—Parecía muy convincente.
—Los locos suelen serlo. O es una broma práctica. Alguien que quiere dejarte en ridículo. ¿Has pensado en eso? No eres exactamente el niño más querido de la clase.
Kelso echó una mirada por el pasillo a la sala de conferencias. No era una mala teoría. Allí había un montón de gente a la que no le caía bien. Había aparecido en demasiados programas de televisión y en de- masiadas columnas de periódico, la crítica se había ocupado demasiado de sus libros inútiles. Saunders merodeaba por un rincón, fingiendo hablar con Moldenhauer, pero era evidente que los dos intentaban oír lo que le decía a Adelman. (Después de la ponencia de Kelso se había quejado mucho de su «subjetividad». «Lo que me gustaría saber es para qué lo han invitado. Tenía entendido que era un simposio para investigadores serios…»)
—No tienen el ingenio —dijo mientras los saludaba con la mano, complacido de ver cómo se perdían de vista— ni la imaginación.
—Sin duda tienes mucho talento para granjearte enemigos.
—Bah, ya sabes lo que dicen: cuantos más enemigos, más honores.
Adelman sonrió y abrió la boca como para decir algo, pero pareció pensárselo mejor. ¡
—¿Puedo preguntar qué tal está Margaret? !
—¿Quién? Ah, ¿te refieres a la pobre Margaret? Está bien, gracias. Bien y con ganas de guerra, según los abogados.
—¿Y los niños?
—Entrando en plena primavera adolescente.
—¿Y el libro? Hace tiempo… ¿Has avanzado con el libro nuevo?
—Estoy en ello.
—¿Cuánto has escrito? ¿Doscientas páginas? ¿Cien?
—¿Qué es esto, Frank?
—¿Cuántas páginas?
—No sé. —Kelso se pasó la lengua por los labios resecos. Era casi increíble, pero se dio cuenta de que podía aguantar sin tomarse una copa—. Unas cien, quizá. —Tuvo la visión de una pantalla vacía y un cursor parpadeando débilmente, como el pulso de una máquina corazón-pulmón a punto de ser desconectada. No había escrito ni una palabra—. Escucha, Frank, es posible que haya algo, ¿no crees? No olvides que Stalin no tiraba nada. ¿Acaso Jruschov, tras la muerte del viejo, no encontró una carta en un compartimiento secreto del escritorio? —Se frotó la cabeza dolorida—. ¿Esa carta en la que Lenin se quejaba de cómo trataba Stalin a su mujer? Y esa lista del Politburó con cruces en los nombres de todos los que pensaba purgar. Y su biblio- teca… ¿te acuerdas de su biblioteca? Había cosas apuntadas en casi todos los libros.
—¿Y? ¿Qué intentas decir?
—Sólo digo que es posible, eso es todo. Stalin no era Hitler, tomaba nota de todo.
—Quod volumus credimus libenter —recitó Adelman—. Lo que significa…
—Sé lo que significa…
—… lo que significa, mi querido Chiripa, que siempre creemos lo que queremos creer. —Adelman le palmeó el brazo—. No quieres que te lo diga, ¿no? Lo siento. Puedo mentirte si prefieres. Te diré que ese tipo es el único en un millón con semejante material y que además no es un engaño; que va a llevarte a las memorias inéditas de Stalin, que reescribirás la historia, ganarás millones de dólares, las mujeres se rendirán a tus pies, Duberstein y Saunders formarán un coro para cantar tus alabanzas en medio del patio de Harvard…
—De acuerdo, Frank. —Kelso apoyó la cabeza contra la pared—. Ya me has dado tu opinión. No sé. Sólo que… Tendrías que haber estado con él… —insistió, reacio a darse por vencido—. Pero hay algo que me suena. ¿A ti no?
—Sí, claro que me suena, más bien me suena como una alarma. — Adelman sacó un viejo reloj de bolsillo—. ¿Volvemos? Ya es hora. Olga estará frenética. —Cogió a Kelso del hombro y lo llevó por el pasillo—. De todas formas, no puedes hacer nada. Mañana volvemos a Nueva York. Hablaremos a nuestro regreso. A ver si hay algo para ti en la facultad. Eras un gran profesor.
