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Le tocaba el octavo cubículo a la izquierda. De tres metros por tres. Sin ventanas. Un catre de metal. Sin mantas. En un rincón, un cubo esmaltado con una tabla manchada por tapadera.

Kelso entró despacio en el calabozo, iba en calcetines, y tiró el abrigo y las botas sobre el catre. Detrás, la puerta se cerró de golpe con un chasquido sordo.

Aceptación. Eso que había aprendido en Rusia hacía muchos años era el secreto de la supervivencia. En la frontera, cuando comprobaban tus papeles por vigésima vez. En un control de carretera, cuando te hacían parar no se sabía por qué y te tenían esperando una hora, y media. En el ministerio, cuando uno iba a sellar el visado y no te atendía nadie. Aceptarlo. Esperar. Dejar que el sistema se agotara solo. Quejarse no hacía más que aumentar la propia tensión sanguínea.

Alguien abrió la mirilla de la puerta por un momento y la cerró. Kelso oyó los pasos del guardia alejarse.

Se sentó en la cama, cerró los ojos y de pronto vio como una imagen brillante que hubiera quedado grabada en su retina, el cuerpo blanco y desnudo girando en la corriente profunda del hueco del ascensor: hombros, talones, manos atadas rebotando suavemente en las paredes.

Se dirigió a la puerta de un salto, la golpeó con las botas y gritó durante un rato, hasta que logró quitarse algo de dentro. Después se volvió y se apoyó contra la superficie de metal, enfrentándose a los límites del calabozo. Se fue agachando poco a poco, hasta quedar en cuclillas con los brazos alrededor de las rodillas. Tiempo. Eso sí es un bien muy peculiar, muchacho. Medir el tiempo. Lo mejor es hacerlo con un reloj, pero, a falta de éste, un hombre puede usar el flujo y reflujo de la luz y la oscuridad. Sin embargo, si no hay una ventana para seguir ese movimiento, la confianza debe recaer en algún mecanismo interno de la mente. Pero si la mente ha recibido alguna conmoción, el mecanismo se altera y el tiempo se vuelve como el suelo para un borracho: variable.

Por lo tanto, Kelso, en algún momento, se tumbó sobre el camastro y se tapó con el abrigo. Los dientes le castañeteaban.

Las ideas le daban vueltas, inconexas. Pensó en Mamantov, repasó una y otra vez la reunión que habían tenido tratando de recordar si había dicho algo que lo llevara a Rapava. Y pensó en la hija de Rapava y en la forma en que había roto su palabra en la declaración. Ella lo había abandonado. Y ahora él revelaba que ella era una puta. El mundo al revés. Seguro que la Milicia tenía su dirección, y también su nombre. Ya le habrían dado la mala noticia y ella la habría recibido… ¿cómo? Impertérrita, sí, Kelso estaba casi seguro. Pero vengativa.

En sus sueños, él se acercaba para besarla otra vez pero ella lo esquivaba. Bailaba frenéticamente sobre la nieve, en la puerta del bloque de apartamentos, mientras O'Brian desfilaba de un lado a otro como si fuera Hitler. Y madame Mamantov bramaba contra su locura. Y en alguna parte, detrás de una puerta, Papú Rapa-va seguía golpeando para que lo dejaran salir. ¡Aquí, muchacho! ¡Bum! ¡Bum! ¡Bum! Se despertó y vio un ojo azul que lo miraba por la mirilla. La tapa metálica se cerró y la cerradura chasqueó.

Detrás del guardia granujiento había un segundo individuo, rubio, bien vestido… Kelso, al principio, pensó que era el final feliz: «La embajada, han venido a sacarme.» Pero entonces, mientras el guardia dejaba el contenido del sobre encima del camastro, el rubio dijo en ruso:

—Doctor Kelso, póngase las botas, por favor.

Kelso se agachó para ponerse los cordones. El desconocido, notó, llevaba un par de elegantes zapatos occidentales. Se enderezó, se puso el reloj y vio que sólo eran las seis y veinte. Apenas dos horas en el calabozo, pero lo suficiente para toda una vida. Con las botas puestas se sentía más humano. Calzado, un hombre puede enfrentarse al mundo. Recorrieron el pasillo provocando a su paso los mismos golpes y gritos desesperados.

