—¿Tiene algo sobre un militar llamado Yepishev? —preguntó—. A. A. Yepishev.
—¿Para quién?
Kelso le dio su tarjeta de lector y el joven la examinó.
—¿No es usted el que escribió hace unos años un libro sobre el fin del Partido?
Kelso dudó —el joven podía ser de cualquiera de los dos bandos— pero al final admitió que era él.
—Andrei Efanov —dijo el joven mientras dejaba la historieta y le tendía la mano—. Un gran libro. Los ha jodido bien a esos cabrones. Veré lo que tenemos. Había dos libros de referencia con entradas sobre Yepishev: la Enciclopedia militar de la URSS y el Diccionario de héroes de la Unión Soviética, los dos contaban más o menos la misma historia, si uno sabía más o menos leer entre líneas: que Alexéi Alexéievich Yepishev había sido un estalinista intocable de altos vuelos de la vieja guardia; instructor del Komsomol y el Partido en los años veinte y treinta; Academia Militar del Ejército Rojo, 1938; comisario de la Fábrica Militar de Jarkov, 1942; Consejo de la División 38 del Primer Frente de Ucrania, 1943; comisario popular adjunto de la Construcción del Aparato de Medios, también 1943…
—¿Qué es el «aparato de medios»? —preguntó a Efanov, que miraba los libros de Kelso por encima del hombro.
Resultó que Efanov había hecho el servicio militar en Lituania — dos años de infierno— y le habían negado el ingreso en la Universidad de Moscú en la época comunista porque era judío. Ahora disfrutaba en grande removiendo el polvo y las cenizas de la carrera de Yepishev.
—El nombre en clave del programa atómico soviético —respondió a Kelso—, el proyecto favorito de Beria.
«Beria.» Tomó nota.
«… secretario del Comité Central del Partido Comunista de Ucrania, 1946…»
—Ésa fue la época de las purgas en Ucrania de los colaboracionistas, después de la guerra —dijo Efanov—. Un momento espantoso.
«… primer secretario del Comité del Partido Regional de Odessa, 1950; subsecretario de Seguridad del Estado, 1951…»
«Subsecretario…»
Las dos entradas estaban encabezadas por la misma foto oficial de Yepishev. Kelso volvió a mirar la mandíbula cuadrada, las cejas pobladas, el rostro adusto con un cuello de boxeador.
«Vaya, era un tremendo cabrón, muchacho, un. auténtico cachas…»
—Lo tengo —murmuró Kelso entre dientes.
Tras la muerte de Stalin, la carrera de Yepishev aparentemente había sufrido un retroceso. Primero lo, mandaron de vuelta a Odessa, después lo despacharon al extranjero. Embajador en Rumania, 1955- 1961; embajador en Yugoslavia, 1961-1962. Y luego, por fin, la tan esperada llamada para que volviera a Moscú con carácter de jefe del Departamento Político Central de las Fuerzas Armadas Soviéticas — comisario ideológico del ejército—. Puesto en el que estuvo durante los siguientes veintitrés años. ¿Y ayudante de quién era? Nada menos que de Dmitri Volkogonov, general en jefe y futuro biógrafo de Stalin. Para extraer esas tres perlas de información había que bucear por una palabrería llena de clichés y alabanzas a Yepishev por su «importante papel en la formación de las actitudes políticas necesarias y el respeto a la ortodoxia marxista-leninista en las Fuerzas Armadas, así como en el fortalecimiento de la disciplina militar y el fomento de la buena disposición ideológica…» Había muerto en el setenta y siete. Volkogonov, por lo que sabía Kelso, había muerto diez años después.
La lista de honores y condecoraciones de Yepishev ocupaba el resto del artículo: Héroe de la Unión Soviética, un premio Lenin, cuatro Órdenes de Lenin, una de la Revolución de Octubre, cuatro de la Bandera Roja, dos de la Gran Guerra Patria (primera clase), tres Estrellas Rojas y la medalla de Servicios a la Patria…
—¡Cómo podía ponerse de pie con tantas condecoraciones!
