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—Sí, estoy aquí. Dígale que se vaya.

—¿Quiere que avise al jefe?

—Creo que no. Dos veces en un mismo día es demasiado. Podría pensar que somos unos incompetentes. —Se pasó la lengua por los labios y sintió el sabor a polvo—. ¿Por qué no te vas a casa, Vissari? Nos veremos mañana a las ocho en mi despacho.

—¿Ha averiguado algo?

—Sólo que cuando la gente habla de «los buenos viejos tiempos» no son más que gilipolleces.

Se enjuagó la boca, escupió y volvió al trabajo. Fusilaron a Beria, soltaron a Poskrebishev, condenaron a Vlasik a diez años, mandaron a Rapava a Kolima, a Yepishev le quitaron el caso, y la investigación continuó por otros rumbos.

Registraron la casa de Beria de la buhardilla a la bodega, pero no encontraron ninguna prueba, salvo unos restos humanos (femeninos) parcialmente disueltos en ácido y emparedados. Tenía sus propias celdas en el sótano. La propiedad quedó clausurada hasta que, en 1956, el Ministerio de Asuntos Exteriores preguntó al KGB si no había ninguna residencia apta para la embajada de la nueva República de Túnez. Se les ofreció la mansión de la calle Vspolni.

Vlasik fue interrogado dos veces más sobre el cuaderno, pero no añadió nada nuevo. Poskrebishev fue vigilado, su teléfono fue intervenido y, por último, lo animaron a que escribiera sus memorias. Cuando las terminó, incautaron el manuscrito «con carácter definitivo». En el expediente había una página del libro enganchada:

No sé qué pasaba por la mente de ese genio incomparable

durante ese último año en el que se enfrentaba a la evidencia de su

propia mortalidad. Es posible que Josiv Vissarionovich confiara sus

pensamientos más íntimos a un cuaderno del que raramente se

separaba de él durante esos últimos meses de duro y generoso

esfuerzo por la causa de su pueblo y de toda la humanidad

progresista. Ojalá ese notable documento, que muy bien puede ser

la síntesis de su sabiduría como teórico marxista-leninista de primer

orden, se descubra algún día y se publique en beneficio…

Suvorin bostezó, cerró la carpeta, la puso a un lado y cogió otra. Eran los informes semanales de un soplón del Gulag llamado Abidov, al que le habían encomendado la tarea de vigilar al prisionero Rapava en su época de trabajos forzados en las minas de uranio de Butugichag. No había nada de interés en los papeles manchados que terminaban abruptamente con una lacónica nota de un oficial del KGB del campo de prisioneros: Abidov había muerto de una puñalada y Rapava había sido trasladado a un campo de trabajo forestal.

Más expedientes, más soplones, pero nada de nada. Papeles que autorizaban la puesta en libertad de Rapa-va al final de la condena, revisada por una comisión especial de la Segunda Dirección General (aprobada, sellada, autorizada). Un trabajo en la sala de máquinas de la estación de Leningrado, especialmente elegido para el prisionero que regresaba; un informador del KGB en el lugar: Antipin, capataz. Un apartamento para el prisionero que regresaba en el «Victoria de la Revolución», un complejo recién construido. Revisión del caso en 1975, clasificado como «derroche de recursos» El expediente vacío hasta 1983, en que se reexaminó brevemente a Rapava a petición del subjefe de la Quinta Dirección (Ideología y disidentes).

Vaya, vaya…

Suvorin sacó la pipa y la chupó, se rascó la frente con la boquilla y siguió revisando las carpetas. ¿Qué edad tenía ese tipo? Rapava, Rapava, Rapava… aquí estaba, Papú Gerasimovich, nacido el 9 de septiembre de 1927.

Viejo… más de setenta años… ¡pero no tan viejo! Ni siquiera en un país en que la esperanza de vida de los varones era de cincuenta y ocho —peor que en la época de Stalin— y cada vez descendía más, era tan viejo como para estar necesariamente muerto.

