No sabe nada, se dijo Kelso. No tiene ni idea de los riesgos. Empezó a pensar lo que haría: ahora echarás un vistazo rápido para ver si esa caja de herramientas está allí (no iba a estar), después le pedirás que te lleve al aeropuerto para ver si puedes salir en el próximo vuelo…
Dos minutos después del edificio de Rapava, Zinaida salió de la carretera principal y se metió por un camino de tierra a través de un desordenado bosquecillo de abedules hasta un terreno dividido en parcelas más pequeñas. Un cerdo gruñía en un corral hecho de puertas viejas de coches unidas con alambre. También había unos pollos escuálidos, unas verduras quemadas por la helada. Los niños habían hecho un muñeco con la nieve del día anterior que, con la llovizna, se había derretido y daba la grotesca impresión de un trozo de grasa blan- ca sobre el barro.
Delante de esta escena rural se veía una hilera de garajes. Sobre el techo plano y largo estaban los restos de una media docena de pequeños coches: carrocerías oxidadas despojadas de sus ventanas, motores, ruedas, asientos… Zinaida paró el motor y bajaron al terreno embarrado. Un anciano inclinado sobre una pala los miró. Zinaida le devolvió la mirada con las manos en la cadera. Al cabo de un rato, el hombre lanzó un escupitajo y volvió a su trabajo.
La chica llevaba una llave. Kelso miró hacia atrás, al camino desierto. Tenía la manos heladas. Se las metió en el bolsillo del abrigo. Zinaida era la que estaba tranquila. Iba con unas botas altas hasta la rodilla y procuraba no ensuciárselas. Kelso volvió a mirar atrás. Todo aquello no le gustaba: los árboles invasores, los restos de coches, esa mujer desconcertante con su calidoscopio de papeles… telefonista del GUM, futura abogada, puta eventual, y, ahora, hija insensible.
—¿De dónde has sacado la llave?
—Estaba con la nota.
—No comprendo por qué no has venido sola. ¿Para qué me necesitas?
—Porque no sé lo que estoy buscando. ¿Entras o no? —Estaba introduciendo la llave en un candado grande—. A propósito, ¿qué buscamos?
—Un cuaderno.
—¿Qué? —Dejó de trajinar con la llave y lo miró fijamente.
—Un cuaderno negro de hule de Josiv Stalin. —Repitió de nuevo esa frase. Se estaba convirtiendo en un mantra.
(No estará aquí, se dijo de nuevo. Era como el Santo Grial. Lo importante era la búsqueda, no encontrarlo.)
—¿Un cuaderno de Stalin? ¿Y cuánto vale?
—¿Cuánto? —Trató de aparentar que nunca se le había ocurrido la pregunta—. Pues… es difícil dar una cifra exacta. Hay algunos coleccionistas muy ricos. Depende de lo que tenga escrito. —Abrió las manos—. Medio millón, quizá. —¿De rublos?
—De dólares.
—¿Dólares? ¡Joder! —Retomó sus esfuerzos para abrir el candado, esta vez con torpeza por la ansiedad.
Al mirarla, Kelso se dio cuenta de su estado de ánimo y supo por qué la había acompañado. Ahí estaba todo… Era mucho más que el dinero. Se trataba de una reivindicación. De reivindicar los veinte años que había pasado helándose el culo en archivos en sótanos húmedos, yendo a conferencias en invierno —primero como oyente y después como ponente—, veinte años de enseñanza y componendas con el profesorado, tratando de escribir libros que no se vendían mucho… todo el tiempo con la esperanza de producir algún día algo que valiera la pena, algo auténtico, grande, definitivo, que explicara por qué las cosas habían sucedido de esa manera.
—Venga —dijo casi apartándola de la puerta—, déjame probar a mí.
Movió la llave en el candado, que al final giró y se abrió con un chasquido, y sacó la cadena de los pasadores. Una oscuridad fría y espesa. Sin ventanas, ni electricidad, sólo una lámpara antigua de parafina colgada de un clavo al lado de la puerta.
La descolgó y la agitó. Estaba llena. Zinaida dijo que sabía cómo encenderla. Se arrodilló en el suelo de tierra, prendió una cerilla y la acercó a la mecha. Surgió una llama azul y después una amarilla. La levantó mientras Kelso volvía a cerrar la puerta.
