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Y esta política, debemos reconocerlo, tuvo mucho éxito. Aquí estamos, reunidos en Moscú, cuarenta y cinco años después de la muerte de Stalin, para hablar de los archivos recientemente desclasificados de la era soviética. Aquí arriba, en unas salas a prueba de incendios que se mantienen a una temperatura constante de die- ciocho grados y una humedad del sesenta por ciento, hay un millón y medio de documentos, el archivo completo del Comité Central del Partido Comunista de la Unión Soviética.

¿Pero cuánto nos dicen esos archivos realmente sobre Stalin? ¿Qué podemos ver hoy en día que no pudiéramos ver cuando los comunistas estaban en el poder? Las cartas de Stalin a Molotov no carecen de interés. Pero es evidente que han sido cuidadosamente censuradas. Y no sólo eso; acaban en el treinta y seis, precisamente cuando empezaron realmente los asesinatos.

También podemos ver las listas de fusilamientos firmadas por Stalin, y su agenda. De modo que sabemos que el 8 de diciembre de 1938, Stalin firmó treinta listas con cinco mil nombres, muchos de ellos de supuestos amigos suyos. Y también sabemos gracias a su agenda que esa misma noche fue al cine del Kremlin a ver, esta vez no era de Tarzán, sino una comedia llamada Chicos felices.

Pero entre las dos cosas, entre los asesinatos y las risas… ¿qué pasó, con quién estuvo? No lo sabemos. ¿Y por qué? Porque Stalin convirtió en prioridad matar a casi todos los que habrían estado en posición de contarnos cómo era él…

4

La nueva casa de Mamantov estaba justo al otro lado del río, en el gran complejo de apartamentos de la calle Serafimovich, llamado la Casa del Terraplén. Era el edificio al que el camarada Stalin, con su típica generosidad, había insistido que se trasladaran los miembros importantes del Partido con sus familias. Tenía diez pisos y veinticinco entradas en la planta baja, en cada una de las cuales el secretario general había apostado un guardia del NKVD, «por vuestra seguridad, camaradas».

Cuando acabaron las purgas, habían liquidado a seiscientos inquilinos del inmueble. Ahora los apartamentos eran propiedad privada, y los buenos, con vistas al Moscova y al Kremlin, se vendían por más de dos millones de rublos. Kelso se preguntó cómo podía per- mitírselo Mamantov.

Bajó la escalinata del puente y cruzó la calle. Delante de la entrada del ala de Mamantov, había aparcado un Lada blanco y cuadrado, con las ventanas abiertas, y dos hombres en el asiento delantero mascando chicle. Uno tenía una cicatriz rojiza desde el rabillo del ojo hasta la boca. Mientras Kelso pasaba junto a ellos y se dirigía a la entrada, lo miraron con manifiesto interés.

Dentro del bloque de apartamentos, al lado del ascensor, habían escrito «que te jodan» en perfecto inglés. Un tributo al sistema de educación ruso, pensó Kelso. Silbaba nervioso una melodía inventada. El ascensor subió despacio y, al bajar en el noveno piso, oyó amortiguado el compás de un rock occidental.

El apartamento de Mamantov tenía una puerta de acero blindada en la que habían pintado con aerosol una esvástica roja. La pintura estaba vieja y desteñida, pero nadie había intentado limpiarla. Empotrada en la pared, sobre la puerta, había una pequeña cámara de televisión.

Había demasiados elementos de un montaje que a Kelso no le gustaban —el férreo control de seguridad, los tipos del coche de abajo— y durante un momento le pareció sentir el terror de hacía sesenta años, como si el sudor se hubiera filtrado en la mampostería: el retumbar de los tacones por el pasillo, los fuertes golpes a la puerta, las despedidas apresuradas, los sollozos, el silencio. Su mano se detuvo sobre el timbre. ¡Menudo lugar para ir a vivir!

Apretó el timbre.

