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El coche avanzaba lentamente y se detuvo al lado de una parada de autobús destartalada.

—Es allí. Bloque número nueve —dijo ella.

Estaba a unos cien metros, al otro lado de un descampado.

—¿Me esperas aquí?

—Entrada D, quinto piso, apartamento doce.

—¿Pero me esperas?

—Si quieres.

—Habíamos quedado en eso, ¿no?

Kelso miró el reloj. Era la una y veinticinco. Después volvió a mirar el edificio mientras intentaba pensar en qué diría Rapava y se preguntaba cómo lo recibiría.

—¿Así que te criaste aquí?

La chica no contestó. Paró el motor, se subió el cuello del abrigo y metió las manos en los bolsillos con la vista al frente. Kelso suspiró y bajó del coche. Tembló y echó a andar por el descampado. La nieve en polvo crujía al apelmazarse bajo sus pisadas.

Estaba a medio camino cuando oyó el ruido de un motor que arrancaba. Se volvió y vio el Lada que se ponía en marcha despacio con las luces apagadas. Ni siquiera se había molestado en esperar que él se alejara. Cabrona, pensó. Empezó a correr hacia el coche, la llamó, no muy alto, sin enfado; era más un lamento por su propia estupidez. El pequeño vehículo traqueteaba, tironeaba, y por un momento Kelso pensó que lo alcanzaría, pero entonces dio una sacudida y se alejó deprisa. Se quedó mirando impotente cómo desaparecía en el laberinto de hormigón.

Estaba solo y no había ni un alma a la vista.

Se dio la vuelta y echó a andar en dirección al edificio sobre la nieve crujiente. Se sentía vulnerable en ese descampado y el pánico aguzó sus sentidos. Le llegó por la izquierda el ladrido de un perro, el llanto de un bebé. Una música débil salía directamente del bloque nueve; era apenas un murmullo que se hacía más fuerte a cada paso. Poco a poco empezaba a divisar algunos detalles: el hormigón estriado, los vestíbulos en sombras, las hileras de balcones llenos de trastos: camas viejas, cuadros de bicicletas, neumáticos gastados, plantas marchitas; había tres ventanas iluminadas, el resto estaba a oscuras.

En la entrada D, aplastó algo con el pie. Se agachó a recogerlo y lo tiró con un respingo: una jeringa hipo-dérmica.

La escalera era un sumidero de meados y vómitos, periódicos sucios, condones usados y hojas marchitas. Se tapó la nariz con el dorso de la mano. Había un ascensor que a lo mejor funcionaba —un milagro posible en Moscú—, pero prefería no hacer la prueba. Subió por la escalera y cuando llegó al tercer piso la música se oyó mucho más claramente. Alguien escuchaba el viejo himno nacional soviético, el que se solía cantar antes de que Jruschov lo censurara. «¡Partido de Lenin! —exclamaba el coro—. ¡Partido de Stalin!» Kelso subió los dos últimos tramos de escalera más rápido, con un súbito arranque de esperanza. La chica no lo había engañado del todo, ¿ quién si no Papú Rapava escucharía los grandes éxitos de Josiv Stalin a la una y media de la madrugada?

Llegó al quinto piso y siguió el sonido de la música por el deprimente pasillo hasta la puerta 12. El bloque estaba de lo más abandonado. La mayoría de las puertas, menos la de Rapava, tenían tablas clavadas. No, muchacho, la puerta de Rapava no estaba llena de tablas, sino abierta, y el umbral, por razones que Kelso ni se imaginaba, lleno de plumas.

La música se detuvo.

«Entra, muchacho, ¿qué esperas? ¿Qué pasa? No me digas que no tienes cojones para…»

Kelso se quedó unos segundos en el umbral, escuchando.

De pronto se oyó un redoble de tambor y el himno empezó de nuevo.

Empujó la puerta con cuidado. Estaba parcialmente abierta pero no se abría más, algo detrás se lo impedía.

Se escurrió como pudo por la abertura. Las luces estaban encendidas.

Dios mío…

«¡Sabía que te impresionaría, muchacho, estaba seguro! Si van a joderte es mejor que te jodan unos profesionales, ¿no?»

