—Me largo —le susurró a Adelman.
—No puedes.
—¿Por qué?
—Es descortés. Por el amor de Dios, siéntate y finge que te interesa, como hacen los demás —dijo Adelman, sin apartar la vista del estrado.
Kelso se quedó sentado.
—Diles que estoy enfermo —añadió al cabo de un minuto.
—No pienso hacerlo.
—Déjame, Frank. Voy a vomitar…
—Dios mío…
Adelman movió las piernas hacia un lado y se echó hacia atrás. Kelso, en un vano intento de llamar menos la atención, se encogió, pero tropezó con los pies de sus colegas y pateó el elegante pantalón negro de la señora Velma Byrd a la altura de la espinilla.
—Ay, joder, Kelso —protestó Velma.
El profesor Askenov levantó la vista de sus notas y se detuvo a media perorata. Kelso notó un silencio zumbón y amplificado, como si un animal enorme se hubiera vuelto para ver cómo avanzaba. Pareció durar una eternidad, el tiempo que le llevó llegar hasta el fondo de la sala. El discurso no recomenzó hasta que él pasó debajo de la mirada marmórea de Lenin y entró en el pasillo vacío. Se sentó detrás de la puerta cerrada del cubículo del lavabo de la planta baja del antiguo Instituto de Marxismo-Leninismo y abrió su bolso de lona, donde llevaba las herramientas de su oficio: un bloc de notas amarillo, lápices, una goma de borrar, una navaja pequeña del ejército suizo, una placa de bienvenida de los organizadores del simposio, un diccionario, un mapa de Moscú, una grabadora y una agenda, que era una especie de reliquia de vidas anteriores: viejos números, contactos perdidos, antiguas novias.
Había algo en la historia que le había contado el viejo que le sonaba, pero no podía recordar qué era. Sacó la grabadora y apretó el botón REBOBINAR, dejó que el casete retrocediera un poco, y apretó PLAY. Se acercó el aparato al oído y oyó, muy bajo, la voz fantasmal de Rapava.
«… Pero la habitación del camarada Stalin, en cambio, era de lo más sencilla. Hay que reconocer que siempre fue uno de los nuestros…» REBOBINAR. PLAY.
«… Y había algo raro, muchacho, se había sacado los lustrosos zapatos nuevos y los llevaba debajo de ese brazo rechoncho…» REBOBINAR. PLAY.
«¿… Sabes lo que significa Blizhny, muchacho…?»
«… Blizhny, muchacho…?»
«… Blizhny…»
2
El aire de Moscú sabía a Asia: polvo, hollín, especias orientales, gasolina barata, tabaco negro, sudor. Kelso salió del Instituto y se levantó el cuello de la gabardina. Cruzó la irregular explanada, sorteando charcos helados, mientras resistía la tentación de saludar con la mano a la hosca multitud… lo que sin duda habrían tomado como una «provocación occidental».
La calle bajaba hacia el sur, hacia el centro de la ciudad. Uno de cada dos edificios estaba cubierto de andamios. Unos escombros descendieron por una rampa de metal y cayeron ruidosamente en una nube de polvo. Pasó por un casino sospechoso y anónimo, al que sólo identificaba un cartel con unos dados saltarines; una peletería; una tienda que sólo vendía zapatos italianos… Unos mocasines hechos a mano equivalían al sueldo de un mes de cualquiera de los manifestantes, y Kelso sintió una punzada de lástima. De repente le vino a la cabeza una frase de Evelyn Waugh: «El nacimiento de un imperio muchas veces es motivo de pena; la caída, siempre.»
Al pie de la pendiente, giró a la derecha. Había parado de nevar, pero el frío y las ráfagas de viento eran inclementes. Al otro lado de la calle, debajo del muro de piedra roja del Kremlin, vio unas figuras diminutas que se inclinaban contra el viento, debajo de las cúpulas doradas de las iglesias que se asomaban por encima del parapeto, como globos de alguna gigantesca maquinaria meteorológica.
Su objetivo estaba allí delante. La Biblioteca Lenin, igual que el Instituto de Marxismo-Leninismo, había sido rebautizada. Ahora era la Biblioteca Central de la Federación Rusa, pero todo el mundo la seguía llamando Lenin. Cruzó las familiares puertas triples, le dio la bolsa y el abrigo a la babushka del guardarropía y le mostró su vieja tarjeta de lector a un guardia armado que estaba en una garita de cristal.
