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– No cambies de tema.

– No, pero, ¿tienes o no? -insistió Jonas-. Porque si tienes más visitas, puedo llevarte antes de que te deje de nuevo en el hospital.

– Para que puedas intercalar una escena de amor… -reprochó ella, y él se rió.

– Me has dado una idea.

– Una muy mala idea -contestó Em, fulminándolo con la mirada.

– ¿No apruebas hacer el amor?

– Sólo con alguien que me guste y en quien confíe.

– Vaya.

– Ya lo sabes. Llévame a casa.

– Sabes que tengo mis razones -aclaró él, y ella asintió.

– Supongo que sí. No puede ser que estés totalmente chiflado, o no te habrían dado el título de médico.

– Así es -dejó de sonreír-. Em, tú ya sabes que Anna no deja que me acerque a ella. He tenido que batallar mucho para llegar hasta aquí. Si no estuviera tan aterrorizada, no me habría dejado que la acompañara. Cuando vuelva a tranquilizarse, me dará de lado. Ella no me quiere.

– Supongo que tendrá sus motivos

– Puede ser.

Silencio. La risa se había apagado por completo, y el rostro de Jonas parecía triste. Em pensó que él no le diría nada si no se lo preguntaba. Ella era médico de familia, y estaba acostumbrada a hacer preguntas difíciles.

– ¿Y cuáles son sus motivos? -¿De veras quieres saberlos?

– Quiero saberlo todo sobre la familia de mi amante

– dijo Em con tono remilgado. -Touché.

– Así que, cuéntamelo.

Él permaneció callado.

La casa de Anna estaba en la parte más alejada del cabo, a unos diez minutos en coche. Iban por la carretera de la costa y la luna iluminaba el mar. El ruido de las olas entraba por las ventanillas. «Una noche para los enamorados», pensó Em, y Jonas había dicho que él era uno de ellos.

Pero era mentira. Lo había dicho para conseguir algo. Y ese algo no tenía nada que ver con Emily.

– Mi padre era alcohólico -dijo él por fin, y Em hizo una mueca.

– ,¿Fue duro?

– Muy duro -detrás de la valentía de sus palabras había años de sufrimiento-. Mi madre no podía soportarlo. No tenía una personalidad fuerte y cuando Anna tenía nueve años y yo doce, conoció a otro hombre y desapareció, dejándonos con papá.

Em se quedó pensativa. Sabía lo que era tener un padre alcohólico porque en su consulta tenía un par de chicos con muchos problemas por esa misma razón. No le gustaba lo que estaba pensando.

– ¿,Tienes ganas de contármelo? -preguntó ella, y él asintió.

– No muchas, pero quizá tenga que hacerlo si tú aceptas el juego.

– ¿Quieres decir, fingir que somos amantes?

– Fingir que me necesitas -dijo, y le dedicó esa sonrisa que la hacía estremecer. Adoraba la sonrisa de ese hombre.

– Por supuesto. Pero sólo desde el punto de vista médico -añadió fingiendo remilgo.

– Y no en tu cama.

– Tengo un chucho viejo que se llama Bernard -dijo Em muy seria-. Lo rescaté de la perrera hace muchos años. Su trabajo es calentarme la cama, y es todo lo que necesito.

– Qué suerte tiene el viejo Bernard. ¿Te ha visto con el pelo suelto?

– Doctor Lunn, ¿vas a contarme cuál es el problema de Anna, o vas a dejarme salir del coche? -amonestó Em-. Estoy empezando a cansarme de estar aquí.

– Yo, en cambio, me lo estoy pasando bien. Y no tengo ganas de hablar de mi padre.

– Pero necesitas contármelo -después de todo, ella era médico, y sabía dar en el clavo. Tenía que hacerlo si quería sobrevivir una mañana en la consulta sin que los cotilleos y tonterías la abrumaran.

– No hay mucho que contar -volvió a ponerse serio y se concentró en la carretera-. Mi padre era encantador, atractivo, amable e ingenioso… -«igual que su hijo», pensó Em para sus adentros-. Y también era un borracho empedernido. Podía conseguir lo que deseara de las personas. Anna lo quería tanto, que aunque mi madre hubiera querido que nos fuéramos con ella, que no fue el caso, no creo que Anna hubiera ido. Ella creía en él, pero él le mentía una y otra vez, y siempre que la defraudaba, ella inventaba alguna excusa para disculparlo. Después de que nuestra madre nos dejara, casi todas las excusas se centraron en mí.

