Robert Harris
El hijo de Stalin
A la memoria de Dennis Harris 1923–1996
y para Matilda
PRÓLOGO
LA HISTORIA DE RAPAVA
La muerte resuelve todos los problemas:
acabado el hombre, acabado el problema.
Una noche muy tarde, hace mucho tiempo —incluso antes de que hubieras nacido, muchacho—, había un guardaespaldas en la galería del fondo de una gran casa de Moscú. Era una noche fría, sin estrellas ni luna, y el hombre fumaba un cigarrillo más que nada para darse calor, con sus manos de joven campesino ahuecadas alrededor de un papirosa georgiano.
Ese guardaespaldas se llamaba Papú Rapava, tenía veinticinco años y era de Mingrelia, de la costa nororiental del mar Negro. En cuanto a la casa… bueno, en realidad se trataba más bien de una fortaleza. Era una mansión zarista, de media manzana de largo, en la zona diplomática de la ciudad, cerca del río. En alguna parte de la gélida oscuridad, al fondo del jardín amurallado, había un huerto de cerezos, después una calle ancha, la Sadovaya-Kudrinskaya, y más allá los terrenos del zoológico de Moscú.
No había tráfico. A lo lejos, cuando todo estaba en silencio como ahora y el viento soplaba en la dirección apropiada, se oía débilmente el aullido de los lobos enjaulados.
Por suerte la chica ya había dejado de gritar, porque esos gritos eran un suplicio para los nervios de Rapava. Seguro que no tenía más de quince años, no era mucho mayor que la hija de su hermana. Cuando él la había recogido para llevarla, lo había mirado… lo había mirado… bueno, para ser franco, muchacho, preferiría no hablar de eso… ni siquiera ahora, cincuenta años más tarde.
Sea como fuere, la chica por fin se había callado y él se estaba fumando el cigarrillo a gusto cuando sonó el teléfono. Debían de ser la dos de la madrugada. Nunca se olvidaría de eso. Dos de la madrugada del 2 de marzo de 1953. En la fría quietud de la noche la campanilla sonó como una alarma de incendios.
Actualmente —es importante que comprendas esto— suele haber cuatro hombres en un turno de guardia: dos en la casa y dos en la calle; pero cuando lo de la chica, el jefe prefería que hubiera el mínimo per- sonal de seguridad, al menos dentro, así que esa noche Rapava estaba solo. Tiró el cigarrillo, salió de la sala de guardia, cruzó la cocina y entró en el vestíbulo. El teléfono era un viejo aparato de pared de antes de la guerra. ¡Dios mío, qué fuerte sonaba! Levantó el auricular en mitad de un timbrazo.
—¿Lavrenti? —dijo un hombre.
—No está aquí, camarada.
—Búsquelo. Soy Malenkov. —La voz habitual-mente tranquila estaba ronca de terror.
—Camarada…
—Búsquelo. Dígale que ha sucedido algo, algo en Blizhny. —¿Sabes lo que significa Blizhny, muchacho? —preguntó el anciano.
Estaban los dos en una minúscula habitación del piso 23 del hotel Ucrania, apoltronados en un par de sillones baratos, tan cerca que casi se tocaban las rodillas. La lámpara de la mesilla de noche proyectaba sus sombras sobre la cortina de la ventana: una, un perfil huesudo y calvo por la edad; la otra, a uno carnoso, de mediana edad.
—Sí —respondió el más joven, al que todos llamaban Chiripa Kelso —. Sí, sé lo que significa Blizhny.
«Claro que lo sé —tenía ganas de decir—. ¡Di clases de historia soviética durante diez jodidos años en Oxford!»
Blizhny quiere decir «cerca» en ruso. «Cerca», en el lenguaje del Kremlin de los cuarenta y cincuenta, era la abreviatura de «cerca de la dacha». Y «cerca de la dacha» quedaba Kuntsevo, en las afueras de Moscú… Una valla doble de todo el perímetro, trescientos hombres de las tropas especiales del NKVD1 y ocho cañones antiaéreos de 30 mm camuflados, todo oculto en el bosque de abedules para proteger al solitario y anciano residente de la dacha.
Kelso esperó a que el viejo siguiera, pero Rapava, de pronto, parecía preocupado. Trataba de encender un cigarrillo pero no podía. Los dedos no conseguían desprender las endebles cerillas de cartón. No tenía uñas.