Éste apuntó su nombre y la hora en la hoja de entrada. Eran las diez y once minutos.
Aún tenían que terminar de informatizar el fondo bibliográfico, lo que significaba cuarenta millones de títulos en fichas de cartulina. Al final de un tramo de escalera, debajo de un techo abovedado, había un mar de archivadores de madera, entre los cuales Kelso se movía con la familiaridad de años atrás: abría un cajón detrás de otro y pasaba las fichas de tantas obras conocidas. Necesitaría a Radzinski y el segundo tomo de Volkovonov, también Jruschov y Alliluyeva. Las fichas de estos dos últimos estaban marcadas con el símbolo cirílico de «0» que significaba que habían estado en el fichero secreto hasta 1991. ¿Cuántos libros le permitían pedir? ¿Cinco? Al final se decidió por la serie de entrevistas de Chuyev al anciano Molotov. Después llevó el impreso de pedido al mostrador y observó cómo lo metían en un bote metálico y lo enviaban por el tubo neumático a las hondas profundidades de la Lenin.
—¿Qué demora hay hoy?
La empleada se encogió de hombros.
—¡Quién sabe!
—¿Una hora?
La mujer volvió a encogerse de hombros.
No ha cambiado nada, pensó Kelso.
Cruzó el descansillo, entró en la sala de lectura número 3 y se dirigió a su viejo asiento por el pasillo con la gastada moqueta verde que amortiguaba sus pasos. Allí tampoco había cambiado nada: ni el salón de suntuosos revestimientos de madera lustrosa, ni el olor seco, ni los pedidos de silencio. En una punta había una estatua de Lenin leyendo un libro y en la otra un reloj astrológico. Unas doscientas personas se inclinaban sobre sus mesas. Por la ventana de la izquierda, se veía la cúpula y el capitel de San Nicolás. Era como si nunca se hubiera marchado, como si los últimos dieciocho años hubieran sido un sueño.
Se sentó, dejó sus cosas y, en aquel momento, volvió a ser un estudiante de veintiséis años que vivía en una habitación de Corpus V, en la Universidad de Moscú, pagaba 260 rublos al mes por un escritorio, una cama, una silla, un armario, comía en la cantina del sótano plagada de cucarachas, y se pasaba los días en la Lenin y las noches con alguna novia: Nadia o Katia o Margarita o Irina. Irina… qué mujer. Pasó la mano por la superficie rayada de la mesa y se preguntó qué habría sido de Irina. Quizá tendría que haberse quedado con ella, con la bella Irina, con sus revistas samizdat y sus encuentros en el sótano, haciendo el amor al compás de una multicopista Gestetner y, después, promesas de que ellos serían distintos, que cambiarían el mundo.
Irina. Se preguntó qué pensaría de la nueva Rusia. Lo último que había sabido de ella era que trabajaba de ayudante de un dentista en el sur de Gales.
Miró la sala de lectura a su alrededor y cerró los ojos mientras intentaba que ese historiador de mediana edad, con resaca, unos kilos de más y traje de pana negro, siguiera aferrado al pasado unos minutos. Los libros llegaron poco después de las once. En lugar del segundo tomo le trajeron el primero, que tuvo que devolver. A pesar de todo, era suficiente. Se los llevó a su asiento y poco a poco se entregó a su tarea: leer, tomar notas y cotejar las versiones de la muerte de Stalin de di- ferentes testigos. El mero trabajo de investigación detectivesca le produjo, como siempre, un placer estético. Desechó las fuentes de segunda mano y las especulaciones. Sólo le interesaba la gente que efectivamente estaba en la misma habitación que el secretario general y había dejado un testimonio que podía cotejar con el de Rapava.
Según sus cálculos había ocho, los miembros del Politburó Jruschov y Molotov, Svetlana Alliluyeva —la hija de Stalin—, Rybin y Lozgachev —dos guardaespaldas de Stalin—, dos miembros de su equipo médico —los doctores Vinogradov y Myasnikov— y una reanimadora llamada Chesnokova. Los otros testigos se habían matado (como el guardaespaldas Khrustalev, que después de presenciar la autopsia había bebido hasta matarse), habían muerto poco después o habían desaparecido.