Tras una prolongada espera, una mujer mayor abrió la puerta. Madame Mamantov era tal como la recordaba: alta y ancha, no gorda, sino robusta. Iba envuelta en una bata floreada y parecía que acabara de llorar. Los ojos enrojecidos se demoraron breve y distraídamente en él, y, antes de que Kelso llegara a abrir la boca, la mujer había desaparecido y Vladimir Mamantov emergió de pronto de un pasillo oscuro, vestido como si aún tuviera que ir a la oficina: camisa blanca, corbata azul, traje negro con una pequeña estrella roja en la solapa.

No dijo nada pero le tendió la mano. El ruso tenía un apretón de manos triturador, perfeccionado, decían, a fuerza de apretar bolas de goma vulcanizada durante las reuniones del KGB. (Se decían muchas cosas sobre Mamantov y Kelso las había puesto en su libro; por ejemplo, que en la famosa reunión de la Lubianka la noche del 20 de agosto de 1991, cuando los golpistas se dieron cuenta de que se había acabado el juego, Mamantov se ofreció a ir en avión a la dacha de Gorbachov en Foros, en el mar Negro, y matar personalmente al presidente soviético. Mamantov había desdeñado la historia catalogándola de «provocación».)

Un joven en mangas de camisa blanca con una sobaquera apareció en la oscuridad detrás de Mamantov.

—Está bien, Viktor —le dijo éste sin volverse—. Yo me ocupo de la situación.

Mamantov tenía cara de burócrata: pelo entrecano, gafas de metal y mejillas flácidas, como un sabueso desconfiado. Uno podía cruzárselo cien veces por la calle sin fijarse en él. Pero tenía una miraba brillante, los ojos de un fanático, pensó Kelso. Se imaginaba que Eichmann o algún otro asesino nazi de despacho debía de tener los mismos ojos. La anciana había empezado a emitir un ruido extraño, una especie de aullido, en la otra punta del apartamento, y Mamantov le dijo a Viktor que se ocupara de ella.

—Así que usted forma parte de la reunión de ladrones —le comentó a Kelso.

—¿Cómo?

—El simposio. Pravda publicó la lista de historiadores extranjeros invitados a hablar y figura su nombre.

—Los historiadores no suelen ser ladrones, cama-rada Mamantov. Ni siquiera los historiadores extranjeros.

—¿No? La historia es lo más importante para una nación. Es la base sobre la que se apoya cualquier sociedad. Y a nosotros nos han robado la nuestra. Los libelos de nuestros enemigos nos la han arrebatado y la han mancillado hasta extraviar al pueblo.

Kelso sonrió. Mamantov no había cambiado en absoluto.

—No me va a decir que se lo cree en serio.

—Usted no es ruso. Imagínese si su país vendiera el archivo nacional a una potencia extranjera por unos miserables millones de dólares.

—Ustedes no están vendiendo el archivo. La idea es microfilmar los documentos y ponerlos a disposición de los investigadores.

—De los investigadores, pero en California —dijo Mamantov como si el comentario pusiera fin a la discusión—. En fin, es algo de lo más fastidioso. Tengo una cita urgente. —Consultó su reloj—. Puedo dedicarle sólo cinco minutos. ¿Qué es eso del cuaderno de Stalin?

—Ha surgido en una investigación que estoy haciendo.

—¿Investigación? ¿Investigación de qué? Kelso dudó.

—De los acontecimientos que rodearon la muerte de Stalin.

—Continúe.

—Si me permite hacerle algunas preguntas, quizá podría explicarle la importancia de…

—No —interrumpió Mamantov—, hagámoslo al revés. Usted me habla del cuaderno y yo quizá conteste sus preguntas.

—«¿Quizá?»

Mamantov volvió a consultar el reloj.

—Cuatro minutos.

—De acuerdo —dijo Kelso rápidamente—. ¿Recuerda la biografía oficial de Stalin de Dmitri Volkogonov?

—¿El traidor de Volkogonov? Me está haciendo perder el tiempo. Ese libro es una mierda.

—¿Lo ha leído?

—Claro que no. Ya hay demasiada porquería en el mundo y no me hace falta zambullirme en ella.