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Y ahí, sobre la mesa, estaba el otro fajo de papeles, lleno de moho y congelado, que ni siquiera había empezado a mirar.

Se puso los guantes de O'Brian y se inclinó hacia adelante. Pasó el índice por las esporas grises de la hoja de encima. Había algo escrito debajo. Volvió a pasar el dedo y aparecieron las letras NKVD.

—Zinaida —dijo.

Ella estaba sentada detrás del escritorio de O'Brian, hojeando «su» cuaderno. Al oír su nombre levantó la vista. Kelso le pidió las pinzas para separar la hoja superior como si fuera una capa de piel muerta, que se quedaba pegada en algunas partes, pero que se desprendió lo suficiente para permitirle ver algunas palabras de la hoja de debajo. Era un documento escrito a máquina, parecía un informe de vigilancia fechado el 24 de mayo de 1951, firmado por el comandante I. T. Mejlis del NKVD.

«… resumen de conclusiones del 23 de los corrientes… Anna Mijailovna Safanova, nacida en Arcángel el 27-2-32… Academia Máximo Gorki… reputación (véase hoja adjunta). Salud: buena… difteria, ocho años y tres meses… rubeola, diez años y un mes… No hay antecedentes familiares de enfermedades genéticas. Trabajo del Partido: sobresaliente… Pioneros… Komsomol…»

Kelso separó más capas. A veces salía una sola hoja, otras dos o tres pegadas. Era un trabajo meticuloso. De vez en cuando divisaba ocasionales apariciones de O'Brian a través de la mampara de cristal, que llevaba una maleta hasta la puerta del ascensor, pero él estaba tan absorto que no le prestaba atención. Lo que leía era un informe completo de la vida de una chica de diecinueve años, detallado como sólo la policía podía preparar. Había algo casi pornográfico en él. Constaban todas las enfermedades infantiles, su grupo sanguíneo (O), el estado de su dentadura (excelente), altura y peso, color de pelo (castaño claro), aptitudes físicas («demuestra talento especial para la gimnasia»), capacidad mental («sobresaliente, en el noventa por ciento»), corrección ideológica («la gran comprensión de la teoría marxista»), entrevistas con su médico, con el entrenador, los profesores, el jefe de grupo del Komsomol, compañeros de estudios.

Lo peor que podía decirse de ella era que quizá tenía «un carácter un poco soñador» (camarada Oborin). Y «en todas sus relaciones personales, cierta tendencia a la subjetividad y al sentimentalismo burgués más que a la objetividad» (Elena Satsanova). Contra la crítica de que era «ingenua» expresada por la misma camarada Satsanova, había un comentario escrito con lápiz rojo al margen: «¡Qué bien!», y más adelante: «¿Quién es esa vieja bruja?» Había muchos otros subrayados, signos de exclamación e interrogación, notas al margen: «Ja ja ja», «¿Y qué?», «¡Aceptable!»

Kelso había pasado suficiente tiempo en los archivos para reconocer la mano y el estilo, la letra irregular de Stalin. No había duda.

Al cabo de media hora volvió a poner los papeles en el orden original y se quitó los guantes. Tenía las manos agarrotadas, ásperas y húmedas. De pronto se sintió asqueado consigo mismo.

Zinaida lo miraba.

—¿Qué crees que le pasó a esa chica?

—Nada bueno.

—¿La mandó traer del norte para follársela?

—Es una manera de decirlo.

—Pobre chica.

—Pobre chica —coincidió Kelso.

—¿Y para qué guardaba él ese diario?

—¿Obsesión? ¿Enamoramiento? —Se encogió de hombros—. ¡Quién sabe! Por entonces ya estaba enfermo. Le quedaban veinte meses de vida. Quizá ella describió lo que le pasaba, después se lo pensó mejor y arrancó las páginas. O, lo más probable, él encontró el cuaderno y arrancó esas páginas. No le gustaba que la gente supiera mucho de él.

—Pues te diré una cosa: esa noche él no se la folló.

Kelso rió.

—¿Y cómo lo sabes?

