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Era inútil fingir que le gustaba todo aquello, especialmente después de la movida de la embajada, y, de no haber sido por Mamantov, habría pensado en dejar todo como estaba —jugar sobre seguro, como recomendaba Adelman— y volver al cabo de una o dos semanas a buscar a Rapava, quizá después de agenciarse un adelanto en Nueva York de algún editor comprensivo (suponiendo que todavía existiera semejante criatura).

Pero su conclusión era que si Mamantov estaba sobre la pista, él no podía darse el lujo de esperar. Mamantov tenía recursos a su disposición que Kelso no podía superar. El otro era un coleccionista, un fanático.

Y la idea de lo que Mamantov podría hacer con el cuaderno, si lo encontraba primero, empezaba a fastidiarlo. Porque cuantas más vueltas le daba al asunto, más evidente resultaba que lo que había escrito Stalin era importante, fuera lo que fuese. No podía ser un mero compendio de apuntes seniles, sobre todo si Beria había tenido tanto interés en robarlo, y después se había arriesgado a esconderlo en lugar de destruirlo.

«Empezó a chillar como un cerdo… A gritar algo sobre Stalin y sobre un arcángel… Pero le pusieron un pañuelo en la boca y lo mataron…»

Kelso echó una última mirada por la habitación y apagó la luz. Al bajar al restaurante reparó en el hambre que tenía. Hacía un día y medio que no comía de verdad. Tomó sopa de col, pescado en escabeche, cordero en salsa de crema de queso, con vino tinto georgiano Mukuzani, y agua mineral sulfurosa Narzan. El vino era oscuro y pesado y, tras un par de copas encima del whisky, se empezó a sentir peligrosamente calmado. Había más de cien comensales en cuatro mesas largas y el rumor de la conversación, con el entrechocar de copas y cubiertos era soporífero. Por los altavoces sonaba música folklórica de Ucrania y Kelso empezó a diluir el vino.

Alguien —un historiador japonés cuyo nombre ignoraba— se inclinó sobre la mesa y le preguntó si ésa era la bebida favorita de Stalin. Kelso respondió que no, que Stalin prefería los vinos georgianos Kindzmarauli y Hvanchkara, que eran más dulces. En general le gustaban los vinos y licores dulces y espesos, las infusiones de hierbas muy azucaradas y el tabaco negro-

—Y las películas de Tarzán —añadió alguien.

—Y los perros que aullaban.

Kelso también se echó a reír. ¿Qué otra cosa iba a hacer? Brindó con el japonés, hizo una reverencia y se reclinó en su silla mientras echaba un trago a su vino con agua.

—¿Quién paga todo esto? —preguntó alguien.

—Supongo que el patrocinador que ha pagado el simposio.

—¿Y quién es?

—¿Norteamericano?

—Suizo, creo…

La gente retomó la conversación a su alrededor. Al cabo de una hora, cuando pensaba que nadie lo veía, plegó la servilleta y apartó la silla de la mesa.

Adelman levantó la mirada.

—¿Otra vez? No puedes dejar plantado otra vez a todo el mundo.

—Una llamada de la naturaleza —dijo Kelso, y Mientras pasaba detrás de Adelman se agachó y le susurro al oído—: ¿Cuál es el horario de mañana?

—El autobús sale para el aeropuerto después del desayuno —dijo Adelman—. El embarque en Sherenietevo es a las once y cuarto. Le cogió el brazo—. Pensaba que habías dicho que era todo mentira.

—Sí, lo dije. Pero quiero averiguar qué tipo de mentira es.

Adelman meneó la cabeza.

—Chiripa, la historia no es esto…

Kelso señaló el salón.

—¿Y esto sí?

De pronto alguien empezó a golpear un cuchillo contra una copa y Askenov se puso de pie con dificultad. Las manos de los comensales golpearon la mesa en señal de aprobación.

—Colegas —empezó Askenov.

—Prefiero arriesgarme, Frank. Hasta luego.

Se soltó con suavidad de la mano de Adelman y enfiló hacia la salida.