—Y apuesto a que jamás disparó un tiro —comentó despectivo Efanov—, como no fuese contra alguien de su propio bando. Si me permite la pregunta, ¿qué le interesa tanto de Yepishev?
—¿Y esto? —exclamó de pronto Kelso señalando una línea al pie de la columna—. V. P. Mamantov.
—Es el autor del artículo.
—¿Está escrito por Mamantov? ¿Vladimir Mamantov? ¿El del KGB?
—Sí, el mismo. ¿Qué pasa? Los artículos suelen escribirlos los amigos, ¿no? ¿Por qué? ¿Lo conoce?
—No lo conozco, pero me lo presentaron. —Arrugó la frente—. Esta mañana sus acólitos estaban haciendo una manifestación…
—Ah, ¿ellos? Sí, siempre se están manifestando. ¿Cuándo le presentaron a Mamantov?
Kelso cogió el bloc de notas y empezó a hojearlo.
—Hace unos cinco años, creo. Cuando estaba investigando para mi libro sobre el Partido.
Vladimir Mamantov. Vaya, hacía como cinco años que no pensaba en él, y, de repente, se cruzaba en su camino dos veces en una mañana. Los años se le escabullían entre los dedos… noventa y cinco, noventa y cuatro… Y ahora empezaban a acudir a su mente algunos detalles del encuentro: una mañana de finales de primavera, un perro muerto que aparecía sobre la nieve derretida en la puerta de un bloque de apartamentos de los suburbios, una esposa arpía. Mamantov acababa de cumplir dieciocho meses de condena en Lefortovo, por su intervención en el intento de golpe contra Gorbachov, y Kelso había sido el primero en entrevistarlo al salir de la cárcel. Había tardado siglos en conseguir la entrevista pero, como sucedía tan a menudo en estos casos, el esfuerzo no había valido la pena. Mamantov se negó rotundamente a hablar de él o del golpe, y se limitó a soltar lemas del Partido, sacados directamente de las páginas de Pravda.
Encontró el número de teléfono de Mamantov de 1993 al lado de la dirección de la oficina de un funcionario subalterno del Partido, Gennady Ziuganov.
—¿Va a tratar de verlo? —preguntó Efanov ansioso—. ¿Sabe que odia a todos los occidentales? Los odia casi tanto como a los judíos.
—Tiene razón —dijo Kelso mientras miraba el número de siete cifras.
Mamantov era un hombre imponente incluso en sus horas de derrota. Llevaba el típico traje soviético que le colgaba de los hombros, mirada asesina y en las mejillas tenía una grisácea palidez carcelaria. El libro de Kelso no había sido exactamente halagador con él, para decirlo con suavidad. Y como lo habían traducido al ruso, Mamantov seguramente lo había visto.
—Tiene razón —repitió—, sería una estupidez. Chiripa Kelso salió de la Biblioteca Lenin poco después de las dos de esa tarde y se detuvo un momento en un puesto del vestíbulo para comprar un par de bocadillos y una botella de agua mineral.
Recordaba haber pasado delante de una fila de teléfonos públicos enfrente del Kremlin, cerca de la oficina de Intourist, y almorzó mientras caminaba. En primer lugar bajó a una estación de metro oscura a comprar fichas para el teléfono y después regresó por la calle Mojavaia, en dirección al gran muro rojo y las cúpulas doradas.
Tuvo la sensación de no estar solo. Un Kelso más joven deambulaba con éclass="underline" despeinado, fumando sin parar, siempre con prisas, siempre optimista, un escritor en alza. («El doctor Kelso aporta al estudio de la historia contemporánea soviética el talento de un investigador de primera línea y la energía de un buen cronista», The New York Times.) Ese Kelso más joven no habría dudado en llamar a Vladimir Mamantov. Faltaría más, de haber sido necesario habría echado abajo la maldita puerta.