El reportero estaba contra la pared del garaje con las manos en alto. Kelso se dio cuenta de que no acababa de creerse que la chica pudiera dispararle. Pero un arma es un arma. Podía dispararse por accidente y, además, era vieja.
—Profesor, ¿quieres hacerme el favor de decirle que baje esa cosa?
Pero Zinaida volvió a apuntarle al pecho y O'Brian, con un gruñido, levantó más las manos.
Sí, sí, lo sentía, dijo. Los había seguido desde el aeropuerto. No había sido fácil, por el amor de Dios, sólo se limitaba a hacer su trabajo. Lo sentía.
Sus ojos parpadearon en dirección a la caja de herramientas.
—¿Es ésa?
La reacción de Kelso al ver al norteamericano había sido de alivio: gracias a Dios era O'Brian el que los había seguido desde Sheremetevo y no Mamantov. Pero Zinaida no soltaba la pistola y lo tenía arrinconado contra la pared.
—Cállate —le dijo ella.
—Mira, profesor, he visto a estas mamonas disparar, y créeme que son muy capaces.
—Baja la pistola, Zinaida —le dijo Kelso en ruso. Era la primera vez que usaba su nombre—. Bájala y veamos qué hacemos.
—No me fío de él.
—Yo tampoco, pero qué vamos a hacer. Baja el arma.
—¿Zinaida? ¿Quién es? ¿La conozco de algo?
—Frecuenta el Robotnik —dijo Kelso entre dientes—. ¿Quieres dejarme manejar a mí este asunto?
—¿De veras? ¿El Robotnik? —O'Brian se humedeció sus gruesos labios. Con la luz amarillenta su cara ancha y bien alimentada parecía una calabaza de Acción de Gracias—. Claro, era la nena con que estabas anoche. Ya me parecía que la conocía.
—Cállate —volvió a ordenar ella.
O'Brian sonrió.
—Escucha, Zinaida, no tenemos por qué pelearnos. Podemos compartirlo, ¿no? Dividir todo en tres partes. Yo sólo quiero la noticia. Dile, Chiripa, dile que no pienso sacar a relucir su nombre, que no la mezclaré en esto. Me conoce, lo comprenderá. Es una chica de ne- gocios. ¿No es cierto, cariño?
—¿Qué dice? —le preguntó Zinaida a Kelso. Éste se lo dijo.
—Niet —exclamó. Y, mirando a O'Brian, añadió en inglés—: ¡Ni hablar!
—Me dais risa —dijo O'Brian—. El historiador y la puta. Muy bien, dile esto, Kelso. Dile que si no quiere hacer ningún trato conmigo, dentro de una o dos horas tendréis a toda la prensa de Moscú detrás de vosotros. Y a la Milicia. Y quizá a los tipos que mataron al viejo. Díselo.
Pero Kelso no tuvo que traducírselo. Ella lo entendió.
Se quedó con el ceño fruncido durante un instante, puso el seguro del arma con un chasquido y bajó la pistola despacio. O'Brian respiró aliviado.
—¿Pero qué pinta ella en todo esto?
—Es la hija de Papu Rapava.
—Ah —asintió O'Brian. Ahora lo entendía. La caja de herramientas estaba sobre el suelo de tierra. De momento O'Brian no los dejó que la abrieran. Quería capturar el gran momento, dijo, «para la posteridad y las noticias de la noche», y fue a buscar la cá- mara.
Cuando salió, Kelso sacó el paquete de cigarrillos semivacío y le ofreció uno a Zinaida. Mientras le daba fuego, ella se inclinó, lo miró fijamente y la llama se reflejó en sus ojos oscuros. Hace menos de doce horas ibas a irte a la cama conmigo por doscientos pavos… ¿Quién diablos eres?, pensó.
—¿Qué piensas? —preguntó ella.
—Nada. ¿Estás bien?
—No me fío de él —repitió. Echó atrás la cabeza y exhaló el humo hacia el techo—. ¿Qué está haciendo?
—Voy a decirle que se dé prisa.
Fuera, O'Brian estaba sentado en el asiento delantero de un Toyota Land Cruiser cuatro por cuatro, poniendo una batería nueva en la cámara de vídeo. Al ver e' Toyota, Kelso sintió un sudor frío de ansiedad.