El guardarropía estaba junto a los lavabos, en una puerta al lado del comedor. Entregó la ficha, dejó una propina y recogió el abrigo. En el momento en que se lo ponía lo vio. Al final del pasillo que daba al vestíbulo del hotel había un hombre que iba de un lado a otro hablando por un teléfono móvil. No lo miraba a él. Y, si Kelso lo hubiera visto de frente, seguramente no lo habría reconocido y todo habría sido distinto. Pero de perfil, esa cicatriz que tenía en la cara era inconfundible. Era uno de los hombres que estaba en el vehículo en la puerta del edificio de Mamantov.

A sus espaldas, al otro lado de la puerta cerrada, Kelso oyó risas y aplausos. Retrocedió hasta palpar el pomo de la puerta —sin apartar la mirada del hombre—, y volvió a entrar rápidamente en el comedor.

Askenov seguía de pie, hablando. Se interrumpió al ver a Kelso.

—El doctor Kelso —dijo— parece tener una profunda aversión por el tono de mi voz.

—Tiene aversión por el tono de todas las voces, salvo por el de la suya —chilló Saunders.

Se oyeron más risas y Kelso siguió avanzando.

Cruzó las puertas de vaivén y entró en el caos de la cocina. Lo golpeó el calor, el vapor y un olor a col y pescado hervido. Los camareros formaban fila con bandejas de tazas y cafeteras, mientras un hombre de cara colorada y esmoquin manchado les gritaba. Nadie prestó atención a Kelso. Cruzó la enorme sala hasta la otra punta, donde una mujer con delantal verde vaciaba un carrito de vajilla sucia.

—¿La salida? —le preguntó.

—Tam —respondió ella señalando con la barbilla—. Tam. —Hacia allá.

La puerta estaba abierta para que entrara un poco de aire fresco. Kelso bajó unos peldaños de cemento y salió al aire libre, a un patio cubierto de nieve medio derretida, lleno de cubos de basura y bolsas de plástico rotas. Una rata escarbaba en la penumbra. Kelso tardó un minuto en encontrar la salida, por el patio del fondo del hotel. Tres paredes tachonadas de ventanas se elevaban por tres lados; las nubes bajas tenían un color gris amarillento por efecto del haz de luz del reflector.

Salió por una calle lateral hasta la avenida Kutuzovski, y avanzó con dificultad sobre la nieve resbaladiza tratando de encontrar un taxi. El conductor de un Volga sucio y sin distintivos trató de convencerlo de que subiera, pero Kelso le hizo señas de que se fuera y siguió caminando hasta llegar a la fila de taxis que hacían cola delante de la puerta principal del hotel. No podía perder tiempo regateando. Se subió al asiento trasero del primer taxi amarillo de la fila y le dijo al chófer que arrancara deprisa.

8

En el estadio del Dínamo se celebraba un partido de fútbol importante, internacional. Rusia jugaba contra algún equipo: empate a dos, últimos minutos del encuentro. El taxista escuchaba los comentarios por radio y, mientras se acercaban, el rugido de ochenta mil gargantas moscovitas ahogó los vítores de los altavoces de plástico. Los copos de nieve se hinchaban y levantaban como velas al viento iluminadas por los focos del estadio.

Tenían que subir por la avenida Leningradski, hacer un cambio de sentido y regresar por el otro lado hasta llegar al estadio de los Jóvenes Pioneros. El taxi, un viejo Zhiguli que apestaba a sudor, salió por la derecha, cruzó una puerta de hierro y empezó a traquetear por el surco de un camino que llevaba al campo de deportes. Había unos pocos coches estacionados sobre la nieve y una cola de gente, sobre todo chicas, al otro lado de una puerta de hierro con mirilla. El cartel en lo alto de la entrada indicaba: «Robotnik.»

Kelso pagó cien rublos al taxista, una cantidad absurda —el precio de no regatear antes de empezar el viaje—, y miró con cierta consternación cómo las luces rojas retrocedían sobre el camino accidentado, giraban y desaparecían. Un ruido impresionante, como si rompiera una ola, descendió del cielo fosforescente sobre los árboles y recorrió la blanca extensión del campo de juego.