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—Ya sé. Escucha, creo que aquí tengo algo entre manos…

—¿De qué se trata la oferta de Adelman?

—¿Adelman? Ah, dar clases. Pero no me refiero a eso. Puede que tenga algo interesante aquí, en Moscú. Quizá no es nada. Pero a lo mejor es algo enorme.

—¿De qué se trata?

Sin duda había un ruido extraño en la línea. Kelso oía su propia voz con demasiado retraso para ser eco. «Pero a lo mejor es algo enorme», se oyó decir.

—No quiero hablar de eso por teléfono.

—¿Que no quieres hablar de eso por teléfono…? No, claro. ¿Y sabes por qué? Porque es el mismo rollo de mierda de siempre…

—Espera, Maggie. ¿Oyes mi voz con eco?

—… y Adelman te ofrece un trabajo como es debido, pero claro, no lo quieres porque significa enfrentarte a…

—¿Oyes mi voz con eco?

—… a tus responsabilidades…

Kelso, silenciosamente, colgó. Se quedó mirando el auricular mordisqueándose el labio, se echó hacia atrás y encendió otro cigarrillo. Stalin, como saben, era despreciativo con las mujeres.

Creía que la idea de una mujer inteligente era una contradicción. Las llamaba «arenques con ideas». De la esposa de Lenin, Nadezhda Krupskaia, le dijo una vez a Molotov: «Quizá usa el mismo lavabo que Lenin, pero eso no significa que sepa nada de leninismo.» Tras la muerte de Lenin, Krupskaia pensaba que su condición de viuda del gran hombre la protegería de las purgas de Stalin, pero éste la desengañó. «Si no cierras la boca —le dijo—, haremos que el Partido consiga una nueva viuda de Lenin.»

Sin embargo, ésta no es toda la historia, y aquí nos topamos con una de esas extrañas contradicciones de lo que habitualmente se sabe y que hace que nuestra profesión sea a veces tan gratificante. Durante mucho tiempo se consideró que Stalin era bastante indiferente al sexo, el clásico político que canaliza todos sus apetitos carnales a través del poder… pero la verdad parece muy distinta: Stalin era un mujeriego.

El reconocimiento de esta faceta de su carácter es reciente. Fue Molotov quien, en 1988, le dijo fríamente a Chuiev que a Stalin siempre le habían gustado las mujeres. Jruschov, en 1990, con la publicación postuma de su última serie de entrevistas, levantó un poco más los velos. Y ahora los archivos añaden aún más detalles valiosos.

¿Quiénes fueron las mujeres de cuyos favores disfrutó Stalin antes y después del suicidio de su segunda esposa? Algunas las conocemos. Una fue la esposa de A. I. Yegorov, comisario de defensa popular, famosa en los círculos del Partido por sus numerosas aventuras. Otra, también esposa de un militar, Gusev, era la mujer que supuestamente estaba en la cama con Stalin la noche en que Nadezhda se pegó un tiro. También tenemos a Rosa Kaganovich, con la que Stalin, ya viudo, pensó en casarse durante un tiempo. Y la más interesante, quizá, fue Zhenia Alliluyeva, la mujer de Pavel, el cuñado de Stalin. Una relación descrita en un diario que escribía Maria, la cuñada de Stalin, le fue incautado tras su detención y ha sido recientemente desclasificado (F45 O1 D1).

Éstas, por supuesto, son las mujeres de las que sabemos algo. Pero hay otras que son meras sombras en la historia, como Valechka Istomina, la joven criada que entró a formar parte del servicio personal de Stalin en 1931) («Si es o no la mujer de Stalin sólo le incumbe a él», le dijo Molotov a Chuiev), o la «bella morena» que vio una vez Jruschov en la dacha de Stalin. «Después me dijeron que era una institutriz de los hijos de Stalin, pero no duró mucho. Más adelante desapareció. Estaba allí por recomendación de Beria. Beria sabía escoger muy bien a las institutrices…»

«Más adelante desapareció…»

Otra vez se demuestra el mismo patrón de conducta: no era nada recomendable saber demasiado sobre la vida privada del camarada Stalin. Uno de los hombres a los que le puso cuernos, Yegorov, fue asesinado; otro, Pavel Alliluyev, envenenado. Y Zhenia, la querida y cuñada, «la rosa de los campos de Novgorod», detenida por orden de Stalin, pasó tanto tiempo encerrada en solitario que al cabo de los años, cuando salió en libertad, tras la muerte de éste, ya no podía hablar; se le habían atrofiado las cuerdas vocales… Debió de quedarse dormido porque lo despertó el teléfono que sonaba.

