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—Sí, gracias. Salud.

—Salud. —O'Brian levantó la botella y dio un trago, después se inclinó y le gritó a Kelso al oído—: La República de Weimar, yo lo veo igual que tú. Hay seis cosas idénticas. A ver… una, un país grande, orgulloso, que pierde su imperio, en realidad pierde la guerra pero no sabe cómo… que supone que lo apuñalaron por la espalda, por lo tanto está lleno de resentimiento. Dos, democracia en un país sin tradición democrática… sinceramente en Rusia no tienen ni puta idea de lo que es la democracia; a la gente no le gusta, está harta de tanta discusión, quieren una línea dura, la que sea. Tres, problemas fronterizos y étnicos; montones de compatriotas que de pronto reciben palos en otros países y todos se meten con ellos. Cuatro, antisemitismo; se pueden comprar marchas militares de las SS en cualquier esquina… Por el amor de Dios. Quedan dos.

—De acuerdo.

Era desconcertante ver a alguien repetir las propias teorías como un loro, como un alumno de Oxford…

—La bancarrota económica. Es lo siguiente, ¿no crees?

—¿Y…?

—¿No es evidente? ¡Hitler! Aún no han encontrado su propio Hitler, pero cuando lo hagan, creo que el mundo deberá tener cuidado.

O'Brian se puso el índice izquierdo debajo de la nariz y extendió el brazo derecho en un saludo nazi. En la otra punta de la barra, un grupo de hombres de negocios rusos vitorearon y aplaudieron. Después, la noche se aceleró. Kelso bailó con Anna y O'Brian con Natalia, tomaron más copas —el estadounidense se quedó con la cerveza mientras Kelso probaba diferentes cócteles: B-52, kamikazes—, cambiaron de chicas y siguieron bailando hasta después de medianoche. Natalia iba con un vestido rojo estrecho y satinado, como de plástico, pero su cuerpo, a pesar del calor, estaba fresco y firme. Se había tomado algo. Tenia los ojos muy abiertos y desenfocados. Le preguntó si quería ir a alguna parte —le susurró al oído que le gustaba mucho y que lo haría por quinientos—, pero Kelso le dio cincuenta sólo por el placer del baile y regresó a la barra.

El abatimiento se apoderó de él; no sabía muy bien por qué. Percibía desesperación por todas partes: desesperación para comprar, desesperación para vender. Desesperación para fingir que uno se lo estaba pasando en grande. Una rubia de pelo largo y rasgos duros se llevaba de la corbata a un joven con traje que apenas podía andar de tan borracho. Kelso se fumaría un cigarrillo en la barra y después se largaría… No, pensó volviendo a meter el cigarrillo en el paquete, olvídate del cigarrillo. Se iría directamente.

—¡Rapava! —le gritó el camarero.

—¿Qué? —Kelso acercó la mano al oído para escuchar mejor.

—Ahí está la chica.

—¿Qué?

Kelso miró a donde señalaba el camarero y la vio. Sí, «ella». La recorrió con la mirada. Era mayor que las demás: pelo muy corto y negro, sombra negra de ojos, como morados, lápiz de labios negro, una cara blanca como de muerta, ancha y delgada a la vez, con pómulos afilados, cadavéricos. Aspecto asiático, de Mingrelia.

Papú Rapava: salió de los campos en 1969; se casó, digamos en 1970 o 1971. Un hijo lo suficientemente mayor para combatir en Afganistán. ¿Y una hija? «Mi hija es puta…»

—… ‘nas noches, profesor…

O'Brian pasó a su lado y le guiñó por encima del hombro. Llevaba a Natalia con un brazo y a Anna con el otro. El resto de lo que dijo se perdió en medio del ruido. Natalia se volvió, rió y le sopló un beso. Kelso lanzó un amago de sonrisa, la saludó con la mano, dejó la copa y avanzó paralelo a la barra.

Un vestido negro de cócteclass="underline" tela brillante, largo hasta la rodilla, sin mangas. Cuello y brazos muy blancos (ni siquiera llevaba reloj de pulsera), medias negras, zapatos negros. Y algo que no terminaba de encajar, algo raro, como si incluso en medio del gentío de la barra es- tuviera sola, en su propio mundo. Nadie hablaba con ella. Bebía agua mineral de la botella y no miraba nada; sus ojos oscuros estaban en blanco. Cuando Kelso la saludó, se volvió y lo miró sin interés. Le preguntó si quería tomar una copa.