Kelso supuso que volverían a llevarlo arriba para seguir interrogándolo, pero en cambio salieron a un patio trasero donde los esperaba un coche con otros dos hombres sentados delante. El rubio le abrió la puerta trasera… «Por favor», dijo con fría cortesía. Dio la vuelta y entró por la otra puerta. En el interior hacía calor y había un olor fétido, como al final de un largo viaje, que sólo el delicado aftershave del rubio suavizaba. Salieron de la comisaría y se internaron en una calle tranquila. Nadie hablaba.

Empezaba a amanecer, apenas una luz tenue pero suficiente para que Kelso reconociera a donde se dirigían. Ya se había dado cuenta de que era un trío de la policía secreta, que significaba el FSB, que significaba la Lubianka. Pero, para su sorpresa, vio que en lugar de ir hacia el oeste, enfilaban al este. Bajaron por la Novi Arbat, pasaron delante de tiendas desiertas y apareció el Ucrania. Así que me llevan al hotel, pensó. Pero se equivocaba. En vez de cruzar el puente, giraron a la derecha y empezaron a seguir el curso del Moscova. El amanecer avanzaba deprisa, como una reacción química; la oscuridad se disolvía al otro lado del río, primero en un gris y después en un azul sucio y metálico. Las columnas de humo y vapor que salían de las chimeneas de las fábricas de la orilla de enfrente, una curtiembre y una cervecería, se volvían de un rosa corrosivo.

Circularon en silencio durante unos minutos más, y de pronto salieron del terraplén y aparcaron en un trozo de terreno abandonado y ganado al río que se internaba en el agua. Un par de aves marinas aletearon y alzaron el vuelo entre graznidos. El rubio fue el primero en bajar, y, tras una breve vacilación, Kelso lo siguió. Se le cruzó por la cabeza que lo había llevado al sitio perfecto para un accidente: un sencillo empujón, un aluvión de noticias, una larga investigación para algún dominical de Londres, montones de sospechas, y después el olvido. Así que puso cara de valiente. ¿Qué otra cosa podía hacer?

El rubio leía la declaración que Kelso le había dado a la Milicia. Las hojas se agitaban al viento que se levantaba en el río. Algo en él le resultaba familiar.

—Su avión —dijo sin volverse— sale a la una y media de Sheremetevo-2 y usted irá a bordo.

—¿Quién es usted?

—Ahora lo llevaremos al hotel y después cogerá el autobús al aeropuerto con sus colegas.

—¿Por qué hace esto?

—Es posible que intente volver a entrar en la Federación Rusa en un futuro próximo. Estoy seguro de que lo hará, se nota enseguida que es usted un tipo insistente. Pero le advierto que la solicitud de visado será rechazada.

—Esto es un maldito atropello. —Sí, era una estupidez perder los estribos de esa forma, pero estaba demasiado cansado e impresionado para contenerse—. Una maldita desgracia. Cualquiera diría que soy el asesino.

—Pero en realidad lo mató usted. —El ruso se dio la vuelta—. El asesino es usted.

—Es una broma, ¿no? No tenía por qué entregarme, ni llamar a la Milicia. Podía haberme escapado. Y no crea que no lo he pensado…

—Está aquí, son sus propias palabras. —El rubio golpeó la declaración—. Ayer por la tarde fue a ver a Mamantov y le dijo que un «testigo de los viejos tiempos» había ido a verlo con la información sobre los diarios de Stalin. Eso fue una sentencia de muerte.

—No le di ningún nombre —balbuceó Kelso—. Le he dado vueltas mil veces a esa conversación mentalmente…

—A Mamantov no le hacía falta ningún nombre. Ya lo tenía.

—No veo por qué está tan seguro…

—Papú Rapava—dijo el ruso con exagerada paciencia— volvió a ser investigado por el KGB en el ochenta y tres. La investigación fue solicitada por el subjefe de la Quinta Dirección: Vladimir Pavlovich Mamantov. ¿Se da cuenta?