– No entiendo…

– Mentía siempre, pero yo no me di cuenta hasta que, hace poco, antes de morir, me contó muchas cosas. Le prometía a Anna un vestido nuevo y luego le decía que yo me había gastado todo su dinero esa semana. O le juraba que la llevaría a bailar para su cumpleaños, y luego le decía que tenía que marcharse porque yo me había metido en un lío en la universidad. Para pagarme los estudios, yo trabajaba en lo que me saliera, pero mi padre nunca se lo dijo a Anna. Ella sabía que yo trabajaba, pero siempre le hacía creer que todo el dinero que le sobraba me lo daba a mí. Así que nunca quedaba nada para ella.

– Oh, Jonas…

– Aún hay cosas peores -dijo Jonas con tristeza pero no querrás saberlas. Baste con decir que yo siempre era el malo y papá me trataba como tal. Me echaba la culpa de que mi madre se hubiera ido. Y todo empeoró cuando pedí que canalizaran su pensión a través de la Seguridad Social. Al menos así, Anna recibía lo suficiente para comer. Es más, parte de lo que yo ganaba en mis trabajos de estudiante, se lo daba a él, pero mi padre detestaba que yo controlara la situación.

– Alguien tenía que hacerlo.

– Dices bien.

Em pensó en un niño que conocía que tenía un padre alcohólico. Era uno de sus pacientes y a Em le dolía el hecho de que pareciera demasiado mayor para su edad.

– Y entonces… -inquirió Em con dulzura.

– Y entonces, Anna conoció a Kevin, que era igual que papá -una vez más la voz de Jonas se llenó de amargura-. Kevin era muy atractivo y la hacía reír, pero bebía como un pez. Y dependía de ella, igual que papá -se encogió de hombros-. Anna y yo hemos aprendido a no depender de la gente, pero no nos importa que la gente dependa de nosotros. Así que Anna se enamoró locamente, o así lo creía, y cuando yo intenté intervenir, detestó que lo hiciera. Y cuanta más razón tenía yo, más me odiaba. -Ha debido de ser un infierno. -Lo era -dijo con amargura-. Y todavía lo es. -¿Aún te lo reprocha?

– Supongo. Pero yo quiero a mi hermana, Em, y estoy haciendo todo lo posible para que su vida vuelva a un buen cauce. Ahora que Kevin se ha ido, tengo una oportunidad. A menos que esa maldita enfermedad…

– ¡Eh! -sin darse cuenta, Em alargó la mano para agarrar la suya-. Jonas, conoces las estadísticas. Y son bastante favorables.

– Sí, pero cáncer es una palabra que asusta -ella le apretó la mano.

– Entonces, llámalo quiste, al menos hasta mañana. -Tú no piensas que sea un quiste. Es cáncer y quizá ya se haya extendido. A nuestra familia no le pasan cosas buenas -cada vez agarraba el volante con más fuerza y ella sentía bajo su mano la tensión de sus músculos-. A Anna no le pasan cosas buenas.

– Yo creo que sí le pasan. Él soltó una carcajada.

– ¿Cómo has llegado a esa conclusión?

– Porque te tiene a ti -dijo con dulzura-. Porque la estás apoyando en todo el camino.

– Ella no me deja.

– Como socio mío, no puedes estar en otro sitio. -¿Estás de acuerdo en seguirme el juego?

– Estoy de acuerdo en que te necesito. Por tanto tiempo como haga falta.

«No todo es tan simple como él lo pinta», pensó Em mientras trataba de conciliar el sueño esa noche. Por fortuna, el hospital estaba tranquilo. A los gemelos de la noche anterior se los habían llevado en avión a Sydney. Las piedras de la vesícula de Henry Tozer, que la habían preocupado la noche anterior, se habían calmado, y la paz reinaba en todas las dependencias.

Bernard roncaba pacíficamente a los pies de la cama. Todo iba bien en su mundo.

Sin embargo, Em no podía dormirse, reflexionando sobre la promesa que acababa de hacer.

Si el bulto de Anna resultaba ser maligno, Jonas querría quedarse para la operación y, después, para la radioterapia y posible quimioterapia. Eso llevaría unos tres meses, por lo menos. Podía tenerlo allí tres meses.