No.

¿Bailar, entones?

Lo miró de arriba abajo, lo pensó y se encogió de hombros.

De acuerdo.

Se acabó la botella, la dejó en la barra y se encaminó hacia la pista de baile. Se volvió y lo esperó. Kelso la siguió. Le gustaba que la chica no hiciera mucho teatro. El baile era apenas un educado preludio a la transacción, como un agente de bolsa y un cliente que pasaban diez segundos preguntando por la salud del otro. Se movió perezosamente durante un minuto y dijo:

—¿ Cuatrocientos ?

Ni rastros de perfume, apenas un vestigio de olor a jabón.

—Doscientos —replicó Kelso.

—De acuerdo.

La chica salió de la pista sin siquiera volverse y Kelso, sorprendido por la falta de regateo, casi se queda solo. Subió detrás de ella por la escalera de caracol. Tenía unas caderas llenas debajo del vestido negro y apretado, una cintura gruesa… Se le ocurrió que no podía llegar muy lejos con ese juego, que era una equivocación que invitaba enseguida a compararla con mujeres de ocho, diez e incluso doce años más jóvenes que ella.

Recogieron los abrigos en silencio. El de ella era barato, delgado, demasiado corto para la estación.

Salieron al frío y él la cogió del brazo. Ahí fue cuando la besó. Estaba un poco borracho y la situación era tan surrealista que por un momento pensó que podía combinar placer y trabajo. Y, tenía que reconocerlo, sentía curiosidad. Ella respondió con más pasión de la que él esperaba. La mujer separó los labios y la lengua de Kelso le recorrió los dientes. Tenía un inesperado sabor dulce, y pensó que a lo mejor llevaba un pintalabios con gusto a regaliz. ¿Era posible?

Ella se apartó.

—¿Cómo te llamas? —preguntó Kelso.

—¿Qué nombre te gusta?

No pudo menos que sonreír. Qué suerte: había encontrado la primera puta posmoderna de Moscú. La mujer frunció el entrecejo cuando lo vio sonreír.

—¿Cómo se llama tu mujer?

—No tengo mujer.

—¿Novia?

—Tampoco.

Tembló y se metió las manos en los bolsillos. Había dejado de nevar y ahora que la puerta metálica se había cerrado detrás de ellos, la noche se sumió en el silencio.

—¿En qué hotel estás?

—En el Ucrania.

La mujer miró al cielo.

—Escucha —empezó Kelso, pero no tenía ningún nombre para suavizar la conversación—. Escucha, no quiero acostarme contigo. O mejor dicho —se corrigió—, quiero, pero no es eso lo que tengo en mente.

¿Se entendía?

—Ah —respondió ella con mirada conocedora; en realidad por primera vez parecía una puta—. Quieras lo que quieras siguen siendo doscientos.

—¿Tienes coche?

—Sí. ¿Por qué?

—La verdad es que… —hizo una mueca por la mentira— soy amigo de tu padre. Quiero que me lleves a verlo…

La mujer se quedó perpleja, retrocedió tambaleándose y rió asustada.

—Tú no conoces a mi padre.

—Rapava. Se llama Papú Rapava.

Se lo quedó mirando con la boca entreabierta y le dio un fuerte bofetón en la cara. Dio media vuelta y se alejó a paso rápido, tropezando ligeramente. No debía de ser muy fácil andar con tacones sobre el hielo. Kelso la dejó marchar mientras se limpiaba la boca con la mano. Se miró los dedos y vio que estaban manchados no de sangre, sino de carmín. Pero le había dado un buen golpe y le dolía. Se abrió la puerta a sus espaldas. Vio que la gente lo miraba y oyó un murmullo de desaprobación. Se imaginaba lo que pensaban: un occidental rico saca a una honrada chica rusa fuera, trata de renegociar los términos o le pide algo tan asqueroso que ella no puede menos que largarse. ¡Cabrón! Kelso empezó a seguirla.