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—Y en alguna parte hay otra. —Mamantov se inclinó sobre el hombro de Kelso y pasó un par de páginas. De cerca olía a viejo, a naftalina y ácido fénico. Y se había afeitado mal, como los ancianos. Tenía una sombra de barba cerca de la nariz y en la hendidura del men- tón—. Aquí está.

Era una foto mucho más grande y profesional, en la que se veían unos doscientos hombres dispuestos en cuatro filas, como en una ceremonia de graduación. Algunos llevaban uniforme militar y otros iban de paisano. Al pie se leía: «Sverdlovsk, 1980.»

—Era un collegium ideológico organizado por la Secretaría del Comité Central. El último día, el mismísimo camarada Suslov se dirigió personalmente a nosotros. Éste soy yo. —Señaló un rostro sombrío en la tercera fila, y desplazó el dedo hacia la primera, en la que había una tranquila figura de uniforme sentada en el suelo con las piernas cruzadas—. Y éste… parece mentira, es Volkogonov. Y aquí está otra vez Alexéi Alexéievich.

Era como mirar una foto de los oficiales imperiales de la época zarista, pensó Kelso… ¡qué confianza, qué orden, qué arrogancia masculina! Sin embargo, diez años más tarde, ese mundo estaba pulverizado: Yepishev muerto, Volkogonov había renunciado al Partido, Mamantov en la cárcel.

Yepishev había muerto en 1985, explicó Mamantov, justo cuando Gorbachov acababa de llegar al poder. Buen momento para un comunista decente. Según Mamantov, Alexéi Alexéievich se había salvado. Era un hombre que había dedicado la vida entera al marxismo- leninismo, que había ayudado a planear la ayuda fraternal a Checoslovaquia y Afganistán. Tuvo suerte de no haber vivido para ver cómo se lanzaba todo por la borda. Escribir el artículo de Yepishev para el Libro de los héroes había sido un privilegio, y si últimamente nadie lo leía… bueno, a eso se refería al decir que al país le habían arrebatado su historia.

—¿Y Yepishev le contó lo mismo que a Volkogonov sobre los papeles de Stalin?

—Sí, al final de su vida hablaba más libremente. Estaba enfermo muy a menudo. Lo fui a visitar a la clínica de los dirigentes. A Brézhnev y a él los trataba el mismo curandero, Davitashvili.

—Supongo que no habrá dejado papeles.

—¿Papeles? Los hombres como Yepishev no tenían papeles.

—¿Familiares?

—Ninguno que yo sepa. Nunca hablábamos de asuntos de familia. —Mamantov pronunció la palabra como si fuera absurda—. ¿Sabía que una de las cosas que había tenido que hacer fue interrogar a Beria? No- che tras noche. ¿Se imagina lo que habrá sido? Pero Beria nunca se vino abajo, ni una sola vez en casi medio año, hasta el final, después del juicio, cuando lo estaban atando al poste para fusilarlo. Creía que no se atreverían a matarlo.

—¿Qué quiere decir? ¿Que se vino abajo?

—Empezó a chillar como un cerdo… eso es lo que Yepishev dijo. A gritar algo sobre Stalin y sobre un arcángel. ¿Se imagina? ¡Nada menos que Beria religioso! Pero le pusieron un pañuelo en la boca y lo mataron. No sé nada más. —Mamantov cerró el álbum con suavidad y lo devolvió al estante—. Bueno —dijo volviéndose hacia Kelso con cara de amenazadora inocencia—, así que alguien fue a verlo. ¿Cuándo?

Kelso se puso en guardia.

—Preferiría no decirlo.

—¿Y le habló de los papeles de Stalin? Supongo que era un hombre, ¿no? ¿Un testigo de aquella época?

Kelso dudó.

—¿Nombre?

Kelso sonrió y meneó la cabeza. Mamantov parecía creer que estaba de nuevo en la Lubianka.

—¿Profesión?

—Tampoco se lo puedo decir.

—¿Sabe ese hombre donde están los papeles?

—Quizá.

—¿Y se ofreció a enseñárselos?

—No.

—Pero usted le pidió verlos, ¿no?

—No.

—Doctor Kelso, me desilusiona como historiador, pensaba que era famoso por su diligencia…

—Si quiere saber la verdad, desapareció antes de que tuviera oportunidad de pedírselo.

