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Y entonces sucedió algo espantoso, una cosa de lo más horrible. Mientras sacaba la llave y llamaba en voz baja al jefe, el secretario general lanzó un gruñido y abrió los ojos de golpe, los ojos amarillos de un animal rabioso y asustado. Hasta Beria se tambaleó cuando los vio, y dejó escapar una especie de gruñido. Beria se acercó titubeante, lo miró y pasó la mano por delante de los ojos de Stalin; al parecer eso le dio una idea. Cogió la llave de manos de Rapava y la balanceó por la cuerda, a pocos centímetros de la cara de Stalin. Los ojos amarillos empezaron a seguir el recorrido pendular sin fallar ni una vez. Beria, que sonreía, empezó a moverla lentamente en círculos durante medio minuto hasta que bruscamente le dio un manotazo y se la guardó en la palma. Apretó los dedos y le enseñó el puño a Stalin.

¡Qué gemido, muchacho! ¡Más animal que humano! Desde esa noche, desde el momento en que salió de la habitación al pasillo, durante todos esos años, no había dejado de perseguirlo ni un solo día. La botella de whisky se había acabado y Kelso estaba arrodillado delante del minibar como un sacerdote delante del altar. Se preguntó cómo reaccionarían sus anfitriones del simposio de historia cuando recibieran la cuenta del bar, pero ahora eso importaba menos que mantener lleno de combustible al viejo para que siguiera hablando. Sacó un puñado de botellitas —vodka, whisky, ginebra, coñac, aguardiente de cerezas— y las llevó a la mesa. Al sentarse y dejarlas allí, un par de botellitas se le escaparon de las manos y rodaron por el suelo, pero Rapava ni las miró. Ya no era un viejo en el hotel Ucrania, sino un joven de veinticuatro años, otra vez en el cincuenta y tres, al volante de un Packard verde oscuro, con la carretera a Moscú brillando delante, iluminada por los faros, y Lavrenti Beria, duro como una roca, en el asiento trasero. El gran coche avanzaba veloz por la avenida Kutuzovsky, a través de las silenciosas barriadas del oeste. A las tres y media cruzaron el Moscova por el puente de Borondinsky y enfilaron rápidamente hacia el Kremlin. Entraron por la puerta suroeste, frente a la plaza Roja.

En cuanto los guardias les franquearon el paso, Beria empezó a darle indicaciones: detrás de la Armería a la izquierda; después, a la derecha, por una entrada estrecha hasta un patio. No había ventanas, sino sólo una docena de puertas pequeñas. En la oscuridad, los ado- quines helados eran de un tono carmesí brillante, como de sangre húmeda. Rapava levantó la vista y vio que estaban debajo de una gigantesca estrella roja de neón.

Beria entró deprisa por una puerta y Rapava tropezó al seguirlo. Un pequeño pasillo de baldosas los condujo a un ascensor con forma de jaula, más viejo que la Revolución. El traqueteo metálico y el ruido de un motor los acompañó mientras subían despacio dos pisos silenciosos y sin luz. Se detuvieron y Beria abrió bruscamente la puerta. Salió y echó a andar a paso rápido por el pasillo, mientras balanceaba la llave por la cuerda.

Muchacho, no me preguntes adonde fuimos porque no lo sé. Había un pasillo largo y alfombrado, con bustos a ambos lados sobre pedestales de mármol, des-v pues bajamos por una escalera de caracol de hierro y salimos a un salón de baile, enorme, inmenso como uní transatlántico, con unos espejos gigantescos de diez metros de alto y unas elegantes sillas doradas alrededor. Por último, poco después del salón de baile, había un pasillo ancho, de paredes verde brillante y un suelo de parquet que olía a cera, y una puerta grande y pesada que Beria abrió con una de las llaves de su llavero.

Rapava entró detrás. La puerta, con una vieja bisagra neumática imperial, se cerró despacio a sus espaldas.

No era una oficina muy impresionante; tenía unos siete metros por cinco y podía haber sido el despacho de cualquier director de una fábrica perdida en Vologda o Magnitogorsk. Un escritorio con un par de teléfonos, una gruesa alfombra, una mesa y varias sillas, una ventana con pesadas cortinas. En una pared había uno de esos mapas grandes y rosados de la URSS, en la época en que todavía existía la URSS, y al lado del mapa, otra puerta más pequeña, hacia la que Beria se dirigió. También tenía la llave. La puerta daba a una especie de vestidor en el que había un samovar ennegrecido, una botella de coñac armenio y unas hierbas para preparar infusiones. También había una caja fuerte, con una robusta puerta de metal con la etiqueta del fabricante, no en caracteres cirílicos, sino en algún idioma occidental. La caja fuerte no era muy grande. De unos treinta centímetros de lado, cuadrada, bien hecha, con un asa recta, también de metal.

Beria notó que Rapava la miraba y le dijo bruscamente que saliera.

Pasó casi una hora.

Rapava, de pie en el pasillo, se puso a practicar para mantenerse alerta. Sacaba la pistola e imaginaba que cualquier crujido del enorme edificio era un paso y los aullidos del viento, voces. Se imaginó al secretario general avanzando a zancadas por el pasillo lustroso con sus botas de montar y después trató de conciliar esa imagen con la de la figura vista en Blizhny: derrumbada y atrapada en su propio cuerpo rancio.

¿Y sabes una cosa, muchacho? Me puse a llorar. No puedo negar que es posible que también llorara un poco por mí. Estaba asustado, cagado de miedo… pero en realidad lloraba por el camarada Stalin. Lloré más por Stalin que por mi padre. Y eso les pasó a muchos muchachos.

Unas campanadas lejanas dieron las cuatro.

A eso de las cuatro y media, al fin salió Beria. Llevaba una pequeña cartera de piel con algo dentro: papeles, pero también otras cosas. Rapava no sabía qué. Cosas que presumiblemente venían de la caja fuerte, como la misma cartera. O a lo mejor de la oficina. Tal vez… Rapava no estaba seguro, pero quizá ya la llevaba al bajar del coche. En todo caso, tenía lo que buscaba porque sonreía.

¿Sonreía?

Así es, muchacho, sonreía. No era una sonrisa de placer, verás, sino una sonrisa como…

¿Triste?

Sí, eso es, una sonrisa triste. Una sonrisa como de «¡quién iba a decirlo!». Como si acabara de perder una partida de cartas.

Volvieron por donde habían venido, sólo que en el pasillo flanqueado de bustos se cruzaron con un guardia que prácticamente se arrodilló cuando vio al jefe. Pero Beria lo ignoró y siguió caminando… el ladrón más frío que se haya visto nunca.

—A la calle Vspolni —dijo al llegar al coche.

Ya eran casi las cinco, todavía era de noche, pero ya habían empezado a funcionar los tranvías y había gente por la calle, sobre todo babushkas que habían limpiado las oficinas del gobierno con el zar y con Lenin y que, el día de mañana, las limpiarían con cualquier otro. En la puerta de la biblioteca Lenin había un cartel enorme con la imagen de Stalin en rojo, blanco y negro mirando a unos obreros que hacían cola en la puerta del metro. Beria tenía la cartera abierta sobre el regazo y la cabeza gacha. La luz del coche estaba encendida. Leía algo mientras tamborileaba los dedos con ansiedad.

—¿Hay una pala en el maletero? —preguntó de pronto.

Rapava contestó que sí. Había una para quitar la nieve.

—¿Y una caja de herramientas?

—Sí, jefe.

Una grande con gato, llave inglesa, llave en cruz, pinzas para batería…

Beria carraspeó y volvió a la lectura.