Todos los testimonios diferían en detalles pero en lo esencial eran iguales. Stalin había sufrido una embolia grave en el hemisferio cerebral izquierdo, solo en su habitación, en algún momento entre las cuatro de la madrugada y las diez de la noche del domingo 1 de marzo de 1953. Vinogradov, que le examinó el cerebro tras su muerte, encontró un endurecimiento importante de las arterias cerebrales que indicaba que Stalin ya debía de estar medio loco bastante antes de su muerte, quizá incluso desde hacía años. Nadie sabía a qué hora había sufrido la apoplejía. La puerta había estado cerrada durante todo el día y el personal tenía miedo de entrar en la habitación. El guardaespaldas Lozgachev le contó al escritor Radzinski que había sido el primero en armarse de valor:
Abrí la puerta… y me encontré al jefe tumbado en el suelo, con
la mano derecha levantada. Me quedé petrificado. No me obedecían
ni las manos ni las piernas. Probablemente todavía estaba
consciente, pero no podía hablar. Como oía bien, seguramente me
oyó entrar y levantó la mano para pedirme ayuda. Me acerqué de-
prisa y le dije: «Camarada Stalin, ¿qué le pasa?» Se había… bueno,
se había hecho sus necesidades encima mientras estaba allí
tumbado y con la mano izquierda trataba de estirar algo. «¿Llamo al
médico?», le dije. Respondió con un balbuceo incoherente, una
especie de «Zz… Zz…» Era lo único que podía decir.
Inmediatamente después los guardias llamaron a Malenkov. Malenkov llamó a Beria y la orden de éste, equivalente a asesinato por negligencia, fue que Stalin estaba borracho y lo dejaran dormir.
Kelso transcribió cuidadosamente el pasaje. De momento no había ninguna contradicción con Rapava. Por supuesto que eso no demostraba que dijera la verdad, puesto que él también podía haber leído el testimonio de Lozgachev para que su historia coincidiera. Pero tampoco indicaba que mintiera, y sin duda los detalles cuadraban: el tiempo, las órdenes de no llamar al médico, que Stalin se hubiera hecho sus necesidades encima, la forma en que había recuperado el conoci- miento pero sin poder hablar. Algo que sucedió al menos dos veces durante los tres días que tardó en morirse. Una vez, según Jruschov, cuando los médicos a los que al fin había llamado el Politburó lo alimentaban con cucharadas de sopa y té liviano, Stalin levantó la mano y señaló una de las fotos de niños de la pared. La segunda vez que recobró el conocimiento fue poco antes del final, y todo el mundo se dio cuenta, especialmente su hija Svetlana:
En lo que parecía la agonía final, de repente abrió los ojos y echó
una mirada a todos los que estaban a su alrededor. Fue una mirada
terrible, demente, o quizá enfadada y llena de miedo a la muerte y a
las caras desconocidas de los médicos que se inclinaban sobre él.
Recorrió a cada uno con la mirada durante un segundo. Luego
sucedió algo terrible e incomprensible que hasta el día de hoy no he
logrado olvidar ni entender. De repente levantó la mano izquierda
como si quisiera señalar algo en lo alto y lanzar una maldición sobre
todos nosotros. Un gesto incomprensible y amenazador que nadie
supo a qué ni a quién se dirigía. Acto seguido, en un esfuerzo final,
el espíritu se liberó del cuerpo.
Era un texto escrito en 1967. Cuando se detuvo el corazón de Stalin, los médicos ordenaron a la reanimadora Chesnokova, una mujer joven y fuerte, que golpeara el pecho del secretario general y le hiciera respiración boca a boca, hasta que Jruschov oyó crujir las costillas del viejo y le dijo que parara. «… nadie supo a qué ni a quién se dirigía». Kelso subrayó la frase con un lápiz. Si Rapava decía la verdad, era bastante obvio a quién maldecía Stalin: a Lavrenti Beria, el hombre que le había robado la llave de su caja fuerte privada. Lo que no estaba tan claro era por qué había señalado la foto del niño.
