Yo no soy tan joven ni tan tonta como para hacer preguntas. Al menos por ahora.
«Mañana hablaremos —me dice Valechka—. Ahora descansa.»
Tengo una habitación para mí sola. La chica que estaba antes se ha marchado. Me han dejado dos blusas negras lisas y unas faldas. 1. Bebida rusa de bajo contenido alcohólico hecha de cereales fermentados o pan. (N. de la T.)
Tengo vistas a una punta del jardín, un cenador diminuto, el bosque. Los pájaros cantan en los atardeceres de verano. Parece todo tan tranquilo. Sin embargo, cada pocos minutos un guardia pasa por la ventana.
Me acuesto en mi pequeña cama y trato de dormir con el calor. Pienso en Arcángel en invierno: los faroles de colores que cruzan el río helado, patinar sobre el Dvina, el ruido del hielo que se quiebra por la noche, ir a buscar setas al bosque. Ojalá estuviera en casa. Pero son pensamientos tontos.
Debo dormir.
¿Por qué me vigilaba ese hombre durante el viaje en el tren? MÁS TARDE. Ruido de coches en la oscuridad.
El está en casa. 12.6.51 ¡Hoy es el día! Apenas tengo tiempo de instalarme. Me tiemblan las manos. (¡En ese momento no, pero ahora sí me tiemblan!) A las siete voy a la cocina. Valechka ya está levantada arreglando un montón de vajilla y cristales rotos, comida tirada, todo apilado en medio de un mantel grande. Me explica cómo lo sacan todas las noches de la mesa: ¡dos guardias cogen el mantel por cada punta y se llevan todo fuera! Así que cada mañana nuestra primera tarea es recuperar todo lo que no se ha roto y lavarlo. Mientras trabajamos, Valechka me explica la rutina de la casa. El se levanta bastante tarde y a veces le gusta trabajar en el jardín. Después se va al Kremlin y se limpian sus dependencias. Nunca vuelve antes de las nueve o diez de la noche, y se le sirve la cena. A las dos o tres se va a dormir. Esto mismo se repite siete días por semana. Las reglas: si una se acerca a él, hay que hacerlo abiertamente. Le molesta que la gente se le acerque a hurtadillas. Si la puerta está cerra- da, hay que golpear fuerte. No hay que quedarse por ahí. No hay que hablarle a menos que él se dirija a ti. Y, si una tiene que decirle algo, siempre hay que mirarlo a los ojos.
Valechka prepara un desayuno sencillo: café, carne y pan y se lo lleva fuera. Luego, me pide que vaya a buscar la bandeja. Antes de ir, me hace atar el cabello y da un vuelta a mi alrededor para examinarme. Estoy bien, dice. Está trabajando en una mesa en el jardín, en el extremo sur de la casa. O al menos ahí estaba. Se mueve sin parar de un lugar a otro. Es su costumbre. Los guardias me dirán dónde encontrarlo.
¿Qué puedo escribir sobre ese momento? Estoy tranquila. Habríais estado orgullosos de mí. Recuerdo lo que tengo que hacer. Doy la vuelta al jardín y me acerco a él bien a la vista. Está sentado en un banco, solo, inclinado sobre unos papeles. La bandeja está sobre la mesa, a su lado. Levanta la vista mientras me acerco y vuelve a su trabajo. Pero mientras me alejo, juro que siento su mirada clavada en mi espalda, todo el camino, hasta que me pierdo de vista. Valechka se ríe de lo pálida que me he puesto.
Después de eso no vuelvo a verlo.
