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Piensa en lo siguiente: si Yepishev le había hablado a Volkogonov sobre el cuaderno de Stalin, ¿no se lo habría dicho también a Mamantov? ¿No habría dejado papeles escritos? ¿No tendría familia?

Valía la pena probarlo.

Se limpió la boca y los dedos con la pequeña servilleta de papel y, mientras cogía el auricular e insertaba las fichas, sintió el familiar endurecimiento de los músculos del estómago, cierta blandura en el corazón. ¿Era sensato? No. Pero a quién le importaba. Adelman, él sí era sensato. Y Saunders, muy sensato.

¡Adelante!

Marcó el número.

La primera llamada fue una frustración. Los Mamantov se habían mudado y el hombre que vivía en la casa no se mostraba muy dispuesto a darle el nuevo número. Tras consultarlo entre murmullos con alguien que tenía al lado, accedió a dárselo. Kelso colgó y volvió a marcar. Esta vez el teléfono sonó un buen rato hasta que contestaron. Las fichas cayeron mientras una mujer mayor preguntaba con voz temblorosa:

—¿Diga? ¿Quién llama?

Le dio su nombre.

—¿Puedo hablar con el camarada Mamantov? —Tuvo cuidado en decir «camarada»; «señor» no habría servido.

—¿Sí? ¿Quiénes?

Kelso tuvo paciencia.

—Ya le he dicho, me llamo Kelso. Estoy en un teléfono público y es urgente.

—Sí, ¿pero quién llama?

Estaba a punto de repetir su nombre por tercera vez cuando oyó ruidos al otro lado de la línea y una voz áspera de hombre que intervenía.

—Soy Mamantov. ¿Quién es usted?

—Kelso. —Hubo un silencio—. El doctor Kelso. ¿Se acuerda de mí?

—Sí, me acuerdo. ¿Qué quiere?

—Verlo.

—¿Y por qué voy a querer verlo yo después de toda esa mierda que escribió?

—Quiero hacerle unas preguntas.

—¿Sobre?

—Un cuaderno negro de hule que perteneció a Josiv Stalin.

—Cállese —dijo Mamantov.

—¿Qué? —Kelso frunció el ceño.

—Le dije que se callara. Estoy pensando. ¿Dónde está?

—Cerca del edificio de Intourist, en la calle Mojavaya.

Hubo otro silencio.

—Está cerca —dijo al fin Mamantov, y añadió—: Será mejor que venga.

Le dio la dirección y colgó. La comunicación se cortó y el mayor Feliks Suvorin del servicio de inteligencia ruso, el SVP, sentado en su oficina de Yasenevo, un suburbio sudoriental de Moscú, se quitó los auriculares y se limpió las orejas con un pulcro pañuelo blanco. En un bloc que tenía delante apuntó: «Un cuaderno negro de hule que perteneció a Josiv Stalin…»

3

SIMPOSIO INTERNACIONAL SOBRE LOS ARCHIVOS

DE LA FEDERACIÓN RUSA

Enfrentarse al pasado Lunes 26 de octubre, última sesión de la tarde DR. KELSO: Damas y caballeros, cada vez que pienso en Josiv Stalin, me sorprendo pensando en una imagen en particular. Veo a Josiv Stalin, anciano, de pie junto a su gramófono.

Solía terminar de trabajar tarde, a eso de las nueve o las diez, y después iba al cine del Kremlin a ver alguna película. En general, alguna de Tarzán… Por alguna razón, a Stalin le gustaba la idea de un joven que se criaba y vivía entre los animales salvajes. Después, él y sus compinches del Politburó se iban a la dacha de Kuntsevo a cenar, y, al acabar la cena, Stalin se acercaba al gramófono y ponía un disco. Según Milovan Djilas, su canción favorita era una en la que el aullido de los pe- rros reemplazaba a las voces humanas. Después hacía que el Politburó bailara.

Algunos eran muy buenos bailarines. Mikoyan, por ejemplo, bailaba muy bien. Y Bulganin no era malo, sabía seguir el ritmo. Jruschov, sin embargo, era terrible —como una vaca en el hielo—, igual que Malenkov y Kaganovich. Una noche —probablemente atraída por el ruido peculiar de unos hombres adultos que bailaban al compás de unos perros que aullaban—, Svetlana, la hija de Stalin, asomó la cabeza por la puerta y su padre también la hizo bailar. Pues bien, resulta que al cabo de un rato empezó a cansarse y a moverse menos. «¡Baila!», le gritó Stalin. «Pero ya he bailado, papá. Estoy cansada.» En ese momento, Stalin —y aquí cito el relato de Jruschov— «la cogió por el pelo, un buen mechón de la frente, y empezó a sacudirla muy fuerte… a tironearle y sacudirle la cabeza».

