– Créeme. Y yo sé que estaría encantada de ayudarte a escoger una peluca si fuera necesario. Le encanta comprarlas. ¡Una vez me dijo que escogerlas le parece más divertido que el sexo! -Anna parpadeó atónita y Em le dedicó una sonrisa tranquilizadora-. Pero, Anna, estamos yendo demasiado deprisa. Como ya te dije, es muy posible que sólo se trate de un quiste.
– Estarás bien, Anna -añadió Jonas en un tono que Em adivinó lleno de emoción. Después de todo, se trataba de su hermana pequeña.
Em miró a Jonas y se percató de que él también esperaba que lo tranquilizaran. Quería datos objetivos. Como cirujano, era seguro que conocía las estadísticas, pero quería oírlas en voz alta.
Cáncer era una palabra que asustaba, y la única manera de conjurar el miedo era plantarle cara.
Él estaba pidiendo ayuda y Em estuvo a punto de darle la mano. Su sonrisa desapareció. Los dos hermanos tenían miedo de la misma cosa.
Anna respiró hondo y reunió fuerzas para decir:
– Si… si fuera cáncer, se reproducirá. Yo me moriré. Mis hijos… Sam, Matt y Ruby… Ruby sólo tiene cuatro años. ¿Quién velará por ellos?
– Anna, me he pasado las últimas veinticuatro horas montando a caballito a tus tres monstruos -dijo Jonas en tono de víctima-. Quiero mucho a tus hijos y, naturalmente, los cuidaría, pero mi espalda te estaría muy agradecida si nos dejaras que arreglemos las cosas para que vivas.
– Yo…
– Por favor, Anna.
Anna volvió a tomar aliento.
– No tengo otra opción ¿verdad?
– No la tenemos -repuso Jonas incorporándose en la silla. Se frotaba las manos una y otra vez. Había estado sometido a una gran tensión, preguntándose qué era lo que le ocurría a su hermana. La respuesta le había significado un cierto alivio, ya que había diagnósticos mucho peores que el cáncer de pecho-. Anna, yo adoro a tus hijos, pero seguro que estarán mejor con su mamá que con su tío Jonas -sonrió de una manera tan atractiva que Em sintió que su interior se revolucionaba. ¡Qué estupidez! Tenía que hacer un esfuerzo por concentrarse en lo que él estaba diciendo-. Estoy dispuesto a quedarme en Bay Beach mientras me necesites. Y tengo la impresión de que a la doctora Mainwaring también le vendría bien un poco de ayuda. ¿Y qué puede hacer un hombre con dos mujeres desvalidas, sino quedarse? -preguntó sonriendo de nuevo-. Así que vamos a organizar lo de las pruebas y a ponemos en marcha, por favor.
Anna alzó la vista y miró con dureza a su hermano. Luego se volvió hacia Em. Su expresión demostraba un poco menos de miedo. La decisión más difícil ya estaba tomada.
– Sí, -dijo por fin, con una sonrisa casi tan amplia como la de su hermano.
– Entonces, manos a la obra -repuso Em, y comenzó a marcar un número de teléfono.
CAPITULO 2
LA LUZ del atardecer despertó a Em. Lo que sentía era algo tan novedoso que, por un momento, pensó que estaba soñando. Poco a poco fue recordando lo sucedido por la mañana y la invadieron sentimientos muy complejos y difíciles de asumir.
Primero estaba Charlie. A pesar de la edad que él tenía, su muerte le había dejado un vacío y un dolor que tardaría en acallar.
Em siempre intentaba no dejarse afectar por los problemas de sus pacientes, pero como único médico en una pequeña ciudad, eso resultaba imposible. Además, conocía a Charlie de toda la vida. Siendo aún muy niña, murieron sus padres y la crió su abuelo. Él y Charlie eran muy amigos. Con la muerte de Charlie desaparecía el último vínculo con su niñez. El último lazo con los fines de semana que había pasado pescando en el bote de su abuelo, o sentada en el embarcadero cebando anzuelos, mientras los dos hombres charlaban al sol. O de las incontables tazas de te que ellos le preparaban cuando estaba estudiando sus libros de medicina.
Los había querido mucho. Su abuelo había muerto dos años antes, y esa mañana Charlie había ido a buscarlo.
Pensó que lo echaría muchísimo de-menos.
Y Jonas… ¿Qué pasaba con Jonas?
Estaba muy confusa. Se había acostado para dormir una siesta de pocos minutos y se despertó dos horas después, totalmente confundida: la tristeza por la muerte de Charlie, la tensión por el bulto de Anna…
Y el recuerdo de Jonas.
¿Por qué se superponía a todo lo demás? Estaba allí como una luz, iluminando el resto de su horrible día, y era una sensación tan nueva que intentó retenerla.
Se levantó y se lavó la cara, amonestándose por haber dejado que otro doctor, de quien no sabía nada, se hiciera cargo de su trabajo.
Tenía que comprobar quién era, se dijo. Su instinto hacía que lo creyera, pero confiarle a sus pacientes era otra cosa, y el tribunal médico no vería con buenos ojos que hubiera cedido sus responsabilidades a un charlatán.