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La mujer había echado a andar por la nieve virgen del campo de juego y se había detenido a mirar el cielo oscuro. Kelso seguía las huellas de los tacones, se acercó por detrás y esperó a unos metros de distancia.

—No sé quién eres —le dijo al cabo—. Y no quiero saber quién eres. Y no le diré a tu padre cómo te he encontrado. No se lo diré a nadie. Te doy mi palabra. Sólo quiero que me lleves a su casa y te daré los doscientos dólares.

La mujer no se volvió. Kelso no podía verle la cara. — Cuatrocientos —replicó ella.

9

Feliks Suvorin, con el abrigo azul oscuro comprado en el Saks de la Quinta Avenida, llegaba a la Lubianka poco después de las ocho de la noche. Iba sentado en el asiento trasero de un Volga oficial que subía la pendiente cubierta de sucia nieve.

Le había allanado el camino una llamada de Yuri Arseniev a su viejo colega Nicolai Oborin, amigacho de caza, compañero de vodka y en la actualidad jefe de la Décima Dirección, o Archivo Federal de Recursos Especiales, o comoquiera que los sabuesos hubieran decidido llamarse a sí mismos esa semana en especial.

—Oye, Niki, tengo aquí en mi oficina a un muchacho llamado Suvorin, y nos hemos encontrado con un plan… bueno, él ha dado con ello. Escucha, Niki, sólo puedo decirte que hay un diplomático extranjero, occidental, muy bien situado, que tiene un tinglado de contrabando entre manos… No, no, esta vez no son iconos, espera… Documentos, y pensábamos tenderle una trampa… Eso es, sí, siempre me sacas ventaja, camarada… Algo grande, irresistible… Sí, más o menos, por ahí anda. ¿Pero qué te parece ese cuaderno detrás del que andaba la vieja guardia del NKVD? ¿Que qué era? El testamento de Stalin… Bueno, por eso te llamo ahora… Tenemos un problema. Mañana es el día señalado… ¿Esta noche? Sí, claro que puede esta noche, Niki, estoy seguro. Ahora mismo lo tengo aquí delante y me lo afirma con un movimiento de cabeza. Esta noche, de acuerdo…

Suvorin ni siquiera había tenido que repetir el cuento, y menos inventarse uno. Al llegar al vestíbulo de mármol del Lubianka, y después de que le revisaran los papeles, siguió las instrucciones y llamó a un tal Blok, que lo esperaba. Se quedó en ese vestíbulo vacío, observado por unos guardias silenciosos e indiferentes, mientras contemplaba el gran busto blanco de Andropov. De pronto oyó unos pasos. Blok, un individuo sin edad, encorvado y polvoriento, con un manojo de llaves en el cinturón, lo llevó a las entrañas del edificio, lo hizo cruzar un patio oscuro y húmedo, y entraron en una especie de pequeña fortaleza. Subieron al segundo piso, a una habitación pequeña con un escritorio, una silla, suelo de madera y ventanas con barrotes…

—¿Qué quiere ver?

—Todo.

—Bueno, usted mismo —dijo Blok, y se marchó. Suvorin siempre había preferido adelantarse a los tiempos a vivir en el pasado; algo más por lo que admiraba a los estadounidenses. ¿Cuál era la alternativa para una Rusia moderna? ¡Parálisis! El fin de la historia le parecía una idea excelente. Feliks Suvorin no veía la hora de que la historia llegara a su fin.

Pero en aquel lugar, ni él podía escapar de los fantasmas. Al cabo de un minuto se puso de pie y empezó a andar de un lado a otro. Estiró el cuello para mirar por la alta ventana y se dio cuenta de que hacia arriba sólo se veía una franja estrecha de cielo nocturno y hacia abajo los ventanucos de las viejas celdas de la Lubianka. Pensó en Isaak Babel, allí debajo en alguna parte, torturado hasta traicionar a sus amigos para retractarse después frenéticamente; y en Bujarin, y su última carta a Stalin («Siento por usted, por el Partido y por la causa en general, sólo un amor inmenso e ilimitado. Lo abrazo en mis pensamientos, adiós para siempre…»), y en Zinoviev, que no acababa de creerse que los guardias lo sacaran a rastras para fusilarlo («Por favor, camarada, llame a Josiv Vissarionovich…»)

Sacó su teléfono móvil, marcó el número de siempre y llamó a su mujer.

