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—¿Para qué? —preguntó Zinaida con desconfianza.

—Porque me siento responsable. —Miró alrededor. Era una locura hablar así, en la calle. Se palpó los bolsillos, sacó una pluma, pero no encontraba ningún papel. Rompió entonces un trozo del paquete de cigarrillos—. Date prisa, escríbela ahí.

Pensó que no lo haría. Zinaida se volvió para marcharse, pero entonces, de repente, garabateó algo en el papel. Vivía cerca del parque Izmailovo, al lado del mercadillo de Moscú.

No se despidió, echó a andar deprisa calle abajo, esquivando a los transeúntes. Kelso se quedó mirándola a ver si se giraba, pero no lo hizo. El sabía que no lo haría, no era la clase de mujer que mira atrás.

SEGUNDA PARTE

ARCÁNGEL

Si temes a los lobos, no entres en el bosque.

STALIN, 1936

16

Antes de salir de Moscú tenían que conseguir combustible, porque, como decía O'Brian, uno nunca sabe qué tipo de meado de caballo intentarán colocarte fuera de la ciudad. Así que pararon en la nueva Nefto Agip de la avenida Mira y O'Brian llenó el depósito del Land Cruiser y cuatro bidones grandes con ciento cincuenta litros de gasolina súper sin plomo. Después revisó el aceite y los neumáticos. Cuando volvieron a la carretera ya estaban en plena hora punta, y se encontraron con el lento aluvión de tráfico.

Tardaron casi una hora entera para llegar al cinturón de ronda, donde, al fin, disminuyó el tráfico y cada vez había menos bloques de apartamentos y chimeneas de fábricas, hasta que de repente vieron que estaban en pleno campo, en medio de una llanura gris verdosa, con torres de alta tensión gigantescas y un cielo vasto e interminable. Hacía más de diez años que Kelso no se aventuraba por la M8 en dirección norte. Las iglesias, que desde la Revolución se utilizaban como depósi- tos de grano, estaban ahora rodeadas de andamios, en pleno proceso de restauración. Cerca de Dvoriki, una cúpula dorada acaparaba la escasa luz del crepúsculo y brillaba sobre el horizonte como una hoguera de otoño.

O'Brian estaba en su elemento.

—De nuevo en la carretera —decía de vez en cuando—, lejos de la ciudad. Es fantástico, ¿no? Fantástico.

Conducía a una velocidad regular de cien kilómetros por hora, hablando constantemente, con una mano en el volante y la otra marcando el ritmo de una atronadora música rock.

—¡Fantástico!

La cartera estaba en el asiento trasero, envuelta en plástico. Amontonados detrás, había una serie de materiales variopintos y provisiones: un par de sacos de dormir, ropa interior térmica («¿Has traído, Chiripa? ¡Siempre hay que tener camisetas térmicas!»), dos ano- raks impermeables forrados de piel, botas de goma y botas militares, prismáticos normales y de visión nocturna, una pala, una brújula, botellas de agua, tabletas para desinfectar el agua, dos cajas de seis botellines de Budweiser, una caja de tabletas de chocolate Hershey, dos termos llenos de café, latas de conserva, una linterna, una radio a transistores de onda corta, pilas de repuesto, un hervidor de agua de viaje que podía enchufarse en la toma del encendedor… Después de un rato, Kelso perdió la cuenta.

En la parte trasera del Toyota estaban los bidones y las cuatro maletas rígidas con el sello SNS, cuyo contenido O'Brian describió con deleite profesionaclass="underline" una cámara de vídeo digital en miniatura, un teléfono con cobertura del satélite Inmarsat, una máquina editora de vídeo portátil DVC-PRO, y algo que se llamaba Toko Video Store y Forward Unit. Valor total de esos cuatro aparatos: 120.000 dólares.

—¿Has oído hablar alguna vez de viajar ligero? —preguntó Kelso.

—¿Ligero? —sonrió O'Brian—. Es lo más liviano del mundo. Dame esas cuatro maletas y puedo hacer lo mismo para lo que antes hacían falta seis tíos y un camión lleno de material. Si hay alguien aquí con exceso de equipaje, eres tú.

