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—Volkogonov afirmaba que Stalin conservaba ciertos papeles (papeles privados, incluido un cuaderno de hule negro) en su caja fuerte del Kremlin, y que Beria se los robó. El origen de esta historia era un hombre que usted conoce, creo, Alexéi Alexéievich Yepishev.

Hubo un ligero movimiento, un parpadeo imperceptible, en los duros ojos grises de Mamantov. Ha oído hablar del cuaderno, pensó Kelso.

—Me preguntaba si oyó algo de esa historia mientras escribía el artículo biográfico sobre Yepishev. Era amigo suyo, ¿no?

—¿Y qué tiene que ver con usted? —Mamantov echó una mirada al bolso de Kelso—. ¿Ha encontrado el cuaderno?

—No.

—Pero conoce alguien que quizá sepa dónde está.

—Alguien vino a verme… —empezó Kelso.

El apartamento estaba muy silencioso. La mujer había parado de sollozar, pero el guardaespaldas no había reaparecido. Sobre la mesa de la entrada había un ejemplar de Aurora. Se dio cuenta de que nadie en Moscú sabía dónde estaba. No se lo había dicho a nadie.

—Le estoy haciendo perder el tiempo —comentó—. Será mejor que vuelva cuando tenga…

—No hace falta —dijo Mamantov suavizando el tono.

Sus ojos agudos examinaban a Kelso de arriba abajo y parpadeaban mientras le recorrían la cara, las manos, y sopesaban la fuerza en potencia de los brazos y pecho antes de subir de nuevo a la cara. La técnica de conversación era puro leninismo, pensó Kelso: «Em- biste con la bayoneta. Si se topa con grasa, empuja más. Si se topa con hierro, retírala y déjalo para otro día.»

—¿Sabe qué haremos, doctor Kelso? —dijo Mamantov—. Le enseñaré algo que le interesará. Después le diré una cosa, y luego me dirá una cosa usted. —Se señaló a sí mismo y después señaló a Kelso—. Haremos un intercambio. ¿Está de acuerdo? Después, Kelso trató de hacer una lista de todo, pero había demasiadas cosas para acordarse: la enorme pintura al óleo de Gerasimov, en la que se veía a Stalin ante la muralla del Kremlin, y la vitrina iluminada con fluorescentes con las miniaturas de Stalin —platos de Stalin, cajas de Stalin, sellos de Stalin, medallas de Stalin—, y la caja de libros de Stalin, y los libros sobre Stalin, y las fotos de Stalin —firmadas y sin firmar—, y el manuscrito de Stalin —lápiz azul, papel rayado, tamaño cuartilla, enmarcado— colgado sobre el busto de Stalin de Vuchetich («… no escatiméis individuos, independientemente del puesto que ocupen, lo importante es la causa, el interés de la causa…»).

Kelso se movió entre la colección bajo la atenta mirada de Mamantov.

El papel manuscrito, comentó Kelso, era una nota para un discurso, ¿no? Correcto. Octubre de 1920, dirigido a la Inspección de Trabajadores Campesinos. ¿Y el Gerasimov? ¿No era similar al estudio del artista de 1938 de Stalin y Voroshilov sobre el muro del Kremlin? Mamantov asintió de nuevo, aparentemente complacido de compartir esos momentos con un conocedor. Sí, el secretario general le había ordenado a Gerasimov que pintara una segunda versión pero sin Vo- roshilov; era la forma de Stalin de recordarle a este último que la vida… ¿cómo decirlo?, la vida siempre se podía «reorganizar» para que imitara al arte. Un coleccionista de Maryland y otro de Dusseldorf le habían ofrecido cien mil dólares por la pintura, pero él nunca permitiría que abandonara suelo ruso. Nunca. Esperaba exhibirla algún día en Moscú, junto con el resto de su colección, «cuando la situación política sea más favorable».

—¿Y cree que algún día la situación será favorable?

—Sí, claro. Objetivamente, la historia dejará constancia de que Stalin tenía razón. Lo que pasa con Stalin es que desde el punto de vista subjetivo quizá parezca cruel, perverso incluso. Pero su gloria hay que buscarla en la perspectiva objetiva. Allí es donde nos encontramos con una figura imponente. Creo firmemente que cuando se restaure la perspectiva debida, volverán a levantarse estatuas a Stalin.

