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—Tres dos —dijo un hombre con acento australiano—. Se ha acabado. —Se sacó un diminuto audífono negro del oído y se lo guardó en el bolsillo.

—¿A qué hora abren? —preguntó Kelso a la persona más cercana, una chica, que se volvió y lo miró.

Era asombrosamente guapa: ojos grandes y oscuros, pómulos altos. Debía de tener unos veinte años. La nieve le caía sobre el pelo negro.

—A las diez —respondió, le deslizó la mano en la suya y le apretó el pecho contra el codo—. ¿Me das un cigarrillo?

Le dio uno, cogió otro para él y, cuando los dos agacharon la cabeza para compartir la llama, se rozaron. Kelso inhaló su perfume junto con el humo. Se enderezaron.

—Falta poco —le dijo él con una sonrisa mientras se alejaba.

La chica le devolvió la sonrisa y lo saludó con la mano. Kelso caminó por el borde del campo, fumando y mirando a las chicas. ¿Qué? ¿Eran todas putas? No parecían. La mayoría de los hombres eran extranjeros. Los rusos parecían ricos. Además de un Bentley y un Rolls, estaba lleno de grandes coches alemanes ocupados por hombres. En el Bentley, una brasa del tamaño de un trozo de carbón brillaba cada vez que alguien chupaba un enorme puro.

A las diez y cinco se abrió la puerta: una luz amarillenta, las siluetas de las chicas, el resplandor vaporoso de su aliento perfumado… Un espectáculo festivo, pensó Kelso desde la nieve. Y, de los coches, bajaba la pasta gansa. Se notaba no sólo por el peso de los abrigos y las joyas, sino por la forma en que los tipos se movían, iban directamente al principio de la cola, y por la cantidad de protección que dejaban en la puerta. Era evidente que las únicas armas permitidas en las instalaciones eran las del local; cosa que a Kelso le pareció tranquili- zadora. Pasó por un detector de metales y después un matón con una vara le registró los bolsillos en busca de explosivos. La entrada costaba trescientos rublos —cincuenta dólares, el salario medio semanal, pagadero en cualquiera de las dos monedas— y a cambio le pusieron un sello ultravioleta en la muñeca y le dieron un vale por una bebida.

Una escalera de caracol conducía a la oscuridad, el humo y los rayos láser, y a un muro de música tecno que hacía que el estómago se sacudiera. Algunas chicas bailaban con apatía; los hombres, de pie, bebían y observaban. La idea de Papú Rapava con su cara ceñuda en aquel lugar parecía una broma; Kelso se habría largado en ese mismo instante, pero necesitaba una copa y… cincuenta dólares eran cincuenta dólares. Le dio el vale al camarero y pidió una cerveza. Entonces se le ocurrió y le hizo una seña al camarero.

—Rapava —le dijo. El camarero arrugó la frente in- terrogativamente, se puso la mano en la oreja y se inclinó hacia Kelso—. ¡Rapava! —gritó éste.

El chico asintió despacio.

—Conozco —respondió en inglés.

—¿Lo conoces?

Volvió a asentir. Era un chico joven de barba rala y rubia y un pendiente de oro. Empezó a alejarse para servir a otro cliente, por lo que Kelso sacó la cartera y puso un billete de cien rublos sobre la barra. El camarero enseguida le prestó atención.

—¡Quiero ver a Rapava! —gritó.

El camarero dobló el billete y se lo guardó en un bolsillo.

—Más tarde —dijo el chico—. ¿Vale? Yo te digo.

—¿Cuándo?

Pero el joven le sonrió y se alejó por detrás de la barra.

—Sobornando camareros, ¿eh? —dijo una voz con acento americano al lado de Kelso—. ¡Qué buena idea! Nunca se me había ocurrido. ¿Qué? ¿Le sirven primero? ¿Es para impresionar a las damas? Hola, doctor Kelso. ¿Se acuerda de mí?

En la semipenumbra, Kelso tardó un instante en reconocer esa cara bonita iluminada de colores.

—Señor O'Brian.

El reportero de la televisión. Perfecto, lo que me faltaba, pensó.

Se dieron la mano. El joven tenía una palma húmeda y carnosa. Llevaba el uniforme de fuera de servicio: vaqueros apretados, camiseta blanca y chaqueta de piel. Kelso observó unos hombros anchos, músculos pectorales, una mata de pelo peinada con un gel aromático.

