Había hecho ese viaje de poco más de veinte kilómetros hasta Kuntsevo un montón de veces, siempre de noche y siempre como parte de la comitiva de escolta del secretario general… Y te juro muchacho que esa caravana era una cosa seria. Quince coches con las ventanillas traseras tapadas con cortinas, la mitad del Politburó: Beria, Malenkov, Molotov, Bulganin, Jruschov, más los guardaespaldas… todos saliendo del Kremlin por la rampa de la puerta de Borovitsky a ciento veinte por hora. La Milicia paraba el tráfico en cada cruce y doscientos hombres de paisano del NKVD cubrían el desplazamiento del gobierno durante todo el camino. Y uno nunca sabía en qué coche iba el secretario general hasta que, en el último minuto, uno de los grandes ZiLs salía de la fila, aceleraba y se ponía delante del cortejo, y el resto disminuía la velocidad para dejar pasar al auténtico heredero de Lenin.
Pero esa noche no hubo nada de aquello. La ancha carretera estaba vacía y, en cuanto cruzaron el río, Rapava pisó el acelerador del gran coche yanki y el velocímetro subió casi a ciento cincuenta por hora, con Beria detrás, inmóvil como una roca. Doce minutos más tarde habían salido de la ciudad. Y quince minutos después, al final de la carretera de Poklonnaya Gora, aminoraron la velocidad para girar por el camino oculto. Las altas hileras de abedules plateados hacían que los faros del coche parecieran luces estroboscópicas.
Qué tranquilo ese bosque, qué oscuro e infinito, como un mar suave y susurrante. Rapava tuvo la sensación de que llegaba hasta Ucrania. A unos ochocientos metros estaba la primera cerca, a la que se accedía por una barrera roja y blanca. Dos guardias especiales del NKVD con capas, gorras y metralletas salieron de la garita. Al ver la cara pétrea de Beria, saludaron de inmediato y levantaron la barrera. El camino giraba de nuevo a unos cien metros, detrás de las densas sombras de unos arbustos, y los poderosos faros del Packard alumbraron la segunda valla, un muro de un metro y medio de alto con rendijas para las armas. Unas manos invisibles abrieron desde dentro un portón de hierro.
Y allí estaba la dacha.
Rapava esperaba algo inusual; no sabía muy bien qué, coches, hombres, uniformes, el ajetreo de una crisis. Pero la casa de dos plantas, salvo por la lámpara amarilla de la entrada, estaba a oscuras. Debajo se veía una figura que esperaba, la inconfundible silueta regordeta de cabello oscuro del vicepresidente del Consejo de Ministros, Georgi Maksimilanovich Malenkov. Y había algo raro, muchacho, se había sacado los lustrosos zapatos nuevos y los llevaba debajo de ese brazo rechoncho.
Beria bajó del coche casi antes de que se detuviera y en un instante cogió a Malenkov del codo y empezó a escucharlo, mientras asentía y susurraba algo en voz muy baja sin parar de mirar a uno y otro lado. Rapava lo oyó decir: «¿Movido? ¿Lo has movido?» Acto se- guido Beria chasqueó los dedos en dirección a Rapava y éste se dio cuenta de que le indicaba que entrara con él en la casa.
Hasta entonces, cada vez que iba a la dacha, siempre esperaba en el coche a que el jefe saliera o se iba a la garita de los guardias a tomar una copa y fumar un cigarrillo con los otros chóferes. «Dentro» era territorio prohibido, eso es muy importante recalcarlo. Nadie, salvo el equipo del secretario general y sus invitados, entraba jamás a la casa. Y en aquel momento, mientras Rapava se desplazaba por el vestíbulo, de pronto sintió un pánico casi sofocante… como si alguien le apretara la tráquea para asfixiarlo.