Hojeó el informe de 1983 y lo examinó rápidamente. Vaya, era un tipo duro ese Rapava: ni una palabra en treinta años. Sólo cuando llegó al final y vio la recomendación de cerrar el caso y el nombre del oficial que aceptaba la recomendación dio un respingo.

Maldijo, cogió de un manotazo el teléfono móvil, marcó el número del oficial de guardia del SVR y le pidió que llamara inmediatamente a casa de Vissari Netto.

10

Se pusieron de acuerdo en trescientos dólares, y por ese precio Kelso insistió en dos cosas: primero, que ella misma lo llevara en coche y, segundo, que lo esperara una hora. Sería inútil que a esas horas intentara buscar una dirección solo, y si el barrio de Rapava era tan peligroso como él mismo había dado a entender («era un edificio decente, muchacho, antes de la droga y los delincuentes»), ningún extranjero en su sano juicio iría a dar una vuelta solo por el lugar.

El Lada viejo y destartalado de color arena de la mujer estaba aparcado en una calle oscura que desembocaba en el estadio. Caminaron en silencio hasta el vehículo. Ella abrió la puerta primero y después se estiró para abrir la de él. En el asiento del pasajero había una pila de libros —notó que eran textos legales— que se apresuró a poner detrás.

—¿Eres abogada? ¿Estudias derecho? —le preguntó.

—Trescientos dólares —respondió ella abriendo la mano—. Americanos.

—Luego.

—No, ahora.

—La mitad ahora —replicó él con suspicacia—, y la mitad después.

—Yo todavía puedo conseguir otro polvo, mister. ¿Puedes tú encontrar a alguien que te lleve?

Era la frase más larga de la noche.

—De acuerdo, de acuerdo. —Sacó la cartera—. Serás una buena abogada.

Dios mío, trescientos a la chica y más de cien en la discoteca, iba a terminar desplumado. En un momento había pensado darle algo de dinero al viejo como adelanto por el cuaderno, pero ya no iba a ser posible.

La mujer volvió a contar los billetes, los plegó y se los guardó en el bolsillo del abrigo. El coche arrancó por la avenida Leningradski. Giraron a la derecha en medio del escaso tráfico, hicieron un cambio de sentido, volvieron a pasar junto al estadio vacío del Dínamo y enfilaron hacia las afueras de la ciudad, en dirección al aeropuerto.

Conducía deprisa. Kelso supuso que quería librarse de él. ¿Quién era esa mujer? El interior del Lada no le daba ninguna pista. Estaba fastidiosamente limpio, casi vacío. Ella tenía un perfil furtivo, la cabeza ligeramente inclinada y miraba la carretera con el ceño fruncido. Los labios negros, las mejillas blancas, las orejas puntiagudas, pequeñas y delicadas debajo de unos mechones cortos… Un aspecto de vampiro, perturbador, volvió a pensar. De perturbada. Todavía tenía el gusto de ella en la boca y no pudo evitar pensar cómo sería en la cama… Ahora estaba fuera de su alcance; sin embargo, quince minutos antes le habría hecho todo lo que hubiera querido.

Ella miró el retrovisor y lo pescó observándola.

—Ya está bien, ¿vale?

Kelso, a pesar de todo, siguió mirándola, ahora más abiertamente, como si subrayara que había pagado por el viaje. Pero enseguida se sintió mezquino y bajó la vista.

Las calles empezaban a ser más oscuras. No sabía dónde estaban. Habían pasado delante del Parque de la Amistad —lo había reconocido —, de una central eléctrica y cruzado las vías del tren. Unas enormes cañerías comunales de agua caliente discurrían junto a la carretera, cruzaban al otro lado y seguían por enfrente; por las juntas escapaban chorros de vapor. De vez en cuando, en medio de la negrura de la noche, se veía el resplandor de unas fogatas y gente alrededor. Al cabo de otros diez minutos giraron a la izquierda y entraron en una calle ancha y accidentada como un terreno baldío, con abedules descuidados a ambos lados. Cogieron un bache y el chasis crujió y rozó una piedra. La mujer giró el volante y cogieron otro. Unas luces naranja detrás de los árboles iluminaban débilmente las entradas y escaleras de un gigantesco complejo de bloques.