—Es fácil, mira. —Abrió el cuaderno—. Aquí, el 12 de mayo, pone: «el trastorno de cada mes», ¿no? El 10 de junio, en el tren, «es el peor día para viajar». Pues calcúlalo tú mismo, ¿no? Hay exactamente veintiocho días entre las dos fechas. Y veintiocho días entre el 10 de junio y el 8 de julio, que es la última entrada.

Kelso se puso de pie despacio y se acercó al escrito-río. Miró por encima del hombro la escritura infantil.

—¿De qué estás hablando?

—Era una chica regular. Una chica del Komsomol muy regular.

Kelso se hizo cargo de la información, se puso los guantes, cogió el cuaderno y lo hojeó entre ambas páginas. Qué locura, ¿no? Era una idea repugnante. Apenas se atrevía a reconocer lo que empezaba a sospechar en el fondo de su mente. ¿Pero por qué otra cosa iba a estar tan interesado Stalin de si había tenido o no rubeola y todas esas enfermedades? ¿O si en la familia había antecedentes de enfermedades genéticas?

—Dime una cosa —preguntó en voz baja—, ¿cuándo habría sido su momento fértil?

—Catorce días más tarde, el 22. Y de pronto Zinaida sintió el impulso de largarse de allí enseguida.

Apartó la silla del escritorio y miró el cuaderno, alterada.

—Llévate esa maldita cosa —dijo—. Llévatela y quédatela.

No quería volver a tocarla. Ni siquiera quería mirarla.

Era como un objeto maldito.

Unos segundos después estaba con el bolso al hombro abriendo la puerta y dirigiéndose rápidamente hacia el ascensor. Kelso la alcanzó a trompicones. O'Brian salió de una sala de redacción para ver qué pa- saba. Llevaba un anorak muy acolchado y unos prismáticos colgados del cuello. Fue tras ellos, pero Kelso le hizo señas de que los dejara.

—Yo me ocupo.

Zinaida estaba en el pasillo, de espaldas a él.

—Escucha, Zinaida —Se abrió la puerta del ascensor y Kelso entró detrás de ella—. Escucha, aquí no estarás segura…

El ascensor se detuvo y entró un hombre de mediana edad, corpulento, con un abrigo negro de piel, que se interpuso entre ambos. Miró primero a la chica, después a Kelso, y, al percibir la tensión del silencio, hizo un amago de sonrisa. Kelso se dio cuenta de lo que pensaba: una riña de enamorados… bueno, así era la vida, lo superarían.

Cuando llegaron a la planta baja, se apartó para dejarlos salir primero, y Zinaida echó a andar taconeando con las botas altas sobre el suelo de mármol. Un guardia de seguridad apretó un botón para abrir la puerta.

—Será mejor que te preocupes por ti mismo —le dijo mientras se subía la cremallera de la chaqueta.

Eran poco más de las cuatro. La gente empezaba a salir del trabajo. En las oficinas de enfrente se veía el brillo verdoso de las pantallas de los monitores. Una mujer se acurrucaba en un portal para hablar por un teléfono móvil. Un motociclista pasó por su lado, despacio.

—Zinaida, escucha. —La cogió del brazo para que no siguiera andando y la llevó hacia una pared. Ella ni levantó la vista—. Tu padre tuvo una muerte terrible, ¿comprendes lo que digo? La gente que lo mató, Mamantov y los suyos, andan tras ese cuaderno. Saben que contiene algo importante… no me preguntes cómo. Si saben que tu padre tenía una hija, y es muy probable porque Mamantov tenía acceso a su expediente, bueno… piensa en ello. Va a ir por ti.

—¿Y lo mataron por eso?

—Lo mataron porque no les dijo dónde estaba. Y no se lo dijo porque quería dejártelo a ti.

—Pero no valía la pena morir por eso. Qué viejo estúpido. —Lo miró fijamente. Por primera vez le vio los ojos húmedos a la luz del día —. Viejo estúpido y testarudo.

—¿Tienes alguien con quien quedarte? ¿Algún familiar?

—Toda mi familia ha muerto.

—¿Algún amigo?

—¿Amigo? Sí, una amiga, ¿recuerdas? —Abrió el bolso y le enseñó la pistola de su padre.

—Al menos déjame tu dirección, tu número de teléfono… —dijo Kelso lo más tranquilamente que pudo.