Se arrepintió de lo que había dicho en cuanto las palabras salieron de su boca.

—¿Qué quiere decir con «desapareció»?

—Estábamos bebiendo' —murmuró Kelso—. Lo dejé solo un minuto y cuando volví se había escapado.

Sonaba absurdo.

—¿Escapado? —Los ojos de Mamantov eran grises como el invierno—. No le creo.

—Vladimir Pavlovich —dijo Kelso sosteniéndole la mirada—. Le aseguro que es verdad.

—Está mintiendo. ¿Pero por qué? ¿Por qué? —Mamantov se frotó la barbilla—. Supongo que porque tiene usted el cuaderno.

—Si lo tuviera, ¿cree que estaría aquí? ¿O en el primer vuelo a Nueva York? ¿No es lo que suelen hacer los ladrones?

Mamantov siguió mirándolo a los ojos unos segundos antes de apartar la vista.

—Es evidente que tenemos que encontrar a ese hombre.

—¿Tenemos?

—Me parece que él no quiere que lo encuentre nadie.

—Volverá a ponerse en contacto con usted.

—Lo dudo. —Kelso se moría por largarse de allí. Se sentía en una situación comprometida, cómplice en cierto modo—. Además, mañana vuelvo a Estados Unidos. Así que, pensándolo bien, creo que debería…

Avanzó nervioso hacia la puerta, pero Mamantov le cerró el paso.

—¿Está nervioso, doctor Kelso? ¿Siente la fuerza del camarada Stalin, incluso desde la tumba?

Kelso rió incómodo.

—Creo que no comparto del todo su… obsesión.

—¡Que le den por culo! He leído su libro. ¿Le sorprende? No haré ningún comentario sobre la calidad del trabajo, pero le diré algo: usted está tan obsesionado como yo.

—Quizá, pero de un modo diferente.

—Poder —dijo Mamantov saboreando la palabra como un buen vino—, el dominio absoluto y la comprensión del poder. No ha habido ningún hombre que lo igualara en eso. Ahora te dejo vivir, ahora te mato, y tú lo único que dices es «Gracias, camarada Stalin, por su bondad». Eso es la obsesión.

—Sí, pero la diferencia, si me permite, es que usted quiere que vuelva.

—Y usted quiere estudiarlo, ¿no? ¿A mí me gusta follar y a usted la pornografía? —Mamantov sacudió el pulgar señalando la habitación—. Tendría que haberse visto. «¿No es una nota para un discurso?», «¿No es una copia de una pintura anterior?» Los ojos abiertos, la lengua fuera… el liberal occidental emocionado pero a salvo. Stalin también conocía ese aspecto, por supuesto. ¿Y ahora me dice que no va a intentar encontrar su cuaderno personal y va a volver corriendo a América?

—¿Puedo marcharme?

Kelso dio un paso a la izquierda pero Mamantov se movió rápidamente y lo interceptó.

—Puede ser uno de los grandes descubrimientos de este siglo, ¿y usted quiere escapar? Hay que encontrarlo. Debemos encontrarlo juntos. Usted lo presentará al mundo. Yo no quiero ningún reconocimiento, se lo prometo. Prefiero permanecer en el anonimato. El mérito será sólo suyo.

—¿Pero qué es todo esto, camarada Mamantov? preguntó Kelso con fingido buen humor—. ¿ Soy su prisionero?

Entre él y el mundo exterior había, calculó, un antiguo agente del KGB, sano y evidentemente loco, un guardaespaldas armado, dos puertas, una de ellas blindada. Pensó que Mamantov, efectivamente, quizá tenía intenciones de retenerlo. Como poseía todo lo imaginable sobre Stalin, ¿por qué no un historiador especializado en Stalin, metido en formol dentro de una vitrina, como Lenin? Pero en ese momento madame Mamantov gritó desde el pasillo:

—¿Qué pasa ahí dentro? —Y se rompió el hechizo.

—Nada —respondió Mamantov—. ¡Vuelve a tu habitación! ¡Viktor!

—¿Pero quién es toda esta gente? —sollozó la mujer—. Eso es lo que quiero saber. ¿Y por qué está siempre tan oscuro? —Y se echó a llorar.

Kelso la oyó alejarse arrastrando los pies y cerrarse una puerta.