—Lo siento —dijo.
—Guárdese su piedad —replicó Mamantov mientras se apartaba —. Adelante, siga, lárguese de aquí. Fuera. —Pero cuando Kelso estaba en mitad del pasillo, le gritó—: ¡Volveremos a hablar de esto! ¡De una manera u otra! En el coche de abajo había tres hombres, aunque Kelso estaba demasiado preocupado para prestarles atención. Se detuvo en el portal oscuro de la Casa del Terraplén para calzarse mejor la bolsa de lona al hombro y enfiló en dirección al puente Bolshoi Kamenni.
—Es él, comandante —dijo el hombre de la cicatriz, y Feliks Suvorin se inclinó sobre el asiento para mirarlo mejor.
Suvorin era joven —apenas unos treinta y tantos— para ser comandante del SVR. Se trataba de un hombre de figura pulcra, rubio de ojos azul lavanda. Llevaba una loción para después de afeitarse occidental. Era el otro detalle evidente: el pequeño vehículo olía a Eau Sauvage.
—J Ya tenía esa bolsa al entrar?
—Sí, comandante.
Suvorin echó una mirada al apartamento del noveno piso de Mamantov. Ahí lo que hacía falta era una mejor cobertura. El SVR se las había arreglado para poner un micrófono en la casa al comienzo de la operación, pero había durado tres horas sin que lo encontrara la gente de Mamantov.
Kelso empezó a subir la escalinata que llevaba al puente.
—Adelante, Bunin —ordenó Suvorin al hombre que tenía delante con una suave palmada en el hombro—. Que no se note demasiado, de acuerdo. Sólo intente no perderlo de vista. No queremos ninguna pro- testa diplomática.
Bunin salió del coche mascullando entre dientes.
Kelso caminaba deprisa y casi había llegado a la calle del otro lado, de modo que el ruso tuvo que bajar la escalera trotando para acortar la distancia.
Vaya vaya, pensó Suvorin, evidentemente tiene prisa por llegar a alguna parte. ¿O sólo quiere largarse de aquí?
Observó, por encima del parapeto de piedra, los rostros borrosos y sonrosados de los dos hombres que cruzaban el río y se perdían de vista en la tarde gris.
5
Kelso pagó los dos rublos en la estación de metro de Borovitskaya, recogió la ficha de plástico y descendió agradecido a las entrañas de Moscú. A la entrada de la plataforma de los trenes hacia el norte, se volvió en la escalera mecánica para ver si Mamantov lo seguía, pero no vio ni rastro de éste entre las caras exhaustas.
Era una idea estúpida —intentó reírse de su paranoia— y se volvió hacia las penumbras que lo acogían y las tibias bocanadas de grasa y electricidad. Casi en el acto, unos faros amarillentos aparecieron sobre las vías tras una curva provocando ráfagas de aire. Kelso se dejó llevar hasta el vagón por los empujones del gentío. Había cierta extraña comodidad en esa multitud monótona y silenciosa. Se cogió a la barra de metal y se balanceó con el resto de los pasajeros mientras se internaban en el túnel.
No habían avanzado mucho cuando de repente el tren disminuyó la velocidad y se detuvo. Se trataba de una amenaza de bomba en la siguiente estación; la Milicia tenía que registrarla, de modo que los pasajeros se sentaron en la semipenumbra. Nadie hablaba, sólo se oían las toses ocasionales mientras la tensión subía imperceptiblemente.
Kelso miró su imagen en el cristal oscuro. Tenía que reconocer que estaba nervioso. No podía evitar sentir que acababa de ponerse en alguna clase de peligro, que hablar con Mamantov del cuaderno había sido un error irresponsable. ¿Qué había dicho el ruso? ¿Que era algo por lo que valía la pena «morir»?
Al cabo de un rato, cuando las luces parpadearon y el tren se puso otra vez en marcha, fue un alivio retomar el ritmo tranquilizador de la normalidad.