—¿Qué hizo entonces? —Kelso se inclinó y le encendió el cigarrillo, tratando de que el gesto enmascarara la pregunta y no se le notara el entusiasmo en la voz. En la pequeña mesa que había entre ellos, oculta entre botellas vacías, vasos sucios y un cenicero con paquetes de Marlboro estrujados, había una grabadora en miniatura que Kelso había puesto cuando Rapava no miraba. El viejo dio una calada ansiosa, contempló la brasa del cigarrillo con gratitud y arrojó las cerillas al suelo.
—Si sabes lo que es Blizhny —dijo al fin apoyándose contra el respaldo—, entonces sabes lo que hice.
Treinta segundos después de contestar el teléfono, el joven Papú Rapava llamaba a la puerta de Beria. El miembro del Politburó Lavrenti Paviovich Beria, envuelto en un quimono abierto de seda roja a través del cual se le desparramaba la tripa como un gran saco de arena, le gritó a Rapava «capullo» en mingreliano y le dio un empujón en el pecho que lo hizo retroceder por el corredor a trompicones. Como iba descalzo avanzó sin hacer ruido por el pasillo hacia la escalera; los pies blancos y sudados dejaban un huella húmeda sobre el parquet.
Rapava vio el interior del cuarto por la puerta abierta: la gran cama de madera, el pie de una pesada lámpara de metal con forma de dragón, las sábanas carmesí, las extremidades blancas de la chica, despatarrada como para un sacrificio. Tenía los ojos muy abiertos, la mirada perdida y vacía. No hizo esfuerzo alguno por cubrirse. En la mesilla de noche había una jarra de agua y unos frascos de medicamentos. Sobre la alfombra Aubusson amarilla clara había un montón de pastillas esparcidas blancas y grandes.
No recordaba nada más, ni cuánto tiempo había estado exactamente allí hasta que Beria volvió a subir la escalera jadeando, agitado por la conversación con Malenkov, y le lanzó la ropa a la chica mientras le gritaba«¡Fuera! ¡Largo de aquí!», y a él le ordenaba que tra- jera el coche. 1. Comisariado del Pueblo para Asuntos Interiores, policía secreta soviética. (N. de la T.)
Rapava le preguntó si necesitaba a alguien más. (Tenía en mente a Nadaría, el guardaespaldas principal que solía ir con el jefe a todas partes. Y quizá a Sar-sikov, que en aquel momento dormía la mona de vodka y roncaba en la caseta de guardia, al lado del edificio.) Beria, que había empezado a quitarse la bata de espaldas a Rapava, se quedó pensando durante un instante y le echó una mirada por encima del hombro con sus ojos pequeños y brillantes detrás de unas gafas sin montura.
—No —dijo al fin—. Sólo tú.
Se trataba de un coche americano, un Packard de doce cilindros, de carrocería verde oscuro, con un estribo de medio metro de ancho… una belleza. Rapava lo sacó del garaje en marcha atrás y bajó por la calle Vspolni directamente hasta la puerta de entrada. Dejó el motor en marcha para que circulara la calefacción, saltó del vehículo y se plantó junto al asiento trasero con la típica postura del NKVD: mano izquierda sobre la cadera, abrigo y chaqueta con el cuello ligeramente levantado, sobaquera a la vista y mano derecha en la culata de la pistola Makarov, mientras vigilaba la calle en ambas direcciones. Beso Dumbadze, otro de los muchachos de Migrelia, apareció corriendo por la esquina en el momento en que el jefe salía de la casa. —¿Qué llevaba puesto?
—¡Y yo qué sé, muchacho! —replicó el viejo, irritado—. ¡Qué demonios importa cómo iba vestido! En realidad, ahora que lo pensaba, el jefe iba de gris —abrigo gris, traje gris, jersey gris, sin corbata—, lo que junto con las gafas sin montura, los hombros caídos y esa cabeza grande y redonda le daban aspecto de búho, sí, de un búho gris, viejo y malévolo. Rapava le abrió la puerta y Beria se sentó detrás. Dumbadze, que estaba a unos diez metros, hizo un gesto con las manos como si dijera «¿Y ahora qué cono hago?», a lo que Rapava respondió encogiéndose de hombros con una especie de «¡Y yo qué cono sé!» Rodeó el coche, se sentó al volante, puso primera y arrancaron.