—Goering dijo lo mismo de Hitler durante los juicios de Nuremberg. Y no veo ninguna estatua…

—Hitler perdió.

—¿Y Stalin no? ¿Al final? ¿Desde la «perspectiva objetiva»?

—Stalin heredó una nación con arados de madera y nos legó un imperio con armas atómicas. ¿Cómo puede decir que perdió? Los hombres que lo sucedieron sí perdieron. Stalin no. Stalin previo lo que pasaría, no cabe duda. Jruschov, Molotov, Beria, Malenkov, se creían duros pero él los conocía muy bien. «Cuando yo me haya ido, los capitalistas os ahogarán como gatitos ciegos.» Su análisis, como siempre, fue correcto.

—Así que cree que si Stalin hubiera vivido…

—¿Aún seríamos una superpotencia? Absolutamente. Pero las naciones tienen la suerte de tener hombres de la genialidad de Stalin quizá una vez cada cien años. Y ni siquiera él pudo concebir una estrategia para vencer a la muerte. Dígame, ¿ha visto la encuesta de opinión con motivo del cuadragésimo quinto aniversario de su muerte?

—Sí.

—¿Y qué le parecieron los resultados?

—Me parecieron… —Kelso trató de encontrar una palabra neutra— notables.

(¿Notables? Vaya, eran espantosos. Un tercio de los rusos pensaba que Stalin había sido un gran líder. Uno de cada seis creía que había sido el gobernante más grande que había tenido el país. Stalin era siete veces más popular que Boris Yeltsin, mientras que el pobre Gorbachov ni siquiera había reunido los votos para entrar en la selección. La encuesta había tenido lugar en marzo y Kelso se había quedado tan impresionado que había intentado vender un artículo al New York Times, pero no les interesó.)

—Notable —coincidió Mamantov—. Yo, teniendo en cuenta cómo lo han vilipendiado los pretendidos «historiadores», hasta diría que es increíble. Hubo un incómodo silencio.

—Debe haber costado años reunir semejante colección —comentó Kelso. «Y una fortuna», estuvo a punto de añadir.

—Tengo algunos negocios —dijo Mamantov sin darle importancia — y, desde que me he retirado, mucho tiempo libre. —Alargó la mano para tocar el busto, pero dudó y la retiró—. La dificultad, naturalmente, para cualquier coleccionista, es que Stalin haya dejado tan pocas posesiones personales. No le interesaba la propiedad privada, no como a esos cerdos corruptos que tenemos hoy en el Kremlin. Lo único que tenía eran unos pocos trastos propiedad del Estado. Eso y la ropa que se ponía. Y su cuaderno, claro. —Le dirigió una mirada astuta—. Eso sí sería algo… ¿cómo dicen los americanos…?, ¿algo por lo que valdría la pena morir?

—¿Así que ha oído hablar del cuaderno?

Mamantov sonrió —algo insólito—; una sonrisa breve, y rápida, como una raja súbita en un trozo de hielo.

—¿Está interesado en Yepishev?

—En todo lo que pueda usted decirme.

Mamantov cruzó la habitación hasta la estantería y sacó un álbum grande encuadernado en piel. En el estante superior, Kelso vio los dos tomos de Volkogo-nov… por supuesto que Mamantov los había leído.

—Conocí a Alexéi Alexéievich en el cincuenta y siete, cuando era embajador en Bucarest. Yo volvía de Hungría, después de que hubiéramos arreglado las cosas por allí. Nueve meses de trabajo sin pausa. Necesitaba un descanso y fuimos a cazar juntos a la región de Azuga.

Retiró una hoja de papel de seda y le pasó el pesado álbum a Kelso, abierto por la página en que había una foto pequeña hecha con una cámara de aficionado. Kelso tuvo que mirar con atención para saber de qué se trataba. Al fondo, un bosque, y en primer plano dos hombres sonrientes, con sombreros de piel, chaquetas forradas de borreguillo, escopeta al hombro y una pila de aves muertas a sus pies. Yepishev estaba a la izquierda, Mamantov a su lado, ya tenía ese rostro duro pero más delgado, una caricatura de un hombre del KGB de la guerra fría.