—¿No tienes un BMW?
—¿Un BMW? No soy empresario. ¿Por qué?
El lugar estaba desierto. El viejo que cavaba se había marchado.
—Zinaida pensaba que desde el aeropuerto nos seguía un BMW serie Siete.
—¿Serie Siete? Eso es un coche de la mafia. —O'Brian salió del Toyota y puso el ojo sobre el visor de la cámara—. Yo no le haría caso a Zinaida. Está loca. —El cerdo salió de la pocilga y trotó para echarles un vistazo con la esperanza de conseguir un poco de comida—. Cerdito, ven aquí. —O'Brian empezó a filmarlo—. ¿Recuerdas eso de que el perro te mira desde abajo y el gato te mira desde arriba pero el cerdo te mira directamente a los ojos de igual a igual? —Dio media vuelta y enfocó a Kelso—. Sonríe, profesor, voy a hacerte famoso.
Kelso tapó el objetivo con la mano.
—Escucha, O'Brian…
—R.J.
—¿Y eso qué quiere decir?
—Todo el mundo me llama R. J.
—De acuerdo, R. J., escucha lo que voy a hacer. Dejaré que me filmes pero con tres condiciones.
—¿Cuáles?
—Una, deja de llamarme «profesor». Dos, deja fuera de todo esto el nombre de ella. Y tres, no se emitirá nada hasta que ese cuaderno, o lo que sea, haya sido legalmente autentificado.
—De acuerdo. —O'Brian guardó la cámara—. Quizá te sorprenda, pero yo también tengo que tener en cuenta mi reputación. Y, por lo que he oído, doctor, es bastante mejor que la tuya.
Cerró el Toyota con el mando a distancia, que emitió un pitido. Kelso echó una última mirada alrededor y lo siguió al garaje. O'Brian hizo que Kelso volviera a colocar la caja en Su escondite y la sacara de nuevo. Se lo hizo repetir dos veces, y tomó la escena una vez de frente y la otra de lado. Zinaida los miraba de cerca, pero cuidando de mantenerse fuera del alcance del objetivo. Fumaba sin parar y tenía los brazos cruzados sobre el estómago, a la defensiva. Cuando O'Brian se dio por satisfecho, Kelso llevó la caja a la mesa de trabajo y acercó la lámpara. No tenía cerradura, sólo dos cierres de muelle a ambos lados de la tapa. No hacía mucho que los habían limpiado y engrasado. Uno estaba roto. El otro, abierto. —Allí vamos, muchacho.
—Quiero que hagas, que describas todo lo que veas. —Indicó O'Brian—. Explícanos todo.
Kelso observó la caja.
—¿Tienes guantes?
—¿ Guantes ?
—Si lo que hay dentro es auténtico, tienen que estar las huellas dactilares de Stalin. Y las de Beria. No quiero contaminar las pruebas.
—¿Las huellas de Stalin?
—Claro. ¿No has oído hablar de las huellas de Stalin? Demian Bedni, el poeta bolchevique, se quejó de que no le gustaba prestarle libros a Stalin porque se los devolvía llenos de marcas grasientas de dedos. Osip Mandelstam, un poeta mucho más grande, se enteró de la historia y puso la imagen en un poema sobre Stalin: «Dedos gordos como salchichas.»
—¿Y a Stalin qué le pareció?
—Mandelstam murió en un campo de trabajos forzados.
—Claro. —O'Brian rebuscó en los bolsillos—. Muy bien, guantes. Aquí tienes.
Kelso se los puso. Eran de piel azul, un poco grandes, pero servirían. Flexionó los dedos… un cirujano antes del trasplante, un pianista antes del concierto. La idea le hizo sonreír. Miró a Zinaida. Tenía el rostro tenso. La cara de O'Brian estaba oculta detrás de la cá- mara.
—Muy bien. Estoy grabando. Ahora te toca a ti.
—De acuerdo. Estoy abriendo la tapa que está… dura, como cabía esperar. —Kelso hizo una mueca por el esfuerzo. La tapa cedió, apenas lo suficiente para que metiera los dedos por el resquicio e intentara separar los dos bordes. De pronto se abrió con un crujido de metal oxidado—. Sólo hay un objeto dentro… una especie de bolsa aparentemente de piel, llena de moho.