O'Brian le señaló la pista de baile con la botella.

—¡La nueva Rusia! —gritó—. Se puede comprar de todo. Está todo en venta. ¿Dónde se aloja?

—En el Ucrania.

O'Brian hizo una mueca.

—Le aconsejo que guarde el soborno para más tarde. En el viejo Ucrania son muy estrictos. Y esas camas… Vaya… —O'Brian sacudió la cabeza y se acabó la botella.

Kelso sonrió y lo imitó.

—¿ Algún otro consejo ?

—Muchos, ya que lo pregunta. —O'Brian le hizo señas con la mano de que se acercara—. Las buenas le pedirán seiscientos. Ofrézcales dos para subir a tres. Y hablamos de tarifas para la noche completa, recuerde, así que guárdese algo de pasta, como incentivo digamos. Y cuidado con las tías más impresionantes, porque a lo mejor están reservadas. Si el otro es un ruso, lo mejor es que se la deje. Es más seguro y hay muchas más… aquí no se viene a buscar novia para toda la vida. Ah, y en general no hacen dúplex, son chicas respetables.

—No me cabe duda.

O'Brian lo miró.

—No lo comprendes, ¿eh, profesor? Esto no es un prostíbulo. Te presento a Anna… —Le pasó el brazo por la cintura a una rubia que tenía al lado y empezó a usar la botella a modo de micrófono—. Anna, dile al profesor de qué trabajas.

—Alquiler de propiedades a empresas escandinavas —dijo Anna solemnemente a la botella.

O'Brian le acarició la mejilla, le pasó la lengua por la oreja y la soltó.

—Galina, la de allí… ¿la ves?… Esa delgada del vestido azul, trabaja en la Bolsa de Moscú. ¿Quién más? Cono, se parecen todas. Natalia, esa con la que hablaste fuera… Ah, sí, te estaba mirando, profesor, eres un viejo zorro… Anna, cariño, ¿a qué se dedica Natalia?

—Trabaja para Comstar, R. J. —respondió Anna—. ¿Note acuerdas?

—Sí, claro. ¿Y cómo se llamaba esa chica tan guapa de la Universidad de Moscú? La psicóloga, ya sabes, esa que…

—Alissa.

—Alissa, sí. Alissa. ¿Está aquí esta noche?

—La mataron, R. J.

—¡Caramba! ¿De veras?

—¿Por qué me observabas fuera? —preguntó Kelso.

—Supongo que se llama comercio —respondió O'Brian—. Cuando alguien quiere ganar dinero, debe correr riesgos. Trescientos una noche. Digamos tres noches por semana. Novecientos dólares. Saca trescientos para protección; quedan seiscientos limpios. Veinte mil dólares por año… sin tanto esfuerzo. ¿A qué equivale…? ¿Siete veces el salario medio anual? ¿Libre de impuestos? Tiene un precio. Hay que correr riesgos. Como trabajar en una plataforma petrolera. Te invito a una cerveza, profesor. ¿Por qué no iba a observarte? Soy periodista, cono. Todo el mundo viene aquí a mirar a los demás. Esta noche aquí hay clientes por valor de medio billón de dólares. Y sólo me refiero a los rusos.

—¿Mafia?

—No, sólo negocios. Igual que en cualquier parte.

La pista de baile estaba repleta, el ruido era más fuerte, el humo más denso. Habían puesto en marcha un nuevo juego de luces… la típica luz negra que daba un aspecto fantasmagórico a todas las cosas blancas: dientes, ojos, uñas y billetes que brillaban en la oscuridad como navajas. Kelso estaba desorientado y un poco borracho. Pero no tan borracho como fingía estar O'Brian, pensó. Había algo en el reportero que le molestaba. ¿Qué edad tenía? ¿Treinta? Un chico con mucha prisa.

—¿A qué hora cierran? —le preguntó a Anna. ',

La chica le enseñó los cinco dedos de la mano.

—¿Quiere bailar, señor profesor?

—Más tarde, quizá —respondió Kelso.

—Es la República de Weimar —dijo O'Brian, que volvía con dos botellas de cerveza y una lata de coca cola diet para Anna—. ¿No es lo que has escrito tú? Mira. Dios mío, lo único que falta es Marlene Dietrich en esmoquin y podríamos estar en Berlín. A propósito, profesor, me gustó tu libro. ¿Ya te lo había dicho?