Malenkov, en calcetines, caminaba delante, y hasta el jefe iba de puntillas, por lo que Rapava decidió imitarlos como un mono y caminar silenciosamente. No había nadie más. La casa parecía vacía. Los tres avanzaron sigilosamente por un pasillo, pasaron al lado de un piano vertical y entraron en un comedor con ocho sillas. La luz estaba encendida, las cortinas corridas. Había unos periódicos sobre la mesa y un juego de pipas Dunhill, y, en un rincón, un gramófono a manivela. Sobre la chimenea se veía una foto ampliada en blanco y negro con un marco de madera barato: el secretario general de joven sentado en un jardín con el camarada Lenin. En el extremo de la habitación había una puerta. Malenkov se volvió hacia ellos, se acercó el índice rechoncho a los labios y la abrió muy despacio. El viejo cerró los ojos y levantó el vaso vacío para que volviera a llenárselo. Suspiró.
—Sabes, muchacho, la gente critica a Stalin, pero hay que decir algo a su favor: vivía como un trabajador. No como Beria, que pensaba que era un príncipe. La habitación del camarada Stalin, en cambio, era de lo más sencilla. Hay que reconocer que siempre fue uno de los nuestros. La corriente que entraba por la puerta abierta hizo oscilar la llama de la vela roja que había en un rincón, debajo de un pequeño icono de Lenin. La otra luz procedía de una lámpara con pantalla, sobre un escritorio. En el centro de la habitación había un sofá grande convertido en cama. Sobre una alfombra de piel de tigre se veía una gruesa manta marrón del ejército, y allí, de espaldas, respirando ruidosamente, al parecer dormido, se veía el cuerpo de un hombre gordo, mayor, de cara rojiza, con una sucia camiseta blanca, y calzoncillos largos de lana. Se había hecho sus necesidades encima. En la habitación hacía calor, apestaba a excrementos.
Malenkov se llevó la mano rechoncha a la boca y se quedó cerca de la puerta. Beria se inclinó sobre la alfombra, se desabotonó el abrigo y se arrodilló. Apoyó las manos sobre la frente de Stalin y le abrió los párpados con los pulgares, revelando unos globos oculares inyectados en sangre.
—Josiv Vissarionovich —dijo en voz baja—, soy Lavrenti. Querido camarada, si me oye mueva los ojos. ¿Camarada? —Se dirigió entonces a Malenkov pero sin dejar de mirar a Stalin—. ¿Has dicho que quizá está así desde hace veinticuatro horas ?
Malenkov, sin quitar la mano, hizo un ruido amortiguado. Tenía lágrimas en las mejillas.
—Camarada, mueva los ojos… Los ojos, querido camarada… ¿Camarada? Ah, joder. —Beria apartó las manos y mientras se las limpiaba en el abrigo se puso de pie—. Ha tenido una embolia. ¿Dónde están Starostin y los chicos? ¿Y Butusova?
En aquel momento Malenkov lloriqueaba y Beria tuvo que ponerse entre él y el cuerpo, bloquearle literalmente la vista para que le prestara atención. Lo cogió por los hombros y empezó a hablarle quedamente, muy deprisa, como si fuera un niño. Le dijo que se olvidara de Stalin, que Stalin ya era historia, que era un trozo de carne, que lo importante era lo que debían hacer, que debían mantenerse unidos. ¿Pero dónde estaban los chicos? ¿Seguían en la habitación de guardia?
Malenkov asintió y se limpió la nariz con la manga.
—De acuerdo —dijo Beria—. Escucha lo que vas a hacer.
Malenkov iba a ponerse los zapatos para ir a decirle a los guardias que el camarada Stalin estaba durmiendo, que estaba borracho, que por qué cono los habían sacado de la cama, a él y al camarada Beria, para nada. Que no tocaran el teléfono ni llamaran a ningún médico. («¿Has oído, Georgi?») Sobre todo ningún médico, porque el secretario general pensaba que todos los médicos eran unos envenenadores judíos… ¿ Te acuerdas ? Bueno, ¿ qué hora era ? ¿ Las tres ? Muy bien. A las ocho… no, mejor a las siete y media. Malenkov tenía que empezar a llamar a los dirigentes para decirles que Beria y él querían que todo el Politburó se reuniera allí, en Blizhny, a las nueve. Él explicaría que estaban preocupados por la salud de Josiv Vissarionovich y que había que tomar una decisión colectiva respecto al tratamiento.
Beria se frotó las manos.