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—Y tú quieres que sea hoy, ¿no? ¿Antes que nadie?

—Es mi trabajo. Bah, profesor, vamos. Deja ya de hacerte el estirado. No somos tan distintos…

Kelso estaba en la puerta del autobús, que se abrió con un zumbido neumático.

—Adiós, señor O'Brian —le saludó burlón e irónico desde el interior.

Pero O'Brian no se daba por vencido y subió al primer escalón.

—Echa un vistazo a lo que pasa aquí. —Metió los periódicos enrollados en el bolsillo del abrigo de Kelso—. Echa un vistazo. Esto es Rusia. Aquí nada dura hasta mañana. Quizá este lugar mañana ya no esté. Tú estás… Ay, joder…

Tuvo que saltar para evitar la puerta que se cerraba. Dio un último golpe desesperado en la carrocería.

—Doctor Kelso —dijo Olga fríamente.

—Olga —respondió Kelso.

Avanzó por el pasillo y cuando llegó a la altura de Adelman se detuvo; éste, que seguramente había visto toda la escena con O'Brian, apartó la mirada. Al otro lado del cristal sucio se veía al reportero caminar fatigado hacia el hotel con las manos en los bolsillos. El pañuelo blanco de Moldenhauer ondeaba al viento en señal de despedida.

El autobús se puso en marcha. Kelso se abrió paso a trompicones hasta su sitio habituaclass="underline" solo al fondo del vehículo. Durante cinco minutos no hizo nada más que mirar por la ventanilla. Sabía que tenía que escribir todo eso, preparar otro informe mientras aún estaba claro en su cabeza. Pero todavía no podía. De momento, todos los caminos de su pensamiento parecían desembocar en la misma imagen del hueco del ascensor.

Como una media res en una carnicería…

Se palpó los bolsillos en busca de cigarrillos y sacó los periódicos de O'Brian. Los arrojó sobre el asiento de al lado y trató de ignorarlos. Pero, al cabo de unos minutos, empezó a leer los titulares de atrás para adelante, y después, de mala gana, los cogió.

No eran nada especial, sólo un par de periódicos gratuitos en inglés que repartían en los vestíbulos de los hoteles.

El Moscow Times. Noticias locales: el presidente estaba enfermo otra vez, o borracho otra vez, o las dos cosas. Un caníbal en serie en la región de Karemovo era sospechoso de haber matado ochenta personas y habérselas comido. Interfax informaba que cada noche dormían sesenta mil niños en la calles de Moscú. Gorbachov rodaba otro anuncio de televisión para Pizza Hut. Un grupo que se oponía a que retiraran la momia de Lenin de la plaza Roja había puesto una bomba en la estación de metro de Nagornaya.

Noticias internacionales: el FMI amenazaba con retirar los setecientos millones de dólares de ayuda si Moscú no recortaba el déficit presupuestario.

Noticias económicas: los tipos de interés se habían triplicado, la bolsa había bajado a la mitad.

Noticias religiosas: una monja de diecinueve años con diez mil seguidores predecía el fin del mundo para el día de Acción de Gracias. Una estatua de la Virgen María se movía por la región de la Tierra Negra, llorando sangre de verdad. Había un santo varón de TarkoSele que hablaba lenguas y… faquires, pentecostalistas, curanderos, chamanes, milagreros, anacoretas y seguidores del skoptsy que se creían reencarnaciones del Señor… Como en la época de Rasputin. Todo el país era un tumulto de augurios sangrientos y falsos profetas.