Ahora, demorémonos en esta imagen por un momento y pensemos en el destino de la familia de Stalin. Su primera esposa murió. Su hijo mayor, Yakov, trató de matarse a los veintiún años pero sólo consiguió herirse gravemente. (Cuando Stalin lo vio, según Svetlana, rió y le dijo: «¡Ja! ¡Has fallado! ¡Ni siquiera sabes pegarte un tiro!») Yakov fue capturado por los alemanes durante la guerra y, después de que Stalin se negara a un intercambio de prisioneros, hizo un nuevo intento de suicidio, esta vez con éxito, lanzándose sobre la alambrada electrificada de un campo de prisioneros.

Stalin tenía otro hijo, Vasily, un alcohólico que murió a los cuarenta y un años.

La segunda mujer, Nadezhda, no quiso darle más hijos a su marido. Según Svetlana, abortó varias veces y una noche, tarde, a los treinta y un años, se disparó al corazón. (O quizá sería más correcto decir que alguien le pegó un tiro. Nunca se encontró ninguna nota de suicidio.)

Nadezhda tenía tres hermanos. El mayor, Pavel, fue asesinado por Stalin durante las purgas; el certificado de defunción menciona un ataque cardíaco. El menor, Fiodor, se volvió loco cuando un amigo de Stalin, un ladrón de bancos armenio, llamado Kamo, le mandó un corazón humano arrancado. Su hermana, Anna, fue detenida por orden de Stalin y sentenciada a diez años de confinamiento en solitario. Cuando salió, ni reconocía a sus propios hijos. Esto en cuanto a una parte de los parientes de Stalin.

¿Qué pasó con el resto? Bueno, tenemos a Alexandr Svanidze, el hermano de su primera mujer, detenido en el treinta y siete y fusilado en el cuarenta y uno; y a María, la mujer de Svanidze, también detenida y fusilada en el cuarenta y dos. El hijo de ambos, Iván, sobrino de Stalin, fue enviado a un fantasmagórico orfanato para hijos de «enemigos del estado» y, cuando salió, casi veinte años más tarde, estaba muy trastornado psicológicamente. Por último, también tenemos a la cuñada de Stalin, Maria, también la detuvieron en el treinta y siete y murió en la cárcel misteriosamente.

Ahora volvamos a esa imagen de Svetlana. Su madre ha muerto. Su medio hermano también. Su otro hermano es un alcohólico. Dos tíos están muertos y el otro está loco. Dos tías están muertas y la otra en la cárcel. Su padre le tira de los pelos delante de los hombres más poderosos de Rusia, a los que obliga a bailar al compás del aullido de unos perros.

Colegas, cada vez que me siento en un archivo, o, lo que es más infrecuente, cada vez que asisto a un simposio, como estos días, siempre trato de recordar esta escena, porque me recuerda que debo ser cauteloso cuando se trata de imponer una estructura racional al pasado. En estos archivos no hay nada que nos muestre que cuando el vicepresidente del Consejo de Ministros, o el comisario de asuntos extranjeros, tomaron sus decisiones, estaban agotados de cansancio y, probablemente, aterrorizados, porque habían tenido que estar levanta- dos hasta las tres de la madrugada bailando para salvar su propia vida, y sabían que era muy probable que esa noche tuvieran que bailar otra vez.

No estoy diciendo que Stalin estuviera loco. Al contrario. Se podría decir que el hombre que manejaba el gramófono era la persona más cuerda del mundo. Cuando su hija Svetlana le preguntó por que la tía Anna estaba encerrada en solitario, el padre le respondió: «Porque habla demasiado.» Las acciones de Stalin solían responder a la lógica. No le hacía falta ningún filósofo inglés del siglo XVI que le dijera que «el saber es poder». Este concepto es la esencia absoluta del estalinismo. Explica, entre otras cosas, por qué Stalin mató a tantos familiares y colegas cercanos: quería destruir a todos los que lo conocían directamente.