Kelso golpeteó el lápiz contra los dientes. Era todo muy circunstancial. Se imaginaba cómo reaccionaría Adelman si trataba de considerarla como algún tipo de prueba acreditada. Pensar en Adelman lo hizo mirar el reloj. Si se marchaba en aquel momento podía llegar al simposio tranquilamente para la hora del almuerzo y cabía la posibilidad de que nadie hubiera notado su ausencia. Recogió los libros y los llevó al mostrador, donde acababa de llegar el segundo tomo de Volkogonov.
—Bueno —le dijo la bibliotecaria con impaciencia—, ¿lo quiere o no?
Kelso dudó; estaba a punto de decir que no, pero decidió acabar lo que había empezado. Devolvió los otros libros y se llevó el Volkogonov a la sala de lectura.
Lo dejó sobre la mesa; parecía un ladrillo marrón oscuro. Triunf i Tragedia: politicheskii portret I. V. Stalina, Editorial Novosti, Moscú 1989. Lo había leído cuando salió y desde entonces no había tenido necesidad de volver a hojearlo; pero en aquel momento lo miró con entusiasmo y lo abrió. Volkogonov era un general del Ejército Rojo, con poderosos contactos en el Kremlin, que había conseguido permisos especiales bajo los mandatos de Gorbachov y Yeltsin para acceder a los archivos y que había utilizado para escribir tres biografías lapidarias — de Stalin, Trotski y Lenin—, cada una más revisionista que la anterior. Kelso levantó el ejemplar y hojeó el índice para buscar todo lo rela- cionado con la muerte de Stalin. Al cabo de un rato ya lo tenía; ahí estaba el recuerdo que había insistido en aflorar desde el preciso instante en que Papú Rapava había desaparecido en el amanecer de Moscú.
A. A. Yepishev, que había sido subsecretario de seguridad del
Estado, me dijo que Stalin tenía un cuaderno de hule negro en el
que de vez en cuando tomaba notas y que durante algún tiempo
había guardado las cartas de Zinoviev, Kamenev, Bujarin y hasta de
Trotski. Todos los esfuerzos por encontrar el cuaderno y las cartas
resultaron infructuosos, y Yepishev no reveló sus fuentes.
Yepishev no reveló sus fuentes, pero, según Volkogonov, tenía una teoría. Creía que Lavrenti Beria se había llevado los papeles privados de Stalin de su caja fuerte del Kremlin, mientras el secretario general estaba paralizado por el ataque de apoplejía.
Beria se dirigió precipitadamente al Kremlin donde es razonable
suponer que limpió la caja fuerte y se llevó los papeles personales
del jefe, y, con ellos, el cuaderno negro… Al destruir el diario, si es
que estaba allí, Beria se despejaba el camino para su propio ascen-
so. Quizá nunca se sepa la verdad, pero Yepishev estaba convencido
de que Beria quitó todo lo que había en la caja fuerte antes de que
los demás tuvieran acceso a ella.
Bueno, cálmate y no te entusiasmes porque esto no demuestra nada, ¿comprendes? Absolutamente nada.
Pero lo hace mil veces más probable.
Abrió de un tirón el cajón alargado de madera y pasó las fichas hasta dar con la de Yepishev, A. A. (1908-1985). El hombre había escrito un montón de libros de uniforme monotonía y mediocridad: Enseñanzas de historia: lecciones sobre el vigésimo aniversario de la victoria de la Gran Guerra Patria (1965), Guerra psicológica y problemas militares (1974), Lealtad a las ideas del Partido (1981)…
A Kelso se le había pasado la resaca, que había sido reemplazada por la conocida fase de euforia pos-alcohólica… como siempre, el momento del día más productivo, una sensación que, por sí sola, hacía que valiera la pena emborracharse. Bajó la escalera corriendo y se dirigió por el lúgubre pasillo a la sección militar de la Lenin. Era un ala pequeña e independiente, iluminada por luces fluorescentes y un aire de sótano. Un joven de jersey gris, apoyado contra el mostrador, leía una historieta de los años setenta.