Kelso cogió el otro periódico, The eXile, escrito por jóvenes occidentales como O'Brian que trabajaban en Moscú. Ahí no había religión, pero muchos sucesos:

En la aldea de Kamenka, en Smolenskaya Oblast, donde la granja

colectiva local está en quiebra y los funcionarios del Estado no

cobran desde hace un año, el gran entretenimiento de verano para

los chicos es dar vueltas por la autopista Moscú-Minsk, esnifando

gasolina que compran en botes de medio litro por un rublo. En

agosto, dos serios adictos a la gasolina: Pavel Mikenkov, de once

años, y Anton Maliarenko, de trece, se doctoraron en su pasatiempo

favorito —torturar gatos— atando a un niño de cinco años llamado

Sasha Petrochenkov a un árbol y quemándolo vivo. Maliarenko fue

deportado a su Tashkent natal, pero Mikenkov se ha quedado en Ka-

menka sin recibir ningún castigo; mandarlo a un reformatorio cuesta

quince mil rublos y el pueblo no tiene dinero. A la madre de la

víctima, Svetlana Petrochenkova, le han dicho que si ella misma

pone el dinero se llevarán al asesino de su hijo, de lo contrario debe

convivir con él en el mismo pueblo. Según la policía, Mikenkov bebía

vodka con sus padres regularmente desde los cuatro años.

Kelso pasó la página rápidamente y encontró una guía de la vida nocturna de Moscú. Bares gays y de lesbianas: Los Tres Monos, Nación Gay; clubes de striptease: el Buchenwald (donde el personal llevaba uniformes nazis), Bulgakov, Utopiya. Buscó el Robotnik: «Ningún lugar como el Robotnik ejemplifica los excesos de la nueva Rusia: un interior decadente, música tecno que rompe los oídos, gorilas en la puerta, clientes con ojos morados. Ligar y, de paso, ver cómo le pegan un tiro a alguien.»

Se ajustaba bastante a la realidad, pensó Kelso. La terminal de salidas en el Sheremetevo-2 estaba llena de gente que trataba de marcharse de Rusia. Las colas parecían paredes celulares bajo el microscopio: surgían de la nada, se enrollaban sobre sí mismas, se rompían, volvían a formarse y se mezclaban con otras colas; colas para la aduana, los billetes, seguridad, control de pasaportes. Se acababa una y había que empezar otra. El vestíbulo era oscuro y cavernoso, y tenía un hedor a carburante de aviación mezclado con el olor ácido de la ansiedad. Adelman, Duberstein, Byrd, Saunders y Kelso, más una pareja de americanos que se habían alojado en el Mir —Pete Maddox de Princeton y Vobster de Chicago—, formaban un grupo al final de la cola más cercana, mientras Olga iba a ver si podía agilizar un poco los trámites.

Al cabo de unos minutos la cola no se había movido. Kelso ni miraba a Adelman que, sentado sobre su maleta, leía una biografía de Chejov con una desproporcionada atención. Saunders suspiraba y se palmeaba los brazos frustrado. Maddox dio una vuelta y volvió diciendo que los de aduanas estaban abriendo cada maleta.

—Joder —se quejó Duberstein—, yo me he comprado un icono. No voy a poder pasarlo.

—¿Dónde lo conseguiste?

—En esa librería grande de Novi Arbat.

—Dáselo a Olga. Ella te lo pasará. ¿Cuánto te ha costado?

—Quinientos dólares.

—¿Quinientos?

Kelso recordó que no tenía ni un céntimo. Había un quiosco de prensa al final de la terminal. Necesitaba más cigarrillos. Si pedía un asiento para fumadores se quitaría a los demás de encima.

—Phil —le dijo a Duberstein—, ¿podrías prestarme diez dólares?

Duberstein se echó a reír.

—¿Qué vas a hacer? ¿Comprar el diario de Stalin?

Saunders lanzó un risita. Velma Byrd se tapó la boca y apartó la mirada.

—¿También se lo has contado a ellos? —Kelso miró a Adelman incrédulo.

—¿Y por qué no? —Adelman se mojó un dedo para dar vuelta la página sin levantar la mirada—. ¿Es un secreto?

—Sabes qué —dijo Duberstein mientras sacaba la cartera—, toma veinte y cómprame también uno para mí.

Esta vez todos rieron abiertamente mientras observaban qué hacía Kelso, que cogió el dinero.

—De acuerdo, Phil —dijo en voz baja—. Hagamos un trato: si resulta que aparece el cuaderno de Stalin antes de fin de año, me quedo con el dinero y estamos parejos. Si no aparece, entonces te devuelvo mil dólares.

Maddox lanzó un silbido.