La habitación estaba aún en la semipenumbra. Encendió la luz y miró el reloj. Casi las ocho.

Bajó las piernas de la cama, cruzó la habitación a paso rígido hacia la pequeña mesa junto a la ventana.

Miró el aparato vacilante y atendió.

Era Adelman que sólo quería saber si iba a bajar a la cena.

—¿Cena?

—Mi querido amigo, es la gran cena de despedida del simposio, no hay que perdérsela. Olga va a salir de un pastel.

—Dios mío. ¿Tengo alternativa?

—Ni hablar. A propósito, el cotilleo es que esta mañana tenías una resaca tan impresionante que has tenido que volver al hotel a dormir.

—Qué bien, Frank, te lo agradezco. Adelman se calló.

—Bueno, ¿qué? ¿Has encontrado al tipo? —Claro que no. —¿Era mentira?

—Absolutamente. No encontré nada de nada.

—Pero has estado todo el día fuera…

—Fui a ver a un viejo amigo.

—Ah, comprendo —dijo Adelman con énfasis—. El mismo Chiripa de siempre. Dime, ¿qué opinas de estas vistas?

Un titilante paisaje nocturno se extendía a sus pies: carteles luminosos desplegados por toda la ciudad como estandartes de un ejército invasor. Phillip, Marlboro, Sony, Mercedes-Benz… Moscú, que en una época después del atardecer era oscura como una capital africana, ya no era así.

No había ni una sola palabra en ruso a la vista.

—Nunca pensé que llegaría con vida a ver esto —se oyó la voz de Adelman por la línea ruidosa—. Esto que vemos, amigo, es una victoria. ¿Te das cuenta? Una victoria total.

—¿De veras, Frank? A mí sólo me parece un montón de luces.

—No; es mucho más que eso, créeme. A partir de aquí ya no hay vuelta atrás.

—Ahora me dirás que esto es el fin de la historia.

—Quizá lo sea. Pero, gracias a Dios, no es el fin de los historiadores —bromeó Adelman—. Bueno, nos vemos en el vestíbulo dentro de, digamos, veinte minutos. ¿De acuerdo? —Y colgó.

El reflector de la otra orilla del Moscova, al lado de la Casa Blanca, arrojó un potente haz de luz en la habitación. Kelso alargó la mano para abrir la hoja interior de la ventana y después la exterior y dejar entrar una bruma amarillenta junto con el lejano ruido del tráfico. Unos copos de nieve chocaron contra el alféizar y se derritieron.

El fin de la historia… y una mierda, pensó. Ésa era una ciudad cargada de historia. Ese era un maldito pueblo cargado de historia.

Sacó la cabeza al frío y se asomó todo lo que pudo para ver la ciudad al otro lado del río,, antes de que se perdiera en las nieblas del horizonte.

Si uno de cada seis rusos pensaba que Stalin había sido el gobernante más grande que habían tenido, significaba que había unos veinte millones de seguidores. (El santo Lenin por supuesto tenía muchos más.) E incluso si esa cifra se dividía por dos, para dejar a los más fanáticos, seguía habiendo diez millones. ¿Diez millones de estalinistas en la Federación Rusa, tras cuarenta años de denigración?

Mamantov tenía razón: era una figura increíble. Dios mío, si uno de cada seis alemanes hubieran dicho que Hitler había sido el líder más grande de su historia, el New York Times no habría querido un artículo de opinión, ¡lo habría sacado en primera plana!

Kelso cerró la ventana y empezó a juntar lo que iba a necesitar para la noche: los últimos dos paquetes de cigarrillos del duty free, el pasaporte y el visado (en caso de que lo cogieran), el mechero, la cartera bien llena› la caja de cerillas con la dirección del Robotnik.