Al pensar en Mamantov, Kelso se levantó, cerró con llave y puso la cadena en la puerta. Echó un vistazo por la mirilla y tuvo una perspectiva distorsionada del pasillo vacío.
«Pero en realidad lo mató usted… El asesino es usted.»
Empezó a temblar. Era la conmoción con efecto retrasado. Se sentía sucio, envilecido en cierto modo. El recuerdo de la noche era como si le frotaran la piel con arena.
Entró en el pequeño lavabo de azulejos verdes, se quitó la ropa, puso el agua bien caliente, se metió bajo la ducha y se enjabonó de la cabeza a los pies. La espuma se volvió verdosa con la mugre de Moscú. Se quedó bajo el chorro hirviente y dejó que el agua le golpeara durante diez minutos mientras se frotaba los hombros y el pecho. Salió de la bañera chorreando agua sobre el linóleo desparejo. Encendió un cigarrillo que fue fumando mientras se afeitaba, cambiándolo de una comisura de la boca a la otra, mientras trabajaba con la ma-quinilla, de pie, sobre un charco de agua. Se secó, se metió en la cama y se tapó hasta la barbilla. Pero no se durmió.
Poco después de las nueve, el teléfono sonó durante un buen rato, se interrumpió y al poco volvió a sonar. Esta vez, sin embargo, quienquiera que fuese colgó enseguida.
Al cabo de unos minutos, alguien llamó despacio a la puerta de la habitación.
Kelso, desnudo, se sentía vulnerable. Esperó diez minutos, se destapó, se vistió y preparó el equipaje. No le llevó mucho tiempo, y se sentó en uno de los sillones que daban a la puerta. Notó que la tapicería del otro sillón estaba ligeramente hundida: la huella dejada por el cuerpo del pobre Papú Rapava. A las diez y cuarto, con la maleta en una mano y la gabardina en el brazo, Kelso hizo girar la llave, quitó la cadena y comprobó que no había nadie en el pasillo. Bajó al ajetreado vestíbulo por el ascensor.
Entregó la llave en el mostrador de recepción y estaba a punto de dar la vuelta para dirigirse a la entrada principal cuando un hombre gritó: «¡Profesor!»
Era O'Brian, que salía presuroso del puesto de periódicos. Todavía llevaba la ropa de la noche anterior —los vaqueros un poco menos planchados, la camiseta no tan blanca— y unos periódicos bajo el brazo. No se había afeitado. A la luz del día parecía incluso más grande.
—Buenos días, profesor. ¿Qué hay de nuevo?
Kelso emitió una especie de carraspeo pero se las arregló para sonreír.
—Bueno, me marcho. —Le mostró la maleta, la bolsa y el abrigo.
—Vaya, cuánto lo siento. Deja que te ayude.
—No, gracias, no hace falta.
—Venga, por favor. —El reportero cogió el asa, le apretó los dedos a Kelso y al cabo de un instante se había apoderado de la maleta. Se la cambió de mano para ponerla fuera del alcance de Kelso—. ¿Adonde va el señor? ¿A la calle?
—¿A qué coño estás jugando? —Kelso apretó el paso para seguirlo. La gente que había sentada en el vestíbulo se volvió para mirarlos—. Dame la maleta…
—Menuda noche, ¿no? Qué lugar, qué chicas. —O'Brian sacudió la cabeza y sonrió—. Y encima vas y encuentras ese cadáver y… Debió de ser un choque. Cuidado, profesor, allí vamos.
Entró por la puerta giratoria y Kelso, tras un instante de vacilación, lo siguió. Apareció del otro lado y se encontró con O'Brian que lo miraba serio.
—De acuerdo —le dijo éste—, no hace falta que nos hagamos pasar vergüenza mutuamente. Sé lo que está pasando.
—Ahora quiero la maleta.
—Anoche decidí dar una vuelta por los alrededores del Robotnik. Renunciar a los placeres de la carne.