Cuando emergió a la superficie ya eran las cuatro. En el cielo occidental, rozando apenas la copa de los árboles que bordeaban el zoológico, el sol asomaba por un grieta amarilla entre las nubes. Faltaba poco más de una hora para el crepúsculo invernal. Kelso debía darse prisa. Plegó el mapa y lo hizo girar para que la estación de metro quedara a su derecha. Al otro lado de la calle estaba la entrada al zoológico —rocas rojas, una cascada, una torre de cuento de hadas— y, un poco más lejos, la terraza de un bar, cerrada por la época, con las mesas de plástico apiladas y las sombrillas plegadas. Se oía el ruido del tráfico que circulaba por la avenida de Circunvalación a unos doscientos metros. Tenía que cruzarla, girar a la izquierda, después a la derecha y ahí debía estar. Se guardó el mapa en el bolsillo, cogió el bolso y subió por la cuesta de adoquines que llevaba al amplio cruce.
Diez carriles de coches formaban un río de luz y acero que avanzaba despacio. Los cruzó en una curva pronunciada y de pronto se encontró con el Moscú diplomático: calles anchas, casas lujosas, abedules viejos que desprendían hojas secas sobre coches negros y bri- llantes. No había mucha vida. Pasó un hombre de cabello plateado paseando un caniche y una mujer con botas verdes de goma que asomaban absurdas por debajo de su túnica musulmana. Detrás de las cortinas de gasa de las ventanas, de vez en cuando veía el resplandor amarillo de una araña. Se detuvo en la esquina de la calle Vspolni y echó un vistazo. Un coche de la Milicia avanzaba muy despacio hacia él y se alejó hacia la derecha. La calle estaba desierta.
Localizó la casa enseguida, pero quería orientarse y ver si había alguien por los alrededores, de modo que pasó por delante y siguió andando hasta el final de la calle para volver por la otra acera. «Había una luna turca y una estrella roja. Y el lugar estaba protegido por esos demonios de cara ennegrecida…» De pronto comprendió a qué se refería el anciano. Una luna turca y una estrella roja: tenía que ser una bandera, una bandera musulmana. ¿Y las caras pintadas de negro? El lugar tenía que ser una embajada… era demasiado grande para ser otra cosa, una embajada de un país musulmán quizá del norte de África. Seguramente tenía razón. Era un edificio grande, de eso no había dudas, imponente y feo, de piedra clara que le daba un aire de bunker. Tenía unos treinta y cinco metros de fachada. Kelso contó trece pares de ventanas. Sobre la enorme entrada había un balcón de hierro con puertas dobles. No había ninguna placa ni bandera. Había sido una embajada, y ahora estaba abandonada, sin vida.
Cruzó la calle, se acercó al caserón y pasó las manos por las ásperas piedras de la fachada. Se puso de puntillas y trató de mirar por las ventanas. Pero estaban demasiado altas, y, además, la ubicua tela metálica impedía ver nada. Kelso se dio por vencido y giró en la esquina siguiendo la fachada. La casa continuaba también por esa calle. Otras trece ventanas y ninguna puerta, otros treinta metros de mampostería… enorme, inexpugnable. Donde acababa la fachada, empezaba un muro de la misma piedra, de unos tres metros de altura, con unas puertas de madera tachonadas de hierro en medio, cerradas. El muro continuaba — primero calle abajo, después por la avenida de Circunvalación y por último por un callejón estrecho que formaba el cuarto lado del terreno de la propiedad—. Kelso, mientras daba la vuelta, comprendió por qué la había elegido Beria y por qué sus enemigos habían decidido que el único lugar para capturarlo era el Kremlin. De haberse refugiado en esa fortaleza, habría podido resistir un asedio.
En las casas vecinas, a medida que la tarde se sumía en el crepúsculo, empezaban a encender las luces. Pero la casa de Beria seguía siendo un cuadrado oscuro, el sitio donde se reunieran las sombras. Oyó que cerraban la puerta de un coche y volvió a la esquina de la calle Vspolni. Mientras estaba en la parte trasera de la casa, una furgoneta pequeña había aparcado delante de la fachada.
Kelso se acercó al vehículo.
Era una furgoneta rusa, blanca, sin identificación, vacía. Acababan de parar el motor, que rechinaba mientras se enfriaba. Al llegar a la altura de la puerta de la casa, vio que estaba entreabierta. Volvió a dudar y miró a ambos lados de la silenciosa calle. Se acercó, asomó la cabeza por la rendija y saludó.