El garaje era un cementerio de recambios viejos apilados junto a las paredes. En la pared de enfrente había unos asientos de coche dispuestos a modo de cama, con un saco de dormir y una manta cuidadosamente plegada encima. Una cadena, una polea y un gancho colgaban de una viga del techo. Debajo del gancho, una plataforma de madera formaba un rectángulo de un metro y medio de ancho por dos de largo.
—Siempre ha tenido este lugar, desde que nací. Cuando las cosas se ponían mal, venía a dormir aquí.
—¿Tan mal se ponían?
—Mucho.
Cogió la lámpara y dio una vuelta iluminando los rincones. A la vista no había nada parecido a una caja de herramientas. En una mesa de trabajo había una bandeja de latón con un cepillo de metal, unas bielas, un cilindro, un carrete de alambre de cobre… ¿qué era todo eso? Kelso lo ignoraba todo sobre cuestiones mecánicas.
—¿Tenía coche?
—No sé. Hacía reparaciones para otros. La gente le daba cosas.
Se detuvo al lado de la improvisada cama. Algo brillaba encima. La llamó.
—Mira eso —le dijo e iluminó la pared.
Stalin los miraba desde un viejo poster. Había un montón de fotos más del secretario general, arrancadas de revistas. Stalin pensativo detrás del escritorio. Stalin con gorro de piel. Stalin estrechándole la mano a un general. Stalin muerto, en la capilla ardiente.
—-¿Y ésta? ¿Eres tú?
Era una foto de Zinaida más o menos a los doce años con uniforme de colegiala. Se acercó sorprendida.
—¿Quién lo hubiera dicho? —Rió intranquila—. Yo con Stalin. — Contempló la foto.
—Bueno, vamos a buscar ese cuaderno —dijo apartándose—. Quiero irme de aquí.
Kelso tocó uno de los tablones del suelo con el pie. Estaba suelto el entarimado que descansaba sobre el suelo de tierra. Es aquí, pensó. Tiene que ser aquí.
Pusieron manos a la obra bajo la mirada de Stalin y empezaron a apilar los tablones contra la pared, dejando al descubierto un foso de mecánico. Era hondo. En la oscuridad parecía una tumba. Tenía el suelo manchado de aceite. Los lados estaban apuntalados con maderas viejas, en las que Rapava había hecho hornacinas para las herramientas. Kelso le pasó la lámpara a Zinaida y se secó las palmas con el abrigo. ¿Por qué estaba tan condenadamente nervioso? Se sentó en el borde, con las piernas en el aire, y bajó con cuidado. Se arrodilló en el suelo del foso y palpó hasta que tocó una tela de arpillera.
—Ilumina por aquí —pidió.
Quitó la tela áspera y a continuación palpó algo sólido, envuelto en papel de periódico. Se lo pasó a Zinaida, que dejó la lámpara y lo desenvolvió. Era una pistola. Kelso vio que era diestra con el arma. Sacó el cargador, comprobó si tenía las ocho balas, volvió a meterlo, quitó el seguro, volvió a ponerlo.
—¿Sabes cómo funciona?
—Claro. Es la suya, una Makarov. Cuando éramos pequeños, nos enseñaba a desarmarla, limpiarla, disparar. Siempre la llevaba consigo. Decía que, si se veía obligado, no dudaría en matar.
—Qué bonito recuerdo. —Creyó oír un ruido fuera—. ¿Has oído?
Pero ella meneó la cabeza, ocupada con el arma.
Kelso volvió a arrodillarse.
Allí, metida en un agujero, vio la esquina de una caja de metal oxidada, cubierta de barro seco. Si uno no sabía lo que buscaba, jamás la hubiera notado. Rapava la había escondido bien. Kelso la cogió con ambas manos y empezó a tironear.
Bueno, había algo muy pesado. O la caja en sí o lo que tenía dentro. Las asas estaban oxidadas y trabadas, era difícil levantarla, así que la arrastró hasta el centro del foso y la subió hasta el borde. Tenía la mejilla cerca de la caja y percibió el olor a acero oxidado, como si tu- viera sangre en la boca. Zinaida se agachó para ayudarlo. Fue un momento especial, por un instante pareció que la caja exudaba una luz gris azulada. Hubo una ráfaga de aire fresco. Pero en aquel momento se abrió la puerta del garaje y en el vano de la puerta se recortó la silueta de un hombre. Después, Kelso reconoció que ése había sido el momento decisivo, el instante en que había perdido el control de la situación. Si en ese momento no se dio cuenta fue porque su preocupación principal era evitar que ella le pegara un tiro en el pecho a R. J. O'Brian.