—Hola, ¿a que no sabes dónde estoy? ¡Quién iba a decirlo…! —Al oír la voz de su esposa se sintió mejor—. Lamento lo de esta noche, querida. Dale un beso a los niños de mi parte, ¿sí? Y otro para ti, Serafima Suvorina…

La policía secreta estaba fuera del tiempo y la historia. Era algo proteico. Ese era su secreto. La Cheka se había convertido en GPU, y después en OGPU, y luego en NKVD, y después en NKGB, y después en MGB, y después en MVD y por último en KGB, el estadio evolutivo más alto. Y entonces, ¡quién lo iba a decir!, el poderoso KGB había sido obligado por el fallido golpe a transformarse en dos abreviaturas completamente nuevas: el SVR —los espías—, instalado en Yasenevo, y el FSB —seguridad interna—, que seguían allí, en la Lubianka, entre los muertos.

Y la opinión de las altas esferas del Kremlin era que el FSB, al menos, no era más que la última sigla de una larga tradición de cambio de letras y que, según las inmortales palabras que Boris Nokolaevich le había dicho a Arseniev en el transcurso de un baño turco en la dacha presidencial, «los hijos de puta de la Lubianka siguen siendo los mismos hijos de puta de siempre». Por eso› cuando el presidente decretó que había que investigar a Vladimir Mamantov, la tarea no podía encomendarse al FSB, sino al SVR, aunque no tuviera ningún recurso.

Suvorin tenía cuatro hombres para cubrir la ciudad. Llamó a Netto para enterarse de las novedades. La situación no había cambiado: el objetivo principal (n.° 1) aún no había vuelto al apartamento; el objetivo esposa (n.° 2) seguía sedado; el historiador (n.° 3) seguía en el hotel y en ese momento cenaba.

—Bueno, algunos tienen suerte —murmuró Suvorin. Oyó ruidos en el pasillo—. Manténgame informado —añadió y pulsó el botón de fin. Le pareció la frase más apropiada.

Esperaba uno o dos expedientes, pero Blok abrió la puerta con un carrito lleno de carpetas; veinte o treinta, algunas tan viejas que cuando al hombre se le escapó el artilugio y chocó contra la pared, se elevaron nubes de polvo.

—Bueno, usted mismo —repitió.

—¿Esto es todo?

—No; hay unas sesenta. ¿Quiere el resto?

—Por supuesto. No podía leer todo ese material; le habría llevado un mes. Se limitó a desatar la cinta de cada expediente, a hojear las páginas desgarradas y quebradizas para ver si había algo interesante y a volver a atarlas. Era un trabajo sucio; al cabo de un rato tenía las manos negras, las mucosas de la nariz llenas de esporas y dolor de cabeza.

MUY CONFIDENCIAL

28 de junio de 1953

Al Comité Central, camarada Malenkov

Adjunto a la presente la transcripción del interrogatorio del prisionero A. N. Poskrebishev, antiguo asistente de J. V. Stalin, en relación a su trabajo de espía antisoviético.

La investigación continúa.

Subdirector de Seguridad del Estado de la URSS

A. A. YEPISHEV.

Ese era el principio, luego un par de páginas en medio del interrogatorio de Poskrebishev, subrayadas con tinta roja por una mano nerviosa hacía casi medio siglo:

Interrogador: Describa el comportamiento del secretario general durante esos cuatro años, 1949–1953.

Poskrebishev: El secretario general se volvió una persona cada vez más secreta y ausente. En 1951 ya no volvió a salir de Moscú. Diría que a partir de los setenta años su salud empezó a deteriorarse seriamente. En varias ocasiones fui testigo de problemas cerebrales que le provocaban desmayos de los que se recuperaba enseguida. «Necesita un doctor, camarada Stalin —le dije—. Déjeme llamar a los médicos.» El secretario general se negó y afirmó que la Cuarta Administración Central del Ministerio de Sanidad estaba bajo control de Beria, y, aunque confiaba en éste para matar a un hombre, jamás se fiaría de que pudiera curar a alguno. Así que le preparé unas tisanas de hierbas.