—Venir no fue idea mía.

Pero O'Brian no lo escuchaba. Gracias a esas cuatro cajas, dijo, su territorio era el mundo entero: el hambre en África; el genocidio en Ruanda; la bomba en ese pueblo de Irlanda del norte que, justamente, había filmado en el momento de estallar (había ganado un premio por ese reportaje); las fosas comunes de Bosnia; los misiles de crucero de Bagdad que avanzaban por las calles a la altura de los techos, a la izquierda, a la derecha, otra vez a la derecha y… ¿el palacio presidencial, por favor? Y después, claro, Chechenia. Vaya, el problema de Chechenia.

(Eres un pájaro de mal agüero, pensó Kelso. Das vueltas por el mundo y dondequiera que vayas hay hambre, muerte y destrucción; en épocas más antiguas y crédulas, los habitantes del lugar se habrían juntado nada más verte para echarte a pedradas…)

… el problema de Chechenia, decía O'Brian, era que el follón había acabado justo el día de su llegada, así que se había largado a Moscú por una temporada. Ésa sí se había vuelto una ciudad peligrosa.

—Cualquier día parecerá Sarajevo.

—¿Cuánto tiempo piensas quedarte en Moscú?

—No mucho. Hasta las elecciones presidenciales. Calculo que serán muy divertidas.

¿Divertidas?

—Y después ¿adonde irás?

—¡Quién sabe! ¿Por qué lo preguntas?

—Para estar seguro de irme muy lejos, eso es todo.

O'Brian rió y pisó el acelerador. El velocímetro subió a ciento quince. Mantuvieron la misma velocidad mientras caía la noche. O'Brian no paraba de cacarear. (Dios mío, ¿ese hombre nunca se callaba?) En Rostov la carretera bordeaba un gran lago. Barcos amarrados, tapados con una lona para pasar el invierno, alineados a ambos lados de un embarcadero, cerca de unas cabañas de madera con las persianas cerradas. A lo lejos, Kelso vio un velero solitario con una luz en el mástil. Vio cómo se balanceaba al viento, viraba hacia la orilla, y volvió a sentir la misma depresión que lo embargaba cuando empezaba a anochecer.

Sentía los papeles de Stalin detrás de él casi como una presencia física. Como si el secretario general estuviera en el coche con ellos. Estaba preocupado por Zinaida. Le habría gustado tomarse una copa, o, para el caso, fumarse un cigarrillo; pero O'Brian había declarado al Toyota zona libre de humo.

—Se nota que estás muy nervioso —se interrumpió O'Brian a sí mismo.

—¿Y me culpas?

—¿Por qué? ¿Por Mamantov? —El reportero chasqueó los dedos—. A mí no me asusta.

—Pero tú no has visto lo que le hizo al viejo.

—Sí, pero no le haría lo mismo a un yanki y a un inglés. No está tan loco.

—Quizá no, pero se lo haría a Zinaida.

—Yo no me preocuparía por ella. Además, ya no tiene el material, lo tenemos nosotros.

—Qué bueno eres, ¿nunca te lo habían dicho? ¿Y si no la creen?

—Sólo te estoy diciendo que no te preocupes por Mamantov, eso es todo. Lo entrevisté un par de veces y sé que es un colgado. Ese hombre vive en el pasado. Como tú.

—¿Y tú? Supongo que tú no vives en el pasado.

—¿Yo? Para nada. No puedo permitírmelo, por mi trabajo.

—Ahora analicemos todo esto —dijo Kelso. En su mente había abierto el cajón donde guardaba el cuchillo más afilado que tenía—. Así que en todos esos lugares de los que estás alardeando desde hace dos horas, África, Bosnia, Próximo Oriente, Irlanda del Norte… el pasado no es importante. ¿Es eso lo que estás diciendo? ¿Crees que todos viven en el presente? ¿Se despertaron una mañana, te vieron allí con tus cuatro maletitas y decidieron empezar una guerra? ¿Y no pasaba nada hasta que llegaste tú? «Eh, hola, soy R. J. O'Brian y acabo de descubrir estos Balcanes de mierda.»

—Bueno, no hace falta insultar—murmuró O'Brian.