A los pies de Kelso había más plumas que salían de un cojín destripado. No se podía decir que las plumas estuvieran en el suelo, porque no había suelo. Las tablas del parquet estaban todas levantadas y apiladas al borde de la habitación. Los restos de las escasas pose- siones de Rapava estaban desparramados por el esqueleto de vigas: libros con los lomos arrancados, cuadros rotos, sillas destrozadas, un televisor reventado, una mesa sin patas, trozos de vajilla, cristales, telas desgarradas. Las paredes interiores y exteriores exponían sus cavidades, abiertas aparentemente con una maza. Parte del cielo raso estaba caído y el polvo de yeso invadía toda la habitación.

Haciendo equilibrios en medio del caos, entre un montón de discos rotos, un voluminoso tocadiscos Telefunken de los setenta hacía sonar el disco una y otra vez.

¡Partido de Lenin!

¡Partido de Stalin!

Kelso, caminando de viga en viga, se acercó al aparato y levantó la aguja.

En medio del súbito silencio se oyó el goteo de un grifo roto.

Nunca en su vida había visto algo tan impresionante; el nivel de destrucción era tan abrumador que, cuando comprobó que el apartamento estaba vacío, no se le ocurrió pensar en lo asustado que estaba. Al menos al principio. Miró alrededor desconcertado.

«¿Que dónde estoy, muchacho? Ésta es la pregunta. ¿Qué han hecho con el pobre Papu? Venga, ven a buscarme. Adelante, camarada. ¡No tenemos toda la noche!»

Kelso, temblando, caminó haciendo equilibrios por una viga y entró en la despensa: paquetes rajados, una nevera tumbada, armarios arrancados…

Retrocedió hasta un pequeño pasillo tanteando la pared rota para no caerse.

«Aquí tienes dos puertas, muchacho, una a la derecha y otra a la izquierda. Elige.»

Se tambaleó indeciso y alargó la mano.

La primera… un dormitorio.

«Tibio, tibio, muchacho. A propósito, ¿querías follarte a mi hija?»

Un colchón rajado. Una almohada rajada. La cama volcada. Cajones vacíos. Una pequeña alfombra gastada de nailon enrollada y apilada. Trozos de yeso por todas partes. El suelo levantado. El cielo raso caído.

Kelso, otra vez en el pasillo, avanzó jadeando por la viga, tratando de no perder el equilibrio ni la calma.

Segunda puerta…

«¡Ahora más caliente, muchacho…!»

… segunda puerta: el baño. La cisterna arrancada y arrojada contra el inodoro. El lavabo también arrancado de la pared. Una bañera de plástico blanco llena hasta el borde de un agua rosada que le hizo pensar en vino georgiano diluido. Metió los dedos y los sacó brusca- mente, tan fría estaba. Se le quedaron manchados de rojo.

En la superficie flotaba un mechón de pelo enganchado a un trozo de cuero cabelludo.

«Larguémonos, muchacho.»

De viga en viga, con yeso en el pelo, en las manos, por todo el abrigo, en los zapatos…

Kelso tropezó aterrorizado, perdió el equilibrio sobre la viga y metió el pie izquierdo en un agujero del suelo. Se desprendió un trozo de yeso y él lo oyó caer en el apartamento de abajo. Tardó medio minuto en sacar el pie y salir de allí.

Se apretujó para salir por la puerta entreabierta otra vez al pasillo y se dirigió a la escalera por delante de los apartamentos abandonados. Oyó un golpe.

Se detuvo.

¡Bum!

«Caliente, muchacho, muy muy caliente…»

Era el ascensor. Había alguien en el ascensor.

¡Bum! La Lubianka, la quietud de la noche, el coche negro y largo con el motor en marcha, dos agentes con abrigos corriendo escaleras abajo… ¿No había ninguna forma de escapar del pasado?, pensó Suvorin amargamente mientras se daba prisa. Le sorprendió que no hubiera ningún turista cerca para registrar esa escena tradicional de la vida de la Madre Rusia. «Cariño, ¿por qué no la ponemos en el álbum entre la catedral de San Basilio y una troica en la nieve?»