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Sin embargo, todas estas cosas se pueden aplicar a Stalin en la Rusia de hoy, lo que hace las palabras de Yevtushenko en Los herederos de Stalin más significativas que nunca:

«Por lo tanto le pido a nuestro gobierno

que duplique,

triplique

la guardia

de su tumba.» Chiripa Kelso entró escoltado en la comisaría central de la Milicia Metropolitana de Moscú poco antes de las tres de la madrugada. Y ahí lo dejaron, rodeado del resto de escoria nocturna: media docena de putas, un macarra checheno, dos banqueros belgas muy pálidos, un grupo de bailarines transexuales del Turquestán y la habitual comparsa de locos furiosos, vagabundos y adictos mugrientos. Los techos altos y las arañas con la mitad de las bombillas le daban a la reunión un aspecto épico revolucionario.

Kelso se sentó solo en un banco de madera, con la cabeza apoyada contra la pared descascarillada y la vista al frente sin ver nada. Así que… ¿así era? Ay, podíamos pasarnos la mitad de la vida escribiendo sobre ello, sobre millones de personas… sobre el mariscal Tujachevski a quien el NKVD torturó hasta hacerlo papilla; ahí estaba su confesión en los archivos manchada de sangre, y mientras la sosteníamos pensábamos que sabíamos lo que era… pero cuando nos enfrentábamos a la realidad comprendíamos que no habíamos entendido nada, que ni siquiera habíamos empezado a entender lo que era.

Al cabo de un rato, dos milicianos se acercaron al surtidor metálico de agua que tenía al lado y comentaron el caso del bandido uzbeco que aparentemente esa noche había entrado en el guardarropa del Babilonia con una ametralladora.

—¿Hay alguien que se ocupa de mi caso? —interrumpió Kelso—. Se trata de un asesinato.

—¡Ah, un asesinato! —exclamó burlón uno de los hombres.

El otro rió. Arrojaron los vasos de cartón a la papelera y se marcharon.

—¡Esperen! —gritó Kelso.

Al otro lado del pasillo, una anciana con una mano vendada empezó a chillar.

Kelso volvió a sentarse en el banco.

En aquel momento, un tercer agente, un hombre robusto con bigotes a lo Gorki, bajó la escalera cansinamente y se presentó como el inspector Belenki, detective de homicidios. Llevaba un papel mugriento en la mano.

—¿Es usted el testigo de lo del viejo Rapazin?

—Rapava —le corrigió Kelso.

—Sí, eso —dijo Belenki examinando de arriba abajo el papel. Quizá era el mostacho de morsa o sus ojos acuosos, pero parecía profundamente triste.

—Bueno —suspiró—. Será mejor que le tomemos declaración.

Belenki lo llevó por una escalera lujosa al segundo piso, a una habitación de paredes verdes descascarilla-das y suelo de parquet brillante y desparejo. Le indicó que se sentara y le puso una pila de formularios delante.

—El anciano tenía unos papeles de Stalin —empezó Kelso mientras encendía un cigarrillo y exhalaba el humo—. Eso tiene que saberlo. Casi seguro que los tenía escondidos en su apartamento. Por eso…

Pero Belenki no lo escuchaba.

—Todo lo que recuerde. —Le puso un bolígrafo azul en la mesa.

—¿Pero ha oído lo que acabo de decir? Los papeles de Stalin…

—Sí, sí. —El ruso seguía sin escuchar—. Después nos ocuparemos de valorar los detalles. Primero tiene que hacer una declaración.

—¿De todo?

—Claro. Quién es usted, cómo conoció al anciano, qué hacía en el apartamento… todo. Escríbalo. Volveré luego.