Ahora (son más de las diez) se oyen los coches. 14.6.51 Anoche. Tarde. Estoy en la cocina con Valechka cuando Lozgachov (un guardia) entra corriendo, acalorado, y dice que al jefe se le ha acabado el Ararat. Valechka saca una botella, pero en lugar de dársela a Lozgachov, me la da a mí. «Deja que Anna se la lleve.» Quiere ayudarme… ¡qué buena! Así que Lozgachov me lleva por un pasillo hasta la parte principal de la casa. Oigo voces de hombre. Risas. Golpea con fuerza la puerta y se queda a un lado. Entro. En la habitación hace calor, el aire está cargado. Hay siete u ocho hombres alrededor de la mesa; todas caras conocidas. Uno, el camarada Jruschov, creo, está de pie haciendo un brindis. Está congestionado y sudoroso. Se calla. Hay comida por todas partes, como si la hubieran estado tirando. Todos me miran. El camarada Stalin está en la cabecera de la mesa. Dejo la botella de coñac a su lado. Tiene una voz suave y amable. «¿Cómo te llamas, joven camarada?», me pregunta. «Anna Safanova, camarada Stalin.» Me acuerdo de mirarlo a los ojos. Son muy profundos. El hombre que está a su lado dice: «Es de Arcángel, jefe.» Y Jruschov añade: «¡Seguro que Lavrenti sabe de dónde es!» Más risas. «No les hagas caso a estos maleducados —dice el camarada Stalin—. Gracias, Anna Safanova.» Al cerrar la puerta, reanudan la conversación. Valechka me está esperando al final del pasillo. Me pasa el brazo por el hombro y volvemos a la cocina. Estoy temblando. Debe ser de placer. 16.6.51 El camarada Stalin ha dicho que de ahora en adelante quiere que le lleve el desayuno. 21.6.51 Esta mañana está en el jardín como de costumbre ¡Ojalá la gente pudiese verlo aquí! Le gusta oír el canto de los pájaros, podar las plantas. Pero le tiemblan las manos. Mientras dejo la bandeja lo oigo maldecir. Se ha cortado. Cojo la servilleta y me acerco. Al principio me mira con desconfianza y después extiende la mano. Se la envuelvo y la tela se mancha de sangre. «¿Verdad que no le tienes miedo al camarada Stalin, Anna Safanova?» «¿Por qué voy a tenerle miedo al ca- marada Stalin?» «Los médicos le tienen miedo al cama-rada Stalin. Cuando vienen a cambiarle una venda al camarada Stalin, les tiemblan tanto las manos que tiene que cambiársela solo. Ay, pero si no les temblaran las manos… ¿Qué significaría entonces? Gracias, Anna Safanova.»
¡Ay mamá, ay papá, está tan solo! Os daría tanta pena. Es de carne y hueso como todos nosotros. Y de cerca es viejo. Mucho mayor de lo que parece en las fotos. Tiene el bigote gris y la parte de abajo está manchada de amarillo por el humo de la pipa. Casi no le quedan dientes. Y cuando respira el pecho le hace ruido. Temo por él. Por todos nosotros. 30.6.51 Tres de la madrugada. Llaman a mi puerta. Valechka está fuera, en camisón, con una linterna de bolsillo. El ha salido al jardín apodar ala luz de la luna, ¡y se ha vuelto a cortar! ¡Me llama! Me visto enseguida y la sigo por el pasillo. Hace una noche cálida. Pasamos por el comedor y entramos en sus aposentos. Tiene tres habitaciones y se va cambiando: una noche duerme en una, otra en otra. Nadie sabe nunca en cuál está. Duerme en un sofá debajo de una manta. Valechka nos deja solos. Está sentado en el sofá con la mano estirada. Es sólo un rasguño. Tardo medio minuto en vendársela con mi pañuelo. «La valiente Anna Safanova…»
Siento que quiere que me quede. Me pregunta por mi casa y mis padres, mi trabajo en el Partido, mis planes para el futuro. Le hablo de mi interés por el derecho. Se ríe. ¡No le caen muy bien los abogados! Quiere saber cómo es la vida en Arcángel en invierno. ¿He visto la luz de la aurora boreal? (¡Por supuesto!) ¿Cuándo llegan las primeras nieves? A finales de septiembre, le digo, y a finales de octubre la ciudad está cubierta de nieve y sólo pueden pasar los trenes. Quiere saberlo todo. ¿Cómo se hiela el Dvina?¿Cómo es que sólo hay cuatro horas de luz por día? ¿Cómo baja la temperatura a treinta y cinco bajo cero y la gente va al bosque a pescar en el hielo…?
Me escucha con gran atención. «El cantarada Stalin cree que el alma de Rusia yace en el hielo y la soledad septentrional. La época en que el camarada Stalin estuvo en el exilio —antes de la Revolución, en Kureika, en el círculo polar ártico—fue la más feliz de su vida. Allí aprendió a cazar y a pescar. El cerdo de Trotski sostenía que el camarada Stalin sólo cazaba con trampas. ¡Mentiroso inmundo! El camarada Stalin ponía trampas, sí, pero también líneas en los agujeros en el hielo, y tenía tanto talento para detectar dónde había peces que la gente del lugar creía que poseía poderes sobrenaturales. El camarada Stalin recorrió en un día cuarenta y cinco verstas en esquís y cazó doce pares de perdices con veinticuatro disparos. ¿Trostki podría afirmar lo mismo?»