—Un profesor lamentable.
—No; eras muy bueno hasta que te atrajeron los cantos de las sirenas baratas del periodismo y la publicidad y te apartaron del camino del estudio y la rectitud. Hola, Olga.
—¡Vaya, estaban aquí! La sesión va a empezar. Ay, doctor Kelso, vaya, eso no está bien, prohibido fumar, gracias. —Se inclinó y le quitó el cigarrillo de los labios. Tenía una cara lustrosa de cejas depiladas. Tiró la colilla en el poso del café y le quitó la taza.
—Olga, Olga… ¿por qué tanta luz? —se quejó Kelso mientras se llevaba la mano a la frente a modo de visera. La sala de conferencias exudaba una luz de tungsteno.
—La televisión —dijo Olga con orgullo—. Hacen un programa sobre nosotros.
—¿La televisión local? —Adelman se arregló la pajarita—. ¿Nacional?
—Satélite, profesor. ¡Internacional!
—Vaya, ¿cuáles son nuestros asientos? —murmuró Adelman protegiéndose los ojos de las luces.
—¿Doctor Kelso? ¿Puedo hablar un minuto con usted? —Le preguntó alguien con acento estadounidense.
Kelso se volvió y vio a un hombre que le sonaba vagamente.
—¿Sí?
—R. J. O'Brian —dijo el hombre mientras le tendía la mano—. Corresponsal en Moscú de la Cadena de Informativos Vía Satélite. Estamos haciendo un reportaje especial sobre la polémica…
—No puedo, pero estoy seguro de que el profesor Adelman, aquí conmigo, tendrá mucho gusto en…
Adelman, ante la perspectiva de una entrevista por televisión, pareció aumentar de tamaño como un muñeco inflable.
—Bueno, siempre y cuando no sea a título oficial…
O'Brian no le hizo caso.
—¿Está seguro de que no puedo tentarlo? —le dijo a Kelso—. ¿No hay nada que quiera decir al mundo? Leí su libro sobre la caída del comunismo. ¿Cuándo salió? ¿Hace tres años?
—Cuatro —respondió Kelso.
—En realidad creo que fue hace cinco —corrigió Adelman.
En realidad, pensó Kelso, fue hace casi seis. Dios mío, ¿qué he hecho en todo este tiempo?
—No, pero se lo agradezco de todas formas. Últimamente prefiero no salir por televisión. —Miró a Adelman—. Parece que es una sirena barata.
—Más tarde, por favor —resopló Olga—. Las entrevistas son más tarde. El director está hablando. Por favor. —Kelso sintió el paraguas en el hombro mientras la mujer lo obligaba a entrar en la sala—. Por favor, por favor… Cuando se sumaron los delegados rusos, más algunos observadores diplomáticos, la prensa y unas cincuenta personas del público, la sala se llenó de una manera espantosa. Kelso se dejó caer pesadamente en su asiento de la segunda fila. En el estrado, el profesor Valentin Askenov de los Archivos Estatales Rusos se había lanzado a una prolongada explicación sobre la microfilmación de los archivos del Partido. El camarógrafo de O'Brian retrocedía por el pasillo central mientras tomaba un plano general del público. La amplificación de la sonora voz de Askenov perforaba el oído de Kelso, ya de por sí dolorido. Una especie de sopor de neón había caído sobre la sala. Kelso se cubrió la cara con las manos; el día al que se enfrentaba le parecía interminable.
—Veinticinco millones de hojas de papel… —recitaba Askenov—. Veinticinco mil carretes de microfilm… siete millones de dólares…
Kelso deslizó las manos por las mejillas y se tapó la boca. ¡Tramposos! ¡Mentirosos!, quería gritar. Sabían tan bien como él que el noventa por ciento de los materiales seguía siendo reservado, y que para tener acceso a buena parte del resto había que pagar sobornos. Había oído que la tarifa para un archivo nazi incautado estaba en mil dólares y una botella de whisky.