Cuando se marchó, Kelso se quedó mirando la hoja en blanco durante unos minutos. Escribió mecánicamente su nombre completo, fecha de nacimiento y dirección con una cuidadosa caligrafía cirílica. Estaba como atontado. «Llegué», escribió, y se detuvo. El bolígrafo de plástico le pesaba como un hierro. «Llegué a Moscú el…» Ni recordaba la fecha. ¡Él, que justamente era tan bueno para las fechas! (25 de octubre de 1917, el acorazado de guerra Aurora bombardea el palacio de Invierno y empieza la Revolución; 17 de enero de 1927, León Trotski es expulsado del Politburó; 23 de agosto de 1939, se firma el pacto Molotov-Ribbentrop…) Agachó la cabeza sobre el escritorio. «Llegué a Moscú el 26 de octubre por la mañana procedente de Nueva York, invitado por los Archivos Estatales Rusos para dar una breve conferencia sobre Josiv Stalin…»

Terminó la declaración en menos de una hora. Hizo lo que le habían dicho y no se dejó nada: el simposio, la visita de Rapava, el cuaderno de Stalin, la biblioteca Lenin, Yepishev y la reunión con Mamantov, la casa de la calle Vspolni, la tierra recién cavada, el Robotnik y la hija de Rapava… Llenó siete hojas con su apretada letra, y en la última parte fue aún más deprisa, describió la escena del apartamento, el descubrimiento del cuerpo, su desesperada búsqueda, en el bloque de al lado, de un teléfono que funcionara hasta despertar a una mujer joven con un bebé en brazos. Se sentía bien de volver a escribir, de poner cierto orden racional en el caos del pasado.

Belenki asomó la cabeza por la puerta en el momento en que Kelso ponía la frase final.

—Olvídese de la declaración.

—Ya la he hecho.

—¿No me diga? —Belenki miró la pila de hojas y después a Kelso. Había ruido en el corredor, detrás de él. Frunció el entrecejo y gritó por encima del hombro—: Dile que espere. —Entró en la habitación y cerró la puerta.

A Belenki le había pasado algo, era evidente. Llevaba la guerrera desabrochada y la corbata floja. Tenía manchas de sudor en la camisa caqui. Sin apartar la vista de la cara de Kelso, alargó la mano carnosa y éste le dio la declaración. Se sentó al otro lado de la mesa profiriendo un gruñido y sacó un estuche de plástico del bolsillo del pecho. De allí salieron unas gafas asombrosamente delicadas de montura dorada. Se las calzó en la punta de la nariz y empezó a leer.

La mandíbula cuadrada sobresalía y, de vez en cuando, le echaba una mirada a Kelso, lo estudiaba, y volvía al texto. Mientras se mordisqueaba el pulgar derecho, el enorme bigote le caía sobre los labios estirados.

Cuando dejó la última hoja lanzó un suspiro.

—¿Yes verdad?

—Absolutamente, todo.

—Mierda. —Belenki se quitó las gafas y se frotó los °)os con las manos—. ¿Y ahora qué tengo que hacer?

—Mamantov —dijo Kelso—. Seguro que está implicado. Tuve mucho cuidado en no darle ningún detalle, pero…

Se abrió la puerta, y un hombre menudo y flaco, un Laurel en comparación con un Hardy Belenki, dijo con voz asustada:

—¡Sima! ¡Deprisa! ¡Ya están aquí!

Belenki le echó a Kelso una mirada significativa, juntó las hojas de la declaración y apartó la silla.

—Tendremos que llevarlo un rato a los calabozos. No se asuste.

Kelso, ante la sola mención de los calabozos, sintió un espasmo de pánico.

—Me gustaría hablar con alguien de la embajada.

Belenki se puso de pie, se ajustó el nudo de la corbata, se abrochó los botones de la chaqueta y se la estiró en un vano intento de arreglarla.

—¿Puedo hablar con alguien de la embajada? —repitió Kelso—. Me gustaría conocer mis derechos.

Belenki sacó pecho y se encaminó hacia la puerta.

—Demasiado tarde —dijo. En los calabozos de la comisaría central de la Milicia Metropolitana de Moscú, a Kelso lo cachearon rudamente y le quitaron el pasaporte, la cartera, el reloj, la estilográfica, el cinturón y los cordones de los zapatos. Vio cómo metían todo en un sobre de cartón, firmó un formulario y le dieron un recibo. Entonces, con las botas en una mano y el resguardo en la otra, siguió a un guardia por un pasillo encalado, bordeado a ambos lados de puertas de acero. El guardia estaba lleno de forúnculos rojos; la nuca, sobre el cuello sucio de la chaqueta marrón, parecía una masa llena de grumos. Los presos de algunas celdas, al oír el ruido de sus pasos, empezaron a golpear y gritar frenéticamente. El no se dio por enterado.