—La maleta…
—Digamos que tuve un pálpito. Vi que te ibas con la chica. Vi que la besabas. Vi que ella se largaba… A propósito, ¿qué pasó? Vi que subías a su coche. Te vi entrar en el bloque de apartamentos. Te vi salir al cabo de diez minutos como si te persiguieran todos los perros del infierno. Y después vi que llegaba la poli. Ay, profesor, eres todo un personaje, un hombre lleno de sorpresas.
—Y tú, un cerdo. —Kelso empezó a ponerse la gabardina, tratando de fingir indiferencia—. ¿Y qué hacías en el Robotnik? No me digas que era una coincidencia.
—Suelo ir al Robotnik —respondió O'Brian—. Prefiero ese tipo de relaciones: sobre una base comercial. ¿Para qué tener una chica gratis si puedes pagar por ella? Ésa es mi filosofía.
—Dios mío. —Kelso extendió la mano—. Dame la maleta.
—De acuerdo, de acuerdo. —O'Brian miró por encima del hombro. El autobús estaba en el sitio de siempre, esperando para llevar a los historiadores al aeropuerto. Moldenhauer estaba tomando una foto de Saunders con el hotel de fondo. Olga los miraba con cariño—. Si quieres que te diga la verdad, fue Adelman.
Kelso volvió la cabeza despacio.
—¿Adelman?
—Sí, en el simposio de ayer, durante la pausa de la mañana, le pregunté a Adelman dónde estabas y me dijo que tras unos diarios de Stalin.
—¿Adelman te dijo eso?
—Venga ya, ¿no me digas que tienes confianza en Adelman? —se burló O'Brian—. Vosotros, al mínimo asomo de primicia hacéis que los paparazzi parezcan colegialas. Adelman me propuso ir a medias. Me dijo que tratara de encontrar los diarios, que viera si había algo interesante y que él los autentificaría. Me contó todo lo que le habías dicho.
—¿Incluido lo del Robotnik?
—Incluido lo del Robotnik.
—Malnacido.
En aquel momento Olga tomaba una foto de Moldenhauer y Saunders. Estaban tímidamente uno al lado del otro, y por primera vez Kelso tuvo la impresión de que eran gays. ¿Cómo no se había dado cuenta antes? Ese viaje estaba lleno de sorpresas…
—Vamos, profesor, no te quedes tan asombrado conmigo, y tampoco te asombres tanto de Adelman. Esto sí es una noticia. ¡Una noticia bomba! Y no hace más que mejorar. No sólo encontraste a ese pobre cabrón colgado del hueco del ascensor con la polla en la boca, sino que además le dijiste a la Milicia que el que lo había hecho era nada menos que Vladimir Mamantov. Y no sólo eso… ahora toda la investigación ha quedado en manos del Kremlin. O eso es lo que he oído. ¿De qué te ríes?
—De nada. —Kelso no pudo evitar reírse al pensar en el espía rubio. («Lo que no queremos es que la prensa de Moscú se meta en todo esto…»)—. Hay que decir a tu favor que tienes buenos contactos.
O'Brian no le dio importancia.
—En esta ciudad no hay secretos que no puedan revelarse por una botella de whisky y cincuenta pavos. Y, si quieres que te diga algo, están con un buen cabreo. Hayfilt raciones peores que las de los reactores nucleares. No les gusta que les digan lo que han de hacer.
El chófer del autobús tocó el claxon. Saunders ya estaba arriba. Moldenhauer había sacado el pañuelo para agitarlo como despedida. Kelso veía las caras de los demás historiadores al otro lado del cristal, como peces en un acuario.
—Ahora será mejor que me des la maleta. Tengo que irme.
—No puedes huir, profesor. —Pero había un tono de derrota en su voz, y esta vez dejó que Kelso cogiera el asa—. Venga, Chiripa, una entrevista breve. ¿Algún comentario? —preguntó siguiéndolo de cerca, como un pordiosero insistente—. Necesito una entrevista para mantener la atención en el tema.
—Sería irresponsable.
—¿Irresponsable? ¡Y una mierda! ¡No hablas porque quieres guardártelo todo para ti! Pues estás chiflado. La maniobra para taparlo no ha funcionado. La noticia correrá como la pólvora… si no es hoy, seguro que mañana.