—¿No quiere que lo cojamos?
—¿Para qué exactamente? ¿Y adonde lo llevaríamos? No tenemos celdas. No tenemos bases legales para practicar detenciones. ¿Cuánto hace que ha desaparecido Mamantov?
—Tres horas, comandante. Lo siento, pero yo… —Netto parecía a punto de llorar.
—Olvídalo, Vissi. No es culpa tuya. —Sonrió a la imagen del muchacho—. Mamantov ya conocía esos trucos cuando todavía no habíamos nacido. Tarde o temprano lo encontraremos —añadió con una seguridad que no sentía—. Ahora vete. Tengo que llamar a mi esposa.
Cuando salió Netto, Suvorin sacó la foto de Kelso de la carpeta y la pinchó en el tablero que tenía al lado del escritorio. Ahí estaba él, con montones de cosas que hacer sobre cuestiones realmente importantes —labores de inteligencia económica, biotecnología, fibra óptica—, reducido a preocuparse de si Vladimir Mamantov iba tras el cuaderno de Stalin y por qué. Era absurdo; más que absurdo, vergonzoso. ¿Qué clase de país era ese? Llenó despacio la cazoleta de la pipa y la encendió. Y se quedó sentado durante un minuto, con las manos detrás de la nuca, la pipa entre los dientes y mirando al historiador con expresión de odio.
7
Chiripa Kelso, tumbado de espaldas en su habitación del piso 23 del hotel Ucrania, fumaba un cigarrillo mientras miraba al techo y los dedos de su mano izquierda se curvaban sobre la forma grata y tranquilizadora de una petaca de whisky.
No se había molestado ni en quitarse el abrigo ni en encender la lámpara de la mesilla. Tampoco le hacía falta. Los deslumbrantes tubos fluorescentes que iluminaban el rascacielos gótico estalinista brillaban en la habitación y producían una luz espantosa. A través de la ventana cerrada se oía el ruido del tráfico de primeras horas de la noche sobre la carretera húmeda de debajo.
Una hora melancólica, pensaba, para un extraño en una ciudad extranjera: la noche que caía, una luz quebradiza, la temperatura que bajaba, los empleados que volvían a casa, los hombres de negocios que trataban de alegrarse en los bares de los hoteles.
Tomó otro sorbo de whisky, alargó la mano hacia el cenicero, se lo apoyó sobre el pecho y descargó la ceniza del cigarrillo. No lo habían limpiado muy bien. Pegado al fondo, como un pequeño huevo verde, había un resto de flema de Papú Rapava.
Le había llevado apenas unos minutos, el tiempo de una escapada breve al centro de negocios del hotel Ucrania y de hojear unas guías viejas de Moscú, averiguar que la casa de la calle Vspolni efectivamente había sido la embajada de un país africano. Figuraba debajo de República de Túnez.
Reunió el resto de la información que necesitaba casi enseguida, sentado sobre el borde de la cama dura y estrecha, gracias a una conversación telefónica con el agregado de prensa de la nueva embajada de Túnez con el que fingió un gran interés en el auge del mercado inmobiliario moscovita y en el dibujo exacto de la bandera tunecina.
Según el agregado de prensa, el gobierno soviético le había ofrecido a Túnez la mansión de la calle Vspolni en 1956, con un contrato de arrendamiento renovable cada siete años. En enero, el embajador había recibido la notificación de que no se renovaría el contrato, y en agosto se trasladó la embajada. Y, para serle sincero, señor, no habían lamentado mucho tener que abandonar el edificio, no, especialmente después del lamentable suceso de 1993, en que una cuadrilla de operarios había encontrado doce esqueletos humanos enterrados deba- jo de la acera, víctimas de la represión estalinista. No habían recibido ninguna explicación por el desalojo, pero, como todo el mundo sabía, se estaba privatizando una buena porción de suelo estatal del centro de Moscú que se vendía a inversores extranjeros; algunos estaban haciendo auténticas fortunas.
¿Y la bandera? La bandera de la República de Túnez, caballero, era una luna roja en cuarto creciente y una estrella roja sobre una esfera blanca, todo con un fondo rojo.
«… había una luna turca y una estrella roja…»
La voluta del humo del cigarrillo ascendía en círculos y se deshacía contra el techo polvoriento.
Vaya, todo encajaba perfectamente: la historia de Rapava y Yepishev, la mansión de Beria deshabitada oportunamente, la tierra recién removida y el bar llamado Robotnik.
Se acabó el whisky, apagó la colilla e hizo girar una y otra vez la caja de cerillas en sentido contrario a las agujas del reloj. Sin saber muy bien qué hacer, Kelso bajó a la recepción y cambió el resto de sus cheques de viajero por rublos. Fuera como fuese iba a necesitar dinero en efectivo. Últimamente su tarjeta de crédito no era muy fiable, no había más que recordar el lamentable incidente en la tienda del hotel cuando intentó pagar con ella el whisky.
Creyó ver a alguien que conocía, presumiblemente del simposio, levantó la mano pero ya se había marchado.
En el mostrador de recepción había un carteclass="underline" «Todos los huéspedes que deseen efectuar llamadas telefónicas internacionales deben dejar un depósito en efectivo.» Verlo le produjo una nueva punzada de añoranza. Habían sucedido tantas cosas y no tenía a nadie a quien contárselas. Impulsivamente puso un billete de cincuenta dólares y regresó a los ascensores por el vestíbulo repleto.
Tres matrimonios, pensó mientras el ascensor salía disparado hacia arriba. Y tres divorcios en orden ascendente de amargura.
Kate… bueno, Kate apenas contaba, eran estudiantes; la relación estaba condenada al fracaso desde el principio. Hasta su traslado a Nueva York, ella siempre le enviaba tarjetas de Navidad… E Irina… al menos había conseguido el pasaporte, que era, según Kelso siempre había sospechado, lo que de verdad le interesaba. Pero Margaret… pobre Margaret, estaba embarazada cuando se casaron, por eso se había casado él, y poco después del nacimiento del primer niño un segundo ya estaba en camino. De pronto se sorprendió empantanado en una casa de cuatro habitaciones abarrotada, cerca de la carretera de Woodstock: el profesor de historia y la alumna de historia, y, entre ellos, nada de historia. Había durado doce años… tanto como el Tercer Reich, le había dicho Chiripa borracho a un columnista chismoso el día en que se había publicado la petición de divorcio de Margaret. Ella nunca se lo perdonó.
No obstante, era la madre de sus hijos. Maggie. Margaret. Llamaría a la pobre Margaret.
La línea hizo un ruido extraño en cuanto la operadora empezó a marcar el número internacional. ¡Teléfonos rusos!, fue su primera reacción y empezó a sonar el aparato en Nueva York.
—Diga. —La conocida voz sonaba desconocidamente alegre.
—Soy yo.
—Ah. —Desilusión fría. Ni siquiera hostil.
—Lamento estropearte el día. —Quería hacer una broma, pero le salió mal; sonó amargado y lleno de lástima de sí mismo. Volvió a intentarlo—. Llamo de Moscú.
—¿Por qué?
—¿Por qué llamo o por qué llamo desde Moscú?
—¿Has estado bebiendo?
Echó un vistazo a la botella vacía. Había olvidado su capacidad de oler el aliento incluso a seis mil kilómetros de distancia.
—¿Cómo están los niños? ¿Puedo hablar con ellos?
—Son las once de la mañana de un martes. ¿Dónde crees que están?
—¿En el colegio?
—Bravo, papi. —Se rió a pesar de sí misma.
—Oye, lo siento —se disculpó.
—¿Qué, concretamente?
—Lo del dinero del mes pasado.
—De los últimos tres meses.
—Fue un lío del banco.
—Búscate un trabajo, Chiripa.
—¿Como tú, quieres decir?
—Vete a la mierda.
—De acuerdo, me rindo. —Volvió a intentarlo—. Esta mañana he hablado con Adelman. A lo mejor tiene algo para mí.
—Porque sabes